Acaba de estrenarse en España la preciosa película producida por Goya Producciones Guadalupe, Madre de la Humanidad, que recrea y explica las apariciones de la Virgen de Guadalupe en 1531 en México. ¿En qué consiste el hecho guadalupano? ¿Qué significó cuando se produjo y qué sigue significando hoy? ¿Qué nos dice a los hombres y mujeres del Tercer Milenio, tan distantes del siglo XVI y tan distintos de los hombres y mujeres de su tiempo? Son preguntas a las que responde la película.
El hecho
guadalupano no es
únicamente un acontecimiento que ocurrió en los albores del descubrimiento de
América y de la aceptación de la fe cristiana
por parte de sus pueblos indígenas. Es
un hecho que pervive después de quinientos años, un acontecimiento que sigue
sucediendo hoy, como lo testimoniamos todos los que hemos sido alcanzados por
él, ya sea ante la imagen santa de la Virgen de Guadalupe en su “casita” de México, a la que hemos podido
peregrinar, como la inmensa mayoría de quienes, sin haber podido visitarla, se
han encontrado con ella a través de sus imágenes reproducidas por el mundo
entero y a través del encuentro con su mensaje.
Pero ¿cuál es y cuál sigue siendo el milagro de
Guadalupe?
Tras la primera fase de la
conquista de México por Hernán Cortés, como
del resto de los territorios que después se incorporaron a la Monarquía
Hispánica, con el rechazo de las culturas indígenas y la acogida de la fe
cristiana por parte de ellas, se logrará una inculturación
extraordinaria de la fe con
la superación de los muros de división y de odios raciales a través de un
profundo mestizaje que
dará lugar al nacimiento del pueblo mexicano en particular, y de los pueblos hispanos de
América en su conjunto.
La causa y el símbolo más
perfecto de este encuentro es precisamente el acontecimiento guadalupano,
protagonizados la Virgen de Guadalupe y por el indio San Juan Diego.
Ellos son el acta de nacimiento de esta indisoluble alianza de sangre entre
España, el pueblo mexica y los demás pueblos indígenas americanos, como
reconocieron los obispos latinoamericanos en su III Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano en 1979 en Puebla.
Sin el milagro del Evangelio
aquello hubiera sido imposible. Pero Evangelio significa en América
Guadalupe. A pesar de la pobreza
extrema, la humildad y los intentos de los misioneros españoles por comunicar
la fe a los indígenas, estos se resistían a acoger la fe de sus conquistadores.
Por un lado sus dioses se habían vuelto un engaño, el
sol salía cada día, la lluvia seguía descendiendo del cielo dándoles el agua
necesaria para la vida y fecundando sus campos, y las abundantes cosechas
continuaban dándoles el alimento necesario sin necesidad de sacrificar a sus
bebés y a sus niños pequeños y a las pobres víctimas de las tribus vecinas, que
por miles eran sacrificadas cada mes en sus terribles rituales exigidos por sus
antiguos sacerdotes y por sus supuestos dioses. Muertos sus dioses, su religión
y sus sacrificios, el mundo continuaba.
La llegada de los españoles fue
un verdadero apocalipsis para ellos, el fin de una era y el comienzo
de una nueva humanidad.
Pero los nuevos sacerdotes y su nueva religión no dejaban de ser completamente
extraños para su comprensión universal de la vida, del origen y de la historia
explicada desde miles de años a través de sus mitos. Todo era
absolutamente nuevo para ellos. Y aunque Isabel la
Católica hizo desde el
principio a aquellas tierras y a aquellos pueblos súbditos de pleno derecho del
Reino de Castilla, y por lo tanto sujetos a su protección, en una empresa tan
gigante actitudes concretas de orgullo, superioridad y ambición de hombres
concretos, no facilitaban la conversión de los indígenas. Éstos se
encontraban en una situación dramática, trágicamente decepcionados y
frustrados, y llenos de una profunda desesperanza por
todo lo perdido y por lo fatuos que se habían revelado sus dioses y los
continuos sacrificios por habían hecho por ellos. Por otra parte, como cuentan
las crónicas, los misioneros españoles se encontraron con una enorme dificultad
para transmitir el anuncio evangélico a ese Nuevo Mundo al que se dirigían, tan
ajeno a las culturas que jalonaron a lo largo de los siglos el mediterráneo
y Oriente Medio, en donde aconteció la revelación de
Dios. Era realmente “otro mundo”.
Es entonces cuando sucede algo absolutamente
inimaginable e imprevisto: una de las intervenciones de Dios en el tiempo, una gracia inesperada, un
acontecimiento que cambia radicalmente la historia, como está llena la Historia
de la Salvación, la historia de la Iglesia.
Según fuentes tanto españolas
como indígenas, en los primeros días de diciembre de 1531 en el Cerro del Tepeyac, lugar consagrado a la diosa azteca
Tonantzin, la Madre de Dios se aparece a un indio recién bautizado, de unos
cincuenta años: Juan Diego Cuauhtlatoatzin (que
en lengua náhuatl significa el águila que habla). Se encaminaba a
la misión franciscana de
la ciudad de Tlatelolco. Juan Diego se convirtió en el mensajero y embajador de la
Madre de Dios para el obispo fray Juan de
Zumárraga, para los
españoles por tanto, y también para sus hermanos indígenas.
Juan Diego recibió de
la Virgen las rosas de Castilla que le pidieron como prueba.
La tilma que llevó la prueba pedida por el obispo
(las flores de Castilla, imposibles en el mes de enero en
aquella región), en la que quedó estampada la imagen de la Virgen Santísima de
Guadalupe, fue desde entonces un catecismo misionero que recogía los elementos culturales
del valle del Anáhuac. En ella los indios
podían leer el significado de aquel Acontecimiento. Era el parto de un nuevo
comienzo, de una nueva historia, el comienzo de una nueva “tradición” espiritual y cultural cristiana, totalmente inculturizada en
el pueblo mexicano, y más ampliamente también en los pueblos americanos.
El Acontecimiento guadalupano fue
la respuesta de la gracia divina a una situación humanamente sin salida: la
relación entre el mundo de los indios y el de los recién llegados. El indio
cristiano Juan Diego fue el eslabón de unión entre el antiguo mundo mexica no cristiano y
la propuesta misionera cristiana ofrecida por los misioneros españoles. El
resultado fue el alumbramiento de un nuevo pueblo cristianizado.
Juan Diego no era ni español llegado con Hernán Cortés ni un misionero
franciscano español, sino un simple indígena perteneciente a aquel mundo
antiguo y rico en cultura y tradiciones. Se convierte así en el instrumento de
este encuentro, en el misionero de Cristo que a través de la Virgen de
Guadalupe va a encarnarse de nuevo en una humanidad cultural concreta, dando
inicio al mismo tiempo no sólo a un nuevo pueblo cristiano sino también a una
nueva raza, a un nuevo pueblo mestizo y a una nueva cultura, fruto de esa unión
profunda entre indígenas y españoles: la Hispanidad.
A partir del Acontecimiento
guadalupano, dos mundos hasta entonces desconocidos entre sí y enemistados,
dispuestos al resentimiento, el odio o la aceptación fatalista de la derrota
por parte de unos, al desprecio y la explotación por parte de otros, y a las
ambiciones, rivalidades y guerras sin termino entre todos, en Santa María de
Guadalupe, Madre de todos, se empezaron a reconocer como
hermanos, hijos del mismo Dios y de la misma Madre, “la Madre compasiva del verdadero Dios por quien se
vive”.
Del mismo modo que indios y
españoles la reconocieron como la Madre de todos, con todas las consecuencias
para la evangelización que tuvo para ellos, su decisiva intervención se deja
sentir desde entonces en todo el Continente americano. No en vano es invocada
no sólo como “Reina de México” sino
también como “Emperatriz de América” y “Estrella de la primera y nueva evangelización”. Además,
su presencia, extendida por el mundo entero a través de su imagen bendita y de
su mensaje, le permite ejercer esa Maternidad espiritual propia de la Madre de
Dios con todos sus hijos, como hermosamente la reconoce el título de esta
preciosa película documental: “Madre de la
Humanidad”.
Por: Álvaro Cárdenas
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