miércoles, 22 de febrero de 2012

EL PRIMER MARTIR


Capítulo décimo de la obra “Los hermanos coreanos” del Padre José Spillmann de la
Compañía de Jesús.

Al día siguiente, más pronto que cualquiera esperaba, fue conducido Tomás King ante el tribunal de La-men. Con gran trabajo pudo andar el corto espacio que separaba la cárcel del tribunal, pues toda la noche la había pasado echado sobre paja podrida con el kang al cuello. Pero estaba preparado para el combate por medio de la oración, y se sentía fortalecido por la gracia. Multitud compacta y apiñada llenaba el gran patio del edificio por donde atravesó, y otros muchos tuvieron que quedarse en la calle, pues la noticia de que al fin iba a comparecer en juicio un cristiano, había puesto en conmoción a toda la ciudad.

Los bonzos y sus partidarios recibieron al preso con maldiciones; pero un numeroso grupo de fieles, entre los cuales se hallaban sus discípulos Pablo y Jacobo, se habían puesto en primera fila de los espectadores, y cuando King pasó por delante de ellos, le exhortaron a confesar varonilmente a Cristo.

- Rogad por mí - dijo el confesor a sus amigos a media voz, y no tuvo tiempo para decir más, pues los soldados estrecharon las filas y le hicieron subir a un tablado, desde donde los espectadores podían verle fácilmente. Un par de gradas más arriba había una esterilla y sobre ella un sillón, donde estaba el juez medio recostado.

El rostro de La-men, enrojecido por el saki, se dirigió con expresión de siniestra alegría al preso, que según la costumbre del país se había echado en el suelo sobre las manos y las rodillas, mientras dos corchetes le sujetaban con una pesada cadena. Después que el juez hubo lanzado
los más groseros insultos contra el “culto diabólico” del Occidente que se había introducido en el país del sol naciente, se dirigió al maestro de escuela, diciéndole estas palabras:

- ¿Cómo te llamas, siervo del demonio, de quien me han dicho no sólo que profesas las doctrinas de los demonios de Occidente, sino que induces a otros a seguirlas?

- Me llamo Tomás King.

- ¿King? Este es nombre coreano; pero Tomás no lo he oído nunca en Corea.

-Es mi nombre de cristiano que he recibido en el bautismo.

-¿Y te atreves a pronunciar ese nombre diabólico para que lo oigan nuestros oídos puros? Dadle tres golpes con el pan.tse en la inmunda boca.

La correa de cuero cruzó el rostro de King hasta hacerle brotar sangre.

- Ya has probado la correa. También probarás los palos de encina, si no abjuras inmediatamente de esos ídolos extranjeros y ofreces sacrificios al divino Buda.

- ¡Oh Jesús, que por mí fuiste azotado, dame fortaleza en esta hora! - dijo Tomás por lo bajo -.
Luego respondió con voz clara y firme, diciendo:
- Haz de mí lo que quieras. Con la ayuda de Dios nunca adoraré a este ídolo, al cual en mi ceguedad he servido por mi desdicha muchos años.

El auditorio se sintió conmovido. Muchos de los cristianos, entre ellos algunos miembros
de la primera nobleza y los niños Pablo y Jacobo, se acercaron diciendo en voz alta a La-men, que ellos también eran cristianos, y que estaban dispuestos a correr la misma suerte que Tomás King.

- Ya llegará vuestro turno, necios. Escribano, apunta sus nombre, y vosotros, verdugos, apartadlos hacia atrás. Al que se atreva a interrumpir el juicio, se le pondrá inmediatamente el kang al cuello y será llevado a la cárcel - gritó La-men.

Y mandó a uno de los verdugos que diera a King cuarenta golpes en las plantas de los pies con el palo de encina. Este instrumento de martirio tenía metro y medio de largo por quince centímetros de grueso. Tan violentos eran los golpes que con él daba el verdugo, que saltaban trozos enteros de carne de las plantas de los pies del mártir. A veces el dolor le arrancaba algún gemido, pero si le preguntaban si quería ofrecer sacrificios a Buda, respondía negativamente
moviendo la cabeza.

- Azotémosle ahora, padre -decía el joven La-men-. En la espalda tendrá más cosquillas que en los pies. Y como ya no podrá tenerse sobre ellos, le colgaremos un ratito.

- Está bien. Pasemos al s egundo grado de tormento -dijo el bárbaro juez.

- ¿De dónde le colgamos, de los brazos o de los cabellos? -preguntó el verdugo.

- Eso no hay que preguntarlo; de los cabellos. De este modo se le helará en los labios algún chiste; también él me tiró muchas veces de los cabellos - dijo el joven.

Algunos compañeros se rieron de la gracia. Pero Pablo gritó con voz clara:

- ¡Bueno eres tú y tu agradecimiento! - y muchos asintieron a sus palabras.

Tomás fue despojado de sus vestidos desde la cintura hacia arriba y colgado de una viga por los cabellos. Esto bastaba para que sintiera espantosos dolores, pero pronto empezaron a llover los golpes sobre su espalda, y la piel a saltar en pedazos y la sangre a brotar en abundancia hasta
regar el suelo. No tardó King en desmayarse. El juez, que lo estaba esperando, suspendió el tormento y mando que rociaran con agua el rostro del mártir. Cuando volvió en sí, le preguntó La-men si quería ofrecer sacrificios a Buda.

- Nunca; Dios me dará fuerzas - tal fue la respuesta.

- Entonces pasemos al tercer grado del tormento. Veremos si se quebranta su terquedad - dijo furioso el juez.

Consiste el tercer grado del tormento en dolorosísimas distensiones de los miembros hasta que se dislocan, martirio durante el cual suelen romperse los huesos. El que sobrevive a este tormento, se queda lisiado para siempre. Muchos de los paganos que había allí, que tenían a King por hombre honrado, se admiraban de su constancia y pidieron al juez que se compadeciera de él; pero fue lo mismo que pedir compasión a un tigre.

- ¡Adelante! - grito La-men y los verdugos cayeron sobre Tomás y le descoyuntaron el brazo derecho, rompiéndole la articulación del hombro.

- ¡Oh Salvador, que permitiste que tus miembros fuesen extendidos sobre la cruz y traspasados con clavos, concédeme la gracia de serte fiel! - suspiró el mártir.

Después tocó el turno a su pie derecho y se oyó suspirar levemente al mártir. De repente lanzó un grito penetrante y cayó en profundo desmayo.

- Se le ha roto el hueso - dijo el verdugo encogiendo los hombros con indiferencia.

- Acabemos de una vez - gritó el juez -. Haced que vuelva en sí, y dictaré sentencia.

-¿Tan pronto? - exclamó su hijo -. Todavía no hemos probado la sierra ni el cuchillo de madera.

Pero la indignación de los espectadores llegó a su colmo y hubo quien amenazó al juez con su acudir al gran mandarín y al rey. La-men no se atrevió a proseguir el tormento, y habiendo Tomás King recobrado el conocimiento, le volvió a preguntar si quería ofrecer sacrificios a Buda, y por último pronunció contra él la sentencia de muerte que había de ejecutarse al siguiente día.

- ¡Gracias a Dios! - dijo el mártir.

- Condenadnos a todos - clamaron los cristianos.

Pero La-men entró, sin responder, en el edificio del tribunal. Los verdugos desataron al mártir y le condujeron a la cárcel. Hasta la misma puerta fueron acompañándole los cristianos, pidiéndole
que los bendijera y besando respetuosamente al que había sido atormentado y despedazado por amor a Cristo. El mártir bendijo especialmente a los dos hermanos Pablo y Jacobo, y haciéndoles la señal de la cruz en la frente, les dijo:

- Vosotros dos me seguiréis.

Cerrándose detrás de él las puertas de la prisión y los guardias dispersaron a golpes a los cristianos. Gracias a las súplicas de algunos miembros influyentes de la nobleza, fue conmutada la pena capital que había sido impuesta a Tomás King por la de destierro, donde murió dichosamente aquel mismo año a consecuencia de los tormentos que había padecido.

Este principio de persecución fue causa de la apostasía de algunos, pues según las leyes de Corea, si alguien cometía un crimen, toda su familia incurría en responsabilidad, y los jefes de familia exigían a sus miembros que renunciarían inmediatamente a una religión que era castigada en sus adeptos con tan espantosos tormentos; y en caso de no obedecer eran expulsados de la familia.

Muchos infelices apostataron cobardemente, entre ellos Pedro, que no supo resistir a la voluntad de su padre Kim, y Juan, que tanto celo había mostrado en la difusión del cristianismo. Carecían ambos de verdadera humildad y piedad, y no pudieron resistir en la hora de la prueba. No sucedió otro tanto a Pablo y a Jacobo, ni a su madre; la cual contestó a la amenaza de ser lanzada de su familia, diciendo que se refugiaría con sus hijos en una aldea de la montaña, donde poseía algunos pequeños bienes, y que antes prefería mendigar de puerta en puerta que hacer traición a su fe.

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