AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA, 6 DE MARZO DE 2024 SOBRE LA SOBERBIA
MARZO 06, 2024 23:20REDACCIÓN ZENITAUDIENCIA
GENERAL, PAPA FRANCISCO WhatsAppMessengerFacebookTwitterCompartir Share this
Entry (ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 06.03.2024).-
La audiencia general del Papa volvió a la Plaza de San Pedro la mañana del miércoles 6 de marzo. El Papa Francisco dedicó la catequesis al tema de la soberbia, décima catequesis sobre la serie dedicada a vicios y virtudes. La catequesis fue leída por monseñor Pierluigi Giroli, del equipo del Papa, pues Francisco sigue mal de salud (por lo que se disculpó por no poder decir él mismo la catequesis). Ofrecemos a continuación la traducción al español de la catequesis del Papa: *** En nuestro itinerario catequético sobre los vicios y las virtudes, llegamos hoy al último de los vicios: la soberbia. Los antiguos griegos lo definían con una palabra que podría traducirse como «esplendor excesivo». En realidad, la soberbia es la auto-exaltación, el engreimiento, la vanidad. El término aparece también en esa serie de vicios que Jesús enumera para explicar que el mal procede siempre del corazón del hombre (cf. Mc 7,22). El soberbio es aquel que cree ser mucho más de lo que es en realidad; aquel que se estremece por ser reconocido como superior a los demás, siempre quiere ver reconocidos sus propios méritos y desprecia a los demás considerándolos inferiores. A partir de esta primera descripción, vemos cómo el vicio de la soberbia está muy cerca del de la vanagloria, que presentamos la última vez. Pero si la vanagloria es una enfermedad del yo humano, se trata de una enfermedad infantil en comparación con los estragos que puede causar la soberbia. Analizando las locuras del hombre, los monjes de la antigüedad reconocían un cierto orden en la secuencia de los males: se empieza por los pecados más groseros, como la gula, y se llega a los monstruos más inquietantes. De todos los vicios, la soberbia es la gran reina. No es casualidad que, en la Divina Comedia, Dante lo sitúe en el primer círculo del purgatorio: quien cede a este vicio está lejos de Dios, y la enmienda de este mal requiere tiempo y esfuerzo, más que cualquier otra batalla a la que esté llamado el cristiano. En realidad, en este mal se esconde el pecado radical, la absurda pretensión de ser como Dios. El pecado de primeros padres, relatado en el libro del Génesis, es a todos los efectos un pecado de soberbia. El tentador les dice: «…Dios sabe muy bien que el día en que coman de él, se les abrirán a ustedes los ojos; entonces ustedes serán como dioses» (Gen 3,5). Los escritores de espiritualidad están más atentos a describir las repercusiones de la soberbia en la vida de todos los días, a ilustrar cómo arruina las relaciones humanas, a subrayar cómo este mal envenena ese sentimiento de fraternidad que, en cambio, debería unir a los hombres.
He aquí,
entonces, la larga lista de síntomas que revelan que una persona ha sucumbido
al vicio de la soberbia. Es un mal con un aspecto físico evidente: el hombre orgulloso es altivo, tiene una “dura cerviz”, es
decir, tiene el cuello rígido que no se dobla. Es un hombre que con facilidad
juzga despreciativamente: por una nadería, emite
juicios irrevocables sobre los demás, que le parecen irremediablemente ineptos
e incapaces. En su arrogancia, olvida que Jesús en los Evangelios nos
dio muy pocos preceptos morales, pero en uno de ellos fue inflexible: no juzgar nunca. Te das cuenta de que estás
tratando con una persona orgullosa cuando, si le haces una pequeña crítica
constructiva, o un comentario totalmente inofensivo, reacciona de forma
exagerada, como si alguien hubiera ofendido su majestad: monta en cólera, grita, rompe relaciones con los demás de
forma resentida. Poco se puede hacer con una persona enferma de
soberbia. Es imposible hablar con ella, y mucho menos corregirla, porque en el
fondo ya no está presente a sí misma. Sólo hay que tenerle paciencia, porque un
día su edificio se derrumbará. Un proverbio italiano dice: “La soberbia va a caballo y vuelve a pie». En los
Evangelios, Jesús trata con muchas personas orgullosas, y a menudo fue a
desenterrar este vicio incluso en personas que lo ocultaban muy bien. Pedro
alardea al máximo su fidelidad: «Aunque todos te
abandonen, yo no lo haré» (cf. Mt 26,33). Sin embargo, pronto
experimentará que es como los demás, también él temeroso ante la muerte que no
imaginaba que pudiera estar tan cerca. Y así, el segundo Pedro, el que ya no
levanta el mentón, sino que llora lágrimas saladas, será medicado por Jesús y
será por fin apto para soportar el peso de la Iglesia. Antes ostentaba una
presunción de la que era mejor no hacer alarde; ahora, en cambio, es un
discípulo fiel al que, como dice una parábola, el amo «hará
administrador de todos sus bienes” (Lc 12,44). La salvación pasa
por la humildad, verdadero remedio para todo acto de soberbia. En el Magnificat María canta a Dios que dispersa con su
poder a los soberbios en los pensamientos enfermos de sus corazones. Es
inútil robarle algo a Dios, como esperan hacer los soberbios, porque al final
Él quiere regalarnos todo. Por eso el Apóstol Santiago, a su comunidad herida
por luchas intestinas originadas en el orgullo, escribe: «Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes les da
su gracia» (St 4,6).
Por tanto, queridos hermanos y hermanas, aprovechemos esta Cuaresma
para luchar contra nuestra soberbia.
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