Vale la pena no acostumbrarnos a esa ayuda humilde, cotidiana, que tanto necesitamos en nuestro mundo.
Por: P. Fernando Pascual, LC | Fuente: Catholic.net
Desde muy temprano, no llega la corriente. ¿Qué
habrá pasado? Pasan los minutos, las horas, y seguimos sin electricidad.
Sabemos que el agua, la luz, la nevera, el microondas, el cargador del móvil, y
tantos otros objetos dependen de que la electricidad llegue puntualmente a su casa.
Pero cuando no llega, percibimos vivamente su importancia. No podemos encender
la lámpara, no podemos lavar ropa, no hay agua corriente para limpiarse bien
las manos...
Qué hacemos? No es posible usar un ventilador si estamos en verano. No funciona un radiador si estamos en invierno.
Incluso la omnipresente
televisión está callada: los minutos y las horas
pasan a un ritmo diferente.
Cuando, por fin, llega la luz,
sentimos un gran alivio: la vida vuelve a la
normalidad. Podemos hacer de nuevo lo que hacemos cada día.
Unas horas (ojalá no sean unos
días: se estropearía la comida en el refrigerador
sin electricidad pueden convertirse en un momento para reconocer el importante
trabajo de quienes han planeado y puesto en marcha enormes sistemas para que la
gente tenga esa imprescindible ayuda.
También pueden ser una ocasión
para darnos cuenta de lo frágil que es todo lo humano. Basta con imaginar cómo
nos resultaría muy difícil vivir con el móvil descargado...
La pantalla está encendida. El
ventilador vuelve a girar. La nevera nos ofrecerá unas botellas frías.
Vale la pena no acostumbrarnos a
esa ayuda humilde, cotidiana, que tanto necesitamos en nuestro mundo: esa electricidad, que es uno, entre otros muchos, de los
dones de Dios; y que es también el resultado del esfuerzo y del ingenio del
hombre...
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