lunes, 17 de diciembre de 2007

EL NIÑO MONSTRUO QUE TENÍA UN ALMA

Lázaro era un muchacho de dieciséis años, pobre había nacido monstruo. No tenía manos ni pies.

Era inteligente, bueno y paciente. Cuando nació lo dejaron en el torno de un convento pero las buenas monjitas, con su ternura y amor, le cuidaron y educaron como pudieron, y cuando ya se hizo mayorcito pasó a un asilo. A los dieciséis años salió de él.

Montaba un carrito y como las monjitas le habían puesto en los muñones unos brazos de madera, con ellos empujaba su carrito. Además de esto había aprendido con las monjitas muchas cosas. Entre otras tenía una gran habilidad de coger con la boca cualquier cosa que le echaban por el aire, como un trozo de pan, loncha de jamón o una moneda. Todo lo atrapaba con la boca.

Alguna que otra vez le echaban una piedra, y como ignoraba lo que le tiraban también lo cogía con la boca. Todos reían la burla; y él como no era rencoroso, aceptaba también el engaño.

Lázaro tenía una risa especial; era una risa que infundía paz y serenidad. Tenía una gran fe en Cristo y esperanza de la felicidad eterna. Cuando abandonó el asilo, Lázaro llevaba en su alma esta profunda verdad: «Tengo un alma inmortal»

Había un señor que siempre que se tropezaba con Lázaro le ponía en la boca un cigarro. Un día le dijo este señor:
§ Lázaro ¿qué debes tú a la Providencia?”
§ El muchacho, con gran respeto, le dijo: «Le debo mi alma». Y. entre otras cosas añadió: «A mi Dios me ha dado ‘esto’, que me hace pensar y que nunca jamás he de morir»

Para Lázaro, lo más importante era su alma inmortal. El alma con la Gracia Santificante es lo más maravilloso que debes cuidar. Lázaro el muchacho monstruo, sin manos ni pies, por los caminos de la vida llevaba un infinito consuelo de paz y de amor, porque su alma era inmortal.

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