UNA OBRA EMPAPADA DE ARRIBA ABAJO Y DE PRINCIPIO A FIN POR LA INTENCIÓN APOLOGÉTICA
La apologética católica es tan connatural a
Chesterton que la practicó aun antes de ser católico. Algunos, al conocer su
conversión, creyeron que se trataba de una broma, pues pensaban que siempre lo
había sido.
G.K.
Chesterton (1874-1936) fue
uno de los principales pensadores de su siglo y uno de los grandes maestros en
la historia de la apologética.
Prácticamente todas sus frases, y desde luego su intención desde la primera a
la última, están orientadas a defender la fe cristiana de sus atacantes y
-en un doble ejercicio de caridad- a iluminarla también para ellos no menos que para los católicos fieles.
Hubert Darbon, experto en la obra del escritor inglés y autor,
entre otros títulos, de El mundo según Chesterton (Artège),
aborda esta perspectiva en en el número 364 (diciembre de 2023) de La Nef:
EL
QUE SOLO ERA UNA APOLOGETA
"Santo Padre
lamenta profundamente la muerte Sr. Gilbert Keith Chesterton hijo devoto Santa Iglesia defensor
de talento de la fe católica stop Su Santidad paternalmente simpatiza pueblo de
Inglaterra asegura oraciones querido difunto da bendición apostólica.
Cardenal Pacelli".
Este telegrama,
firmado en nombre de Pío XI por el futuro Pío XII, atestigua la importancia de la obra de Chesterton
en el arsenal intelectual de la Iglesia católica a principios del siglo XX. Una
envergadura que hemos olvidado un poco, aunque todavía hoy nos hace sombra, a
menudo sin saberlo, a través de los escritos de nombres por lo demás célebres,
como Tolkien o Lewis.
Chesterton era enorme en todos los
aspectos. Para empezar, lo era físicamente: un metro noventa y tres, ciento
treinta kilos. Este gigante de proporciones grotescas (tal vez se necesitaba un
cuerpo obeso para albergar un alma tan vasta y ardiente como aquella cuya
partida enlutó a dos Papas) produjo una obra tan densa como prolífica -más de cien libros en toda su vida- y sacudió la vida política de
Inglaterra. Fue coronado con los títulos más grandiosos, desde Apóstol del Sentido Común a Príncipe de la Paradoja, inspiró a decenas de escritores y fue quizá el faro
de más conversos que ningún otro en su siglo, todo ello mientras llevaba una
ajetreada vida como polemista, caricaturista, humorista, poeta, periodista,
novelista y, por supuesto, apologeta.
En realidad, casi
podría decirse que no fue más que un apologeta -que lo fue incluso antes de su
conversión, paradoja que él no negaría-, estando la mayor parte de su obra
dedicada, directamente o no, explícitamente o no, conscientemente o no, a la defensa e ilustración de la fe cristiana, y especialmente, en
sus últimos años, a la expresión de lo que le parecía más justo y más
verdadero: la fe católica.
Su camino como
cristiano fue un largo peregrinaje: educado en el unitarismo, se hizo ateo, se convirtió rápidamente en
espiritista, luego en cristiano de mente, luego de corazón, primero anglicano
(de inspiración anglo-católica), luego católico romano. Cuando en 1922, a la edad de 48 años, entró de lleno en la comunión para no abandonarla nunca, el vicario anglicano de Beaconsfield aprobó: "Está muy bien que nos deje por Roma. Nunca
fue un buen anglicano". El Church Times lamentó que el creciente liberalismo de la Iglesia
anglicana le hubiera "costado el
genio de Chesterton". En realidad, siempre
había sido católico -o, en todo caso, nunca había sido protestante- y muchos de
sus contemporáneos, al conocer la noticia, se preguntaron si no se trataba de
una broma: ¿acaso no era ya
católico? Su gran obsesión, en
cualquier caso, siempre había sido estar del lado de la verdad, comulgar con la gran tradición, sujetar con ambas manos la gran cuerda
que, por un lado, le unía a la Iglesia de los primeros tiempos y de la Edad
Media (y, por la misma razón, a todo lo bueno y justo del paganismo) y, por el
otro, estaba siendo utilizada para domar el enloquecido mundo moderno. En sus propias palabras: "Explicar por qué soy católico presenta la dificultad de que hay
diez mil razones para ello, y que todas esas razones se reducen a una, que es
que el catolicismo es verdadero".
Su apologética no
adoptaba la forma de pesados volúmenes eruditos: era ante todo literatura de combate.
Cuando un día tuvo que reunir sus
pensamientos, dispersos en varias revistas, para exponer su visión cristiana
del mundo en términos claros (en la medida en que podía, ya que la "claridad" chestertoniana tenía a menudo apariencia de
confusión a los ojos de los no iniciados), eligió Herejes como título. Tuvo que
empezar por identificar al adversario, nombrar al enemigo, vilipendiar y
desenterrar las serpientes. Algún tiempo después, la contrapartida fue Ortodoxia -las dos obras, por
cierto, son tan parecidas que suelen leerse como una sola-. Le resultaba
imposible hablar de la fe cristiana desde un púlpito: siempre iba al frente.
'Herejes' y
'Ortodoxia', dos de las obras más sistemáticas de Chesterton, un escritor de
combate.
Porque el mundo no
iba bien: todo lo que él era
se lo debía al cristianismo, hasta su detestación del cristianismo ("el
hombre caído se cansa a menudo del paisaje que conoce bien"), y había
decidido renegar de su herencia para lanzarse, lleno de morbo
sentencioso, a profesar falsedades tan aburridas y tontas como alegres
y razonables eran las verdades que creía derribar. Había decretado que el hombre era un animal como
cualquier otro, y Cristo un hombre como cualquier otro. Chesterton,
con su sorprendente ligereza, agilidad intelectual, extrema finura y virtuoso
uso de la paradoja, se propuso poner el mundo patas arriba.
Lo hizo de forma
brillante en su obra maestra, El hombre eterno,
publicada en 1925, un librito con una premisa bastante simple y bastante
disparatada: contar la historia
del mundo. En su opinión, esta
era la mejor manera de ver al hombre tal como es: mucho más que un animal ("No es natural considerar al hombre como un
producto natural"), y este primer paso
era el requisito previo para la gran experiencia de ver a Cristo tal como es: mucho más que un hombre.
'El hombre eterno',
para muchos, la obra maestra de Chesterton.
En el primer
capítulo, leemos: "Solo entre
los animales, [el hombre] es sacudido por esa magnífica locura llamada risa,
como si hubiera captado con la mirada algún secreto en la forma misma del
universo, desconocido para el universo mismo. Solo entre los animales, siente
la necesidad de apartar sus pensamientos de las realidades profundas de su vida
corporal; de ocultarlas como si estuviera en presencia de una posibilidad
superior, causa de ese misterio que es la vergüenza. Podemos admirar estas
cosas atribuyéndolas a la naturaleza del hombre, o podemos menospreciarlas
considerándolas artificiales; en cualquier caso, siguen siendo únicas. Esto es lo que entendía ese
gran instinto popular llamado religión... hasta que se entrometieron los
pedantes".
La historia del
hombre y de su progreso está entrelazada con la historia de la religión. Y la
verdadera religión, la de nuestros antepasados más lejanos, ha sido
siempre monoteísta (el politeísmo ha sido a menudo la
combinación tardía de varios monoteísmos). Desde la prehistoria, el hombre está
hecho para la verdad, porque es una criatura de la Verdad. La ha buscado, la
ha deseado y ha concebido magníficos mitos sobre ella. Pero estos mitos, por
carecer de algo, siempre acababan resonando en la desesperación. Orfeo no pudo
traer de vuelta a Eurídice. El filósofo y el sacerdote eran irreconciliables.
Entonces llegó el acontecimiento que dio origen a "la segunda mitad de la historia de la
humanidad" y reconcilió y unió la religión y la filosofía. Así como el hombre,
ese artista, ese creador a veces genial y a veces torpe, había comenzado en una
caverna, equipado con su pintura y su intuición del Dios único, así el hombre
que llamamos Cristo nació en una pequeña cueva de Belén, y fue "como una nueva creación del mundo".
"También Dios era un hombre de las cavernas, y también él había dibujado
criaturas de extraña forma y curiosos colores en la pared del mundo; pero las
imágenes que había compuesto habían cobrado vida".
Aunque siempre se
había definido, no sin malicia, como un simple periodista, Chesterton
tenía alma de poeta, y su apologética lo
refleja en cada página. El hombre es un artista: debe mirar el mundo y las
cosas con ojo de artista, es decir, como si las viera por primera vez. Cuando
lo hace, se da cuenta de lo ciego que ha estado y rasga el velo que le separaba
del mundo. Entonces ve que un árbol no sube hasta que cae hacia el cielo; que
un grano de arena es una montaña; que las cosas están al derecho cuando se las
mira al revés; que el Creador mismo es un artista.
Puesto que el plan divino abarca a la humanidad en su
totalidad desde los inicios de su historia, e incluso desde
antes del comienzo de la Tierra, desde que el Dios Todopoderoso se hizo hombre,
e incluso hombre de las cavernas, todo es apologético. Con el ojo adecuado,
podemos detectar las cosas más grandes en las más pequeñas, las incongruencias
más curiosas en las más ordinarias, la sabiduría más profunda en las rarezas o
lugares comunes de la vida cotidiana; incluso a Dios en la historia de un
planeta no mayor que una mota de polvo perdida en el universo.
Traducido por Verbum
Caro.
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