Cuando se entiende el valor de cada persona, se entiende que merece ser amada. Juan Pablo II le llama a esto la norma personalista
Por: Juan Luis Lorda | Fuente: Arvo.net
Con las grandes palabras, especialmente si tienen mucho uso, hay que tener
cuidado. Porque a medida que pasan de boca a boca y de mente a mente, se
confunden, pierden sus conexiones con la realidad y flotan en el mundo de las
ideas como globos a la deriva. Sugieren demasiadas cosas a la vez. Para
trabajar con las grandes palabras, hay que anclarlas en la realidad: acudir a
los lugares originales de donde procede su sentido.
Por Juan Luis Lorda
La palabra alma es
una palabra enorme, un globo gigantesco. Muy venerable, porque está relacionada
con lo más sublime. Pero también pintoresca, cuando la mentalidad popular se la
representa como un duende dentro del hombre. Una cultura tan científica como la
nuestra no está para duendes. “Entia non sunt
multiplicanda praeter necessitatem” (Ockham: “no hay por qué admitir más cosas que las necesarias”).
Chesterton o Tolkien protestarían al unísono, y defenderían también la
necesidad de los duendes, precisamente para contrarrestar una visión
exclusivamente científica del mundo. Pero yo me voy a limitar a defender la
existencia del alma.
Si comenzamos preguntando por lo que evoca la palabra, flotaremos. Tenemos que
tomar tierra y relacionar la palabra con la realidad. En su origen, la palabra “alma” está relacionada con tres experiencias humanas
muy importantes. La primera es el misterio de la vida y la diferencia entre la
vida y la muerte. La segunda es la pregunta por el más allá, y en concreto por
la supervivencia personal. La tercera se refiere a lo característico del
espíritu humano, a la vida de la inteligencia y al ejercicio de la libertad y
de la creatividad. No se trata de duendes.
La vida tiene una maravillosa riqueza de propiedades. Hay muchos cuentos donde
los protagonistas se suben a una roca y resulta ser un elefante o creen llegar
a una isla y se encuentran sobre el caparazón de una tortuga. Desde luego, en
los cuentos y en la realidad, hay mucha diferencia entre subirse a un montón de
tierra o a un elefante. El elefante o la tortuga pueden hacer cosas que no cabe
esperar de la montaña o la isla.
El niño que está entusiasmado con su perrito se llevará un disgusto terrible si
se le muere: se acabaron los juegos, se acabó el
correr, se acabó esa mirada y los saltos de alegría cuando vuelve a casa. Al
tocar el cuerpo frío del animal, notará la diferencia. Se asomará a la tragedia
de la muerte, a esa amenaza tan tremenda para lo vivo. El cuerpo inmóvil que
tiene delante, parece el mismo, pero ya no es el mismo. Ha dejado de estar
animado: ha perdido la vida. En este primer
sentido, alma es lo mismo que animación. Todo lo vivo está “animado”. Es lo que se ve a simple vista.
Como vivimos en una sociedad ilustrada por los conocimientos científicos, ya no
podemos quedarnos con lo que se ve a simple vista. Sabemos mucho más sobre la
realidad. Esto es una ventaja, pero también un inconveniente. Desde luego,
saber más, es siempre una ventaja. El inconveniente consiste en que el
conocimiento de los detalles puede impedirnos la visión de conjunto. Los
árboles pueden ocultarnos el bosque: el bosque sólo
se ve a simple vista, sin análisis.
LA MATERIA
La mentalidad científica moderna es, en mucha parte, “constructivista”,
perdón por la palabra. Es decir, entiende que explicar una cosa es lo
mismo que decir cómo está hecha, cuáles son sus componentes y como se combinan.
Desde luego una gran parte de la ciencia moderna, la química, la física atómica
y la biología, han progresado a base de analizar los compuestos y encontrar los
elementos y su estructura. Esto lleva a que muchas personas con mentalidad
científica al ver la realidad, piensen siempre en su composición. Ven un
mineral y recuerdan de qué está compuesto. Ven un árbol y recuerdan sus
estructuras. Y lo mismo al ver un perro o una persona. Hoy sabemos que, con
diferentes grados de complejidad, todo está compuesto de los mismos elementos
de la tabla periódica que puso en orden, hace más de cien años, Mendeleiev (+
1907).
Cuando una persona con mentalidad científica ve que muere un animal o una
persona, piensa en las alteraciones orgánicas que se han producido y que hacen
imposible la vida. Tiene razón: para explicar la
muerte basta fijarse en la alteración de los componentes orgánicos. El
problema es que, cuando ven un ser vivo o a una persona piensan que está vivo
sólo porque está construido con estos componentes. Y lo ven como si fuera una
enorme estructura bioquímica que funciona ordenadamente. Muchos dirán que, “en el fondo”, es una aglomeración de materiales
que funciona gracias a las propiedades físicas y químicas de sus elementos. Y
aquí no tienen razón. O, por decirlo mejor, tienen sólo una parte pequeña de
razón. Porque esta explicación es muy reductiva: oculta el misterio de la vida.
Es como si dijéramos que El Quijote es un conjunto ordenado de letras o una casa
un conjunto ordenado de materiales de construcción. Es verdad, pero ocultamos
mucha más verdad de la que decimos.
Ningún materialista aceptaría de buen humor que le cambiaran a su hijo por un
cubo de agua y un saquito de polvo. Y, sin embargo, es verdad que, desde el
punto de vista de los materiales, el hijo es, “en
el fondo”, como toda la materia viva, 80 por ciento de agua y unos pocos
kilos de calcio, carbono y otros elementos químicos. Si fuera consecuente con
lo que piensa, tendría que aceptar el cambio sin pestañear. Pero algo nos dice
que no aceptaría. Y hace bien. Quizá defienda en teoría que es lo mismo, pero
no se atreverá a vivir como si fuera lo mismo. Sólo unos pocos canallas en la
historia han sido capaces de ser consecuentes hasta el final. Los demás se han
sentido paralizados por sus sentimientos humanitarios, por su intuición
espontánea sobre las cosas. Es que algo no cuadra. Quizá los árboles nos
ocultan el bosque.
LA FORMA
¿Por qué la
materia organizada y en funcionamiento es más que la materia suelta?
Plantearse la pregunta así, honradamente, ya es un gran paso, casi una
voltereta, porque nos puede llevar a ver las cosas al revés. Pero es la única
manera de defender que el hijo “es más” que
el cubo de agua y el saquito de polvo.
Bien mirado, es asombroso que la naturaleza resulte ser como un inmenso juego
de construcción, con tanta complejidad y con tantísimas propiedades. Esto lo
entienden mejor los aficionados a las arquitecturas y los mecanos. Hay muchos
juegos de construcción muy buenos. Y se pueden hacer muchas cosas con piezas
simples. Aunque, desde luego, no tantas cosas como las que hace la naturaleza.
No se vende ningún juego con unas piezas tan polivalentes, capaces de formar
tan sorprendentes estructuras.
No existe un juego que permita construir un perro ni nada parecido. Hay mecanos
que permiten construir coches. Te dan las piezas y los planos para ponerlas en
su sitio. Si tienes imaginación, puedes construir también cosas que no están
previstas en los juegos de construcción: palacios
estupendos o mecanismos curiosos. Caben variantes sin límite, infinitas.
Sólo estás limitado por las posibilidades de las piezas. Pero ningún juego de
arquitectura permite construir, por ejemplo, un motor de explosión. Las piezas
no tienen las propiedades mecánicas y térmicas necesarias.
Si tuviéramos piezas de metales muy resistentes y con la forma adecuada,
podríamos acoplarlas y hacer un motor de explosión. Pero sólo si tienen la
forma adecuada. No sirve cualquier pieza. Para hacer un motor de explosión,
primero necesitamos la idea del motor de explosión y luego, con poca libertad,
podemos hacer las piezas. Lo curioso es que aquí vamos en sentido contrario que
el análisis científico normal. No explicamos el motor por las piezas que lo componen,
sino al revés: las características de las piezas se
explican porque las necesitamos para el motor. Lo que manda es la idea
del motor.
Sería ridículo explicar el motor de explosión diciendo que es una acumulación
de piezas. Antes que nada, el motor es una idea. Podemos hacer las piezas con
distintas formas y materiales, pero tenemos que respetar la idea. Se da la
curiosa circunstancia de que las propiedades del motor de explosión son
propiedades de la idea del motor, no de las piezas. Las piezas sueltas no
tienen esas propiedades: si alguien las viera sueltas, no podría deducir las
propiedades del motor. Sólo cuando están unidas según la idea del motor, tienen
las propiedades del motor. El motor tiene más propiedades que las piezas.
Las personas con mentalidad exclusivamente científica están acostumbradas a
explicar la vida por sus elementos. Y dicen que todo es, en el fondo, una
combinación de piezas elementales con propiedades elementales. Todo lo de
arriba se explica por lo de abajo; y, en el fondo, se reduce a lo de abajo. Lo
verdaderamente real es lo de abajo. Esto lo dicen científicos serios (S. W.
Hawking, S. Weinberg, F. Crick) y también otros (C. Sagan, E. O. Wilson, R.
Dawkins) que se dedican a la divulgación de la ciencia y a la extrapolación (a
veces incontrolada) de los conocimientos. Pero es un reduccionismo, tan grande
como explicar una casa sólo por sus ladrillos o El Quijote por sus letras.
Es más: pudiera ser muy bien que el mundo se
explicara al revés, como el motor. Que las características de las piezas
elementales se expliquen por las ideas superiores. Puede ser que haya que
comprender los elementos de la materia como las piezas de algo superior, que
tiene muchas más propiedades que las piezas. Si no, no se puede justificar la
extraordinaria capacidad y polivalencia de este juego de construcción.
Es interesante notar que las ideas, las formas tienen propiedades (el motor de
explosión). Aprovechan las propiedades de sus componentes, pero se comportan
como un conjunto que tiene más propiedades que sus componentes. En la
misteriosa diferencia entre lo vivo y lo muerto, sucede esto, con un nivel de
complejidad fabuloso. Lo vivo, con todo el organismo en su sitio, tiene muchas
más propiedades y muy superiores a lo no vivo. A esto, se le llama, a veces,
emergentismo (M. Bunge): aunque la palabra sugiere una dirección de abajo
arriba.
Quizá haya que dar la vuelta. Quizá sea más sensato pensar que los elementos de
la materia son, en realidad, las piezas de lo vivo. Si la idea de lo vivo no estuviera
de alguna forma prevista en el juego de construcción, ¿cómo
se va a producir ese enorme salto hacia arriba? En los juegos de
construcción, nunca se producen estos saltos de calidad. Y menos por
casualidad. Si metiéramos millones de piezas de arquitectura, en una
hormigonera y dieran vueltas durante miles años, se produciría de vez en cuando
un trozo de pared, pero nunca un castillo y mucho menos un caballo. Por más
vueltas que demos. Y si metiéramos canicas, nunca se produciría nada. No hay
problema en admitir que la forma de un montón de tierra se ha producido por
casualidad. Pero parece absurdo decir que la forma de los seres vivos se ha
producido por casualidad. Las formas superiores tienen que estar previstas de
alguna manera en el juego; tienen que ser posibles. ¿No
habrá que pensar el mundo desde arriba en lugar de pensarlo desde abajo?
EL ESPÍRITU
Los seres vivos son seres animados. Y con esto se expresa toda su capacidad de
obrar, de moverse, de conservarse en unas condiciones, de protegerse del medio,
de alimentarse y de reproducirse. Hay un salto enorme entre las propiedades de
lo vivo y lo que no está vivo. No sólo de orden de complejidad, de cantidad de
materiales puestos en su sitio. Es que, además, hay “ideas
nuevas”, formas superiores, con propiedades nuevas. A medida que subimos
por la escala de la vida, nos encontramos con una conducta cada vez más
compleja e interesante. Una conducta que no se explica por las piezas, que
siempre son las mismas, sino por las formas que integran las piezas.
Y llega un momento en que nos encontramos con otro salto. El nuestro. Cuando
escalamos la vida orgánica, en el nivel más alto nos encontramos con la
conciencia. Y entramos en un terreno increíble. Estamos acostumbrados. Ese es
el problema. Vivimos ahí y todo lo contemplamos desde ahí. Nuestra conciencia
tiene propiedades completamente sorprendentes, pero no nos llaman la atención,
porque estamos acostumbrados a ellas.
En la conciencia, se dan tres propiedades concatenadas: la inteligencia, la libertad y la causalidad espiritual o creatividad.
Nuestro yo tiene las tres propiedades a la vez. La inteligencia es la capacidad
de conocer y pensar con ideas abstractas. La libertad (voluntad) es la
capacidad de diseñar la conducta concreta al pensarla en abstracto. La
causalidad espiritual o creatividad es un efecto de todo esto. Por el dominio
que tenemos sobre nuestra inteligencia y nuestro cuerpo, podemos intervenir en
el mundo físico. Nos movemos en él, cambiamos las cosas de sitio, manejamos
herramientas y construimos. Con esas propiedades, el ser humano ha transformado
la superficie del planeta. Todo lo que vemos alrededor, todo lo que es la
cultura humana, ha nacido de ideas manejadas por nuestra conciencia y
ejecutadas moviendo nuestras manos (y herramientas) con un plan diseñado
libremente.
Nos parece normal. Pero, si lo pensamos científicamente, es extraordinario.
Nuestra capacidad de formar, transmitir y manejar ideas es un misterio. También
lo es nuestra capacidad de concretar previendo y diseñando nuestra conducta
(libertad). Y también lo es nuestra capacidad operativa: es decir, que la conciencia mueva la materia, empezando
por nuestro propio cuerpo y nuestras manos. Si hemos estudiado física,
sabremos que, después de un esfuerzo de investigación gigantesco, hemos llegado
a la conclusión de que todo lo que sucede en el universo se debe a la acción de
cuatro fuerzas elementales. Pues bien, además de las cuatro fuerzas, está
nuestra conciencia que es capaz de mover un cuerpo, el nuestro, y, a través de
él, con herramientas, todo lo demás.
EL SUJETO
Hoy somos más conscientes de lo misterioso que es todo esto cuando queremos
hacer ordenadores que imiten la conducta humana. Nos tropezamos con que los
ordenadores no pueden formar ideas ni entienden las palabras (inteligencia), y
no son capaces de decidir una conducta concreta a partir de ideas abstractas
(libertad). En cambio, son capaces de mover cosas. Un programa de ordenador,
que es algo así como un poco de inteligencia condensada (ideas, formas), es
capaz de obrar, siguiendo un proceso. Por supuesto que obra de una manera muy
rudimentaria y sin creatividad. Tampoco tienen las delicadas relaciones con el
cuerpo que nosotros tenemos: no tienen emociones. Y desde luego no tienen
sentido estético; no tienen sentido del humor; no tienen sentido de la
justicia; y no pueden amar al prójimo como a uno mismo. Esto son sólo
propiedades de nuestra conciencia.
Un ordenador es sólo un procesador de programas. Los ordenadores siguen
procesos, pero no “entienden” las ideas ni
las palabras, sólo las usan. No hay un “yo” que
entienda. No hay un yo que forme ideas, que obtenga analogías, que pase de lo
concreto a lo abstracto ni de lo abstracto a lo concreto. No hay un yo que
entienda y piense en abstracto, que obtenga analogías y las cambie de plano. No
pueden aprender en abstracto y usar lo que ha aprendido en otro contexto, de
manera analógica. Y, como no manejan ideas en abstracto, tampoco pueden
concretar pensando (libertad): no pueden decidir,
no pueden ser creativos, no pueden enfrentarse a problemas nuevos. Son
un conjunto de piezas montadas, con una idea de construcción y algunas ideas
prestadas de funcionamiento. Son capaces de ejecutar procesos pensados por
otros. Pero no hay un sujeto, no hay un protagonista, no hay un yo que sepa lo
que está haciendo.
En cambio, cada uno de nosotros somos un sujeto. Nuestras operaciones
espirituales, la inteligencia, la libertad y la causalidad espiritual tienen un
sujeto y nos convierten en sujetos. Obramos como un sujeto. Es un modo peculiar
y distinto de estar en el mundo. Seres que piensan, que entienden, que extraen
experiencia y conocimiento, y que pueden obrar abriendo caminos. Por eso, cada
hombre es una singularidad en el mundo, que no está explicado por su entorno y
que no se puede reducir a sus piezas. Es un centro de operaciones en el
universo, creativo y autónomo, con un universo mental dentro de la cabeza. Un
universo mental capaz de transformar el mundo físico con ideas y acciones.
La filosofía griega, desde Platón, ya se dio cuenta de este argumento: el
sujeto humano hace operaciones inmateriales y, por tanto, no es material. El
proceso de formación y uso de las nociones abstractas (ideas) no es material;
el uso de la libertad, que permite trazar un camino concreto pensando en
abstracto no es material y contradice el determinismo de la materia; la
causalidad de la conciencia, que opera libremente sobre el cuerpo, no es
material. El comportamiento inmaterial, nos señala que el sujeto es inmaterial.
En los demás seres vivos, no hay sujeto, no hay espíritu, sólo hay una forma
con propiedades espectaculares, una forma que se desvanece cuando se corrompe
el cuerpo (aunque la idea permanece, porque se puede repetir). Pero el ser
humano no es sólo una idea, una estructura repetible, sino un sujeto inmaterial
y autónomo. Y como es inmaterial, no se puede corromper, tiene que ser
inmortal. Este es el argumento clásico de la espiritualidad humana que han
usado todos los espiritualistas, desde Platón hasta Bergson, pasando por Santo
Tomás de Aquino o Descartes.
Combinando elementos de las filosofías de Platón y Aristóteles, Santo Tomás
dedujo que el alma es, a la vez, el sujeto espiritual (Platón) y la forma del
cuerpo (Aristóteles). Es una fórmula feliz, aunque, para entenderla bien, hay
que hacerse una idea de lo que significa el sujeto espiritual en Platón y de lo
que significa la forma en Aristóteles. Otros pensadores modernos han recurrido
a algunas analogías más o menos felices, para señalar la diferencia entre alma
y cerebro. Eccles y Popper, decían que es como el piano y el pianista. Pero es
sólo un ejemplo. El piano puede ser una prolongación del cuerpo, pero no es el
cuerpo. Todas las analogías son defectuosas porque el caso de la relación del
alma y el cuerpo es único. Tenemos una forma con un nivel de unidad y de
estructura tal, que tiene la propiedad de ser un sujeto; es una idea como el “motor de explosión”, pero con tal categoría que
es una persona.
La tradición filosófica entronca la idea del sujeto humano espiritual -la persona- con una aspiración permanente y
espontánea de la humanidad, la supervivencia tras la muerte: es la tercera raíz
de lo que entendemos por alma. La idea de un más allá, donde las personas
perviven es una aspiración que nos encontramos por todas partes y se expresa en
todas las culturas, aunque de distinta manera. Muchas culturas y muchas
religiones afirman que el sujeto humano permanece tras la muerte de algún modo.
Y a lo que permanece, al sujeto, le llaman “alma”.
Es muy difícil pensarse como no existiendo. Esto lo sabía muy bien Unamuno, que
no dejaba de pensar en ello. Es muy difícil pensar que las personas que uno ha
querido son nada cuando mueren. Que esos sujetos libres y únicos, que hemos
querido tanto desaparecen sin más. ¿Cómo he podido
querer tanto a un poco de agua y polvo? ¿Por qué no me da lo mismo que otro
poco de agua y polvo? El más allá es una cuestión oscura, porque no
sabemos cómo pueda ser, pero el deseo de pervivir y el amor a las personas más
allá de la muerte son tendencias claras.
LA PERSONA DESDE LA FE
CRISTIANA
El mensaje cristiano no es filosofía. Pero entronca directamente con las
aspiraciones personales de supervivencia y con las convicciones del amor.
También con las otras raíces que han dado sentido a la palabra alma.
Para la fe cristiana, Dios, que es un ser espiritual, ha creado el mundo. Y lo
ha organizado de arriba abajo, con todas sus propiedades que se despliegan en
la historia del cosmos. Por eso, porque procede de una inteligencia creadora,
el mundo está tan lleno de inteligencia y de altas propiedades. Por eso, el
juego de construcción es tan maravilloso y capaz de tantas cosas.
Además, el mundo visible y material está ordenado al hombre, que es su cumbre,
y, probablemente, la clave de todas sus propiedades. En el ámbito de la
filosofía de las ciencias, se llama “principio
antrópico”, a esta idea: a pensar que el mundo se explica porque está
ordenado al hombre: las curiosas características de
la materia, la sorprendente historia de la evolución, la existencia misma de la
tierra (que es un sistema bien curioso). Pero la Biblia lo da por
supuesto desde sus primeras páginas: el hombre es
la cima del mundo visible, y todo está ordenado a él.
Pero es una cima que supera lo que tiene debajo, porque el hombre ha sido hecho
“a imagen de Dios”. Esta expresión aparece
en el primer relato de la creación, en las primeras páginas de la Biblia, y es
muy importante en la tradición judía y cristiana. Indica que el hombre se
parece a Dios y refleja su imagen sobre el mundo. A semejanza de Dios, el
hombre es un sujeto, un ser inteligente, capaz de obrar creativamente.
El ser humano tiene algo de divino. El segundo relato de la creación, lo
expresa con una imagen: Dios introduce su aliento y
espíritu en el hombre. El hombre no sólo viene de abajo. Viene también
de arriba, del espíritu de Dios. Aunque tenga materia, no se explica por la
combinación aleatoria de las fuerzas de la materia. Tiene algo que viene de
Dios y refleja lo que es Dios.
Pero además, Dios lo ha creado con un fin eterno. El ser humano ha sido creado
para conocer y amar a Dios por toda la eternidad. Ha sido preparado para ese
destino. Dios ha hecho al hombre capaz de conocer y amar, y de durar
eternamente. Este es el argumento religioso para fundamentar y entender que el
hombre es un sujeto espiritual (destinado a conocer y amar) y que es inmortal
(destinado a durar para siempre).
A la religión no le asusta pensar en un sujeto espiritual, no le asusta pensar
en una existencia que no es material, porque cree que Dios es un ser
espiritual. La idea de persona, que es una idea cristiana, expresa la dignidad
de un sujeto espiritual. La calidad de un ser que no se explica por las
analogías y las propiedades de la materia. Ni su ser ni su obrar se pueden expresar
con el vocabulario que se utiliza para la materia.
Al mismo tiempo, el hombre es un ser corporal. Esto no es un añadido. Es su
modo de ser, pertenece a su forma, a su idea, tal como Dios la ha querido.
Sabemos por experiencia que, para que el espíritu pueda expresarse en el
cuerpo, el cuerpo tiene que estar en condiciones. Es preciso que la base
orgánica se haya desarrollado. Si el cerebro no se ha constituido bien, la
conciencia no puede expresarse, no puede abrirse al mundo. Porque el funcionamiento
normal del hombre es una conciencia con un cuerpo; y el cuerpo sitúa a la
persona en el mundo, y sirve de expresión e instrumento a la conciencia. La fe
cristiana cree que el sujeto espiritual permanece tras la muerte, privado de su
cuerpo, pero cree también que su perfección es con el cuerpo, y la alcanzará al
final, en la resurrección. Tiene su modelo en la resurrección de Cristo.
Creemos que en todo ser humano, desde su origen, hay un sujeto espiritual,
aunque todavía no se pueda expresar. Pero hay más. La experiencia nos enseña
que para que la conciencia comience a funcionar, necesita ser hablada. Necesita
ser estimulada por la palabra, despertada por la palabra, por así decir, o por
lo menos por el signo (como el caso de Hellen Keller). Esto lo vemos al
observar cómo se desarrollan los niños, y, por contraste, nos lo confirma la
triste experiencia de los llamados “niños salvajes”
(Enfants sauvages, Feral Children); niños que no han sido criados en un
ambiente humano. Sin una relación humana, la conciencia humana no se puede
desplegar (o lo hace muy rudimentariamente). Esto es asombroso. Es una
manifestación de que el espíritu humano es relacional. La tradición de
pensamiento cristiano ve en esto una huella de que el hombre es un ser para la
relación: procede de la relación con Dios y está
destinado a la relación con Dios.
Para el cristianismo, es un asunto muy serio. La relación humana tiene su
perfección en el amor. La moral cristiana se resume en amar a Dios sobre todas
las cosas; y a los demás como hijos de Dios. Cada persona humana aspira en lo
más hondo a amar y a ser amada, y no le parece que hay mejor bien que éste.
Cuando se entiende el valor de cada persona, se entiende que merece ser amada.
Juan Pablo II le llama a esto la “norma personalista”.
Muchos pensadores cristianos (Marcel, Pieper) se han dado cuenta de que
todo amor encierra un deseo de eternidad. Amar es decir “no morirás”. En los hombres es sólo un deseo. Pero en Dios es
una promesa que crea la realidad. El amor personal de Dios es lo que nos
convierte en sujetos para siempre. Este es el fundamento personal del peculiar
modo de ser del hombre: un sujeto delante de Dios:
un tú creado para siempre por un Yo que es todopoderoso y eterno (Buber).
Hay que terminar. Nos hemos acercado a las experiencias que enraízan la palabra
“alma” y nos habremos dado cuenta de que estamos
hablando de algo muy serio. La palabra “alma” encierra
el misterio de la vida y sus sorprendentes propiedades; el misterio del más
allá y las aspiraciones humanas más profundas; y el misterio de la conciencia
humana, de la inteligencia y la libertad. La palabra “alma”
indica también a la persona, al ser espiritual, querido por Dios y
constituido, por su amor, como un interlocutor para siempre. El alma humana no
es un duende, ni una cosa que esté en el hombre, ni una parte del hombre. Es el
sujeto espiritual, con su forma y sus propiedades, la persona querida por Dios.
Todo esto es lo que lleva dentro la palabra alma.
Juan Luis Lorda
es profesor de Antropología cristiana, doctor en Teología e ingeniero
industrial. El artículo ha sido publicado originalmente en “Nuestro Tiempo” n.
603 (setiembre 2004) 101-108.
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