Las tradiciones cristianas y las oraciones. Explicadas por el Cardenal Norberto Rivera.
Por: Norberto Rivera Carrra, Cardenal | Fuente:
Catholic.net
La contemplación es mirada de fe, fijada en Jesús. "Yo lo miro y él me
mira", decía, en tiempos de su santo cura, un campesino de Ars que oraba
ante el Sagrario. Esta atención a Él es renuncia a “mí”. Su mirada purifica el
corazón. La luz de la mirada de Jesús ilumina los ojos de nuestro corazón; nos
enseña a ver todo a la luz de su verdad y de su compasión por todos los
hombres. La contemplación dirige también su mirada a los misterios de la vida
de Cristo. Aprende así el "conocimiento interno del Señor" para más
amarlo y seguirlo (Cf San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales 104). La
contemplación es escucha de la palabra de Dios. Lejos de ser pasiva, esta
escucha es la obediencia de la fe, acogida incondicional de siervo y adhesión
amorosa del hijo. Participa en el “sí” del Hijo hecho siervo y en el
"fiat" de su humilde esclava. La contemplación es silencio, este
"símbolo del mundo venidero" (San Isaac de Nínive, Tractatus Mystici
66) o "amor silencioso" (San Juan de la Cruz). Las palabras en la
oración contemplativa no son discursos, sino ramillas que alimentan el fuego
del amor. En este silencio, insoportable para el hombre "exterior",
el Padre nos da a conocer a su Verbo encar-nado, sufriente, muerto y
resucitado, y el Espíritu filial nos hace partícipes de la oración de Jesús (Catecismo
de la Iglesia Católica 2715 - 2717).
Junto a la oración vocal y a la meditación, la oración contemplativa es una de
las tres grandes clases de oración cristiana. El Catecismo de la Iglesia
Católica las resume así en los números 2721 - 2724:
La tradición cristiana contiene tres importantes expresiones de la vida de
oración: la oración vocal, la meditación y la oración contemplativa. Las tres
tienen en común el recogimiento del corazón. La oración vocal, fundada en la unión del cuerpo con el espíritu en la
naturaleza humana, asocia el cuerpo a la oración interior del corazón a ejemplo
de Cristo que ora a su Padre y enseña el “Padrenuestro” a sus discípulos (el
Catecismo de la Iglesia Católica la explica con más amplitud en los números
2700 - 2704).
La meditación es una búsqueda orante, que hace
intervenir al pensamiento, la imaginación, la emoción, el deseo. Tiene por
objeto la apropiación creyente de la realidad considerada, que es confrontada
con la realidad de nuestra vida (el
Catecismo de la Iglesia Católica la explica con más amplitud en los números
2705 - 2708)
La oración contemplativa es la expresión
sencilla del misterio de la oración. Es una mirada de fe, fijada en Jesús, una
escucha de la Palabra de Dios, un silencioso amor. Realiza la unión con la
oración de Cristo en la medida en que nos hace participar de su misterio (el Catecis-mo de la Iglesia Católica la
explica con más amplitud en los números 2709 - 2719).
Esta forma de oración, la contemplativa, no por ser la última que se trata es
la menos importante. Al contrario, la oración contemplativa es un medio
privilegiado para llegar a un conocimiento íntimo y experimental de Jesucristo
que acrecienta y fortalece el amor a Él. Es, como dice el Catecismo, la expresión sencilla del misterio de la oración (Cf Catecismo de la Iglesia Católica 2713).
Al mismo tiempo, es la oración de los grandes santos, verdaderos maestros de la
unión con Dios: San Ignacio de Loyola, San Juan de
la Cruz, Santa Teresa de Jesús, Santa Catalina de Siena, San Francisco de Asís,
etc. Es un tipo de oración que, precisamente por su simplicidad, está al
alcance de todo el mundo, independientemente de su temperamento o de su mayor o
menor capacidad intelectual. Es aquella en la que resulta más fácil iniciarse
con verdadero fruto, sin rutina.
La oración contemplativa o de contemplación consiste en “hacerse presente” en la escena o el misterio que se contempla.
Es tomar, por ejemplo, un pasaje evangélico y recrearlo en la mente metiéndose
en él como protagonista (tomar el papel de uno de los personajes que
aparecen como, por ejemplo, asumir la figura de Juan a los pies de la cruz de
Cristo en Juan 19, 25-27) o destinatario (pensar que todo eso sucede por mí o para
mí: Cristo nace para mí, muere por mis pecados, etc.). La forma de “meterse” es a través de los sentidos actuados en
y con la imaginación: ver las personas que entran en la escena, oír lo que
dicen o pueden decir, lo que comentan entre sí, mirar buscando
centrar la atención en lo que hacen los personajes, participar, ayudar, etc. Lo que se hace no es
recordar un hecho histórico de forma artificial, sino actualizar la historia de
la salvación compuesta de eventos situados en la historia, pero con un alcance
universal (Cristo cuando muere, muere por los pecados de todos los seres
humanos de todos los tiempos y los redime; cuando nace, nace para todos los
hombres de todas las edades de la historia; sus enseñanzas son también para
siempre y para todos). Por ello, no se trata de ser mero espectador de todos
los sucesos y enseñanzas que presenta el Evangelio, sino de actualizarlos
trayéndolos al aquí y al ahora de nuestras vidas. Por eso es válido revivirlos
en el corazón, recrear un diálogo con el Señor, escucharlo, actuar en las
distintas situacio-nes que presenta la Escritura (por ejemplo, ser recibido en
los brazos del Padre como el hijo pródigo o recibir a Cristo en casa como Marta
y María). De todo ello se sacan enseñanzas muy válidas para la vida espiritual
que ayudan a revisar a fondo la conciencia y a dialogar con más naturalidad con
Cristo.
El centro de este tipo de oración está en la aplicación de los sentidos y de
todas las facultades humanas que actúan a partir de ellos: la imaginación, el
entendimiento, la voluntad. Efectivamente, el contemplar los misterios y meter
en ellos el oído, el gusto, la vista, hace más fácil el paso a los sentimientos
(por ejemplo, el amor a Dios al ver cómo nos acoge y perdona, el deseo de
seguir a Cristo al ver su compor-tamiento paciente y humilde en los
sufrimientos de la pasión, el contento, el descontento, el rechazo, la
confianza, la alegría, etc.), a la valoración y apropiación de las verdades de
fe (por ejemplo, la maldad del pecado al ver lo que hace Cristo para borrarlo,
la divinidad de Cristo al contemplar su resurrección o los milagros que
realizaba, etc.) o a las resoluciones de la voluntad (por ejemplo, el deseo de
no cometer ningún pecado para corresponder así a la amistad de Cristo que
sufrió mucho por mí, el propósito de confesar los propios pecados al contemplar
la misericordia que usó Jesucristo con la adúltera, la resolución de imitar el
amor de Cristo en el perdón y la disculpa de las ofensas al contemplar el
momento en que pronuncia la frase: “perdónalos
porque no saben lo que hacen” o el servicio humilde a los demás cuando
les lava los pies en la Última Cena). Esto es lo que hace más sencillo este
tipo de oración, porque involucra a todo el ser humano. En otras formas de
oración resulta más trabajoso meter todas las facultades humanas.
El dinamismo de este modo de oración es, por tanto, el siguiente: parte de la
contemplación de un misterio o de un hecho de la vida del Señor, de la
Santísima Virgen o de la Historia de la salvación (ver las personas, escuchar
lo que dicen, considerar las acciones) y sus implicaciones para la propia vida,
hasta llegar a los afectos y las mociones de la voluntad que engendran la
decisión de la entrega, el seguimiento y la imitación. Al final se recogen los
frutos de la contemplación, que son muchos y, seguramente, el más importante es
que nos hace partícipes del misterio de
Cristo (Cf Catecismo de la
Iglesia Católica 2718).
Todo lo dicho hasta aquí podría hacer pensar que en la oración contemplativa se
avanza casi sin esfuerzo. Sin embargo, la oración contemplativa también
requiere de ese necesario combate de la
oración para vencer las
objeciones, las distracciones, las dificultades, las tentaciones, y perseverar
en el amor (Cf Catecismo de la Iglesia Católica 2725 - 2758). “La oración es un
don de la gracia y una respuesta decidida por nuestra parte. Supone siempre un
esfuerzo. Los grandes orantes de la Antigua Alianza antes de Cristo, así como
la Madre de Dios y los santos con Él, nos enseñan que la oración es un combate.
¿Contra quién? Contra nosotros mismos y contra las astucias del Tentador que
hace todo lo posible por separar al hombre de la oración, de la unión con su
Dios. Se ora como se vive, porque se vive como se ora. El que no quiere actuar
habitualmente según el Espíritu de Cristo, tampoco podrá orar habitual-mente en
su Nombre. El combate espiritual de la vida nueva del cristiano es insepara-ble
del combate de la oración” (Catecismo de la Iglesia Católica 2725).
Como ya se ha dicho, la contemplación simplifica mucho el trabajoso esfuerzo
por poner orden e interés en todas las facultades durante la oración. Esto se
verifica de modo especial con la imaginación, que Santa Teresa definió como “la loca de la casa” (Cf Castillo Interior, Moradas
IV, capítulo 1, 13), y que siempre resulta difícil convertirla en aliada de la
oración. Con este método contemplativo está siempre activa y metida de lleno en
la recreación de los hechos que se presentan como fondo de nuestro diálogo con
Dios. Para otros tipos de distracciones, siempre será conve-niente tener en
cuenta lo que dice el Catecismo de la Iglesia Católica en el número 2729: “Salir a la caza de la distracción es caer en sus redes;
basta volver a concentrarse en la oración: la distracción descubre al que ora
aquello a lo que su corazón está apegado. Esta humilde toma de conciencia debe
empujar al orante a ofrecer al Señor para ser purificado. El combate se decide
cuando se elige a quién se desea servir”. Combatir las distracciones es
absurdo; lo mejor, la única solución, es simplemente volver a concentrarse en
la contemplación. De todas formas, hay que pedir a Dios la gracia de eligirlo
siempre a Él y no a la distracción.
Siempre, para evitar la subjetividad, resulta muy importante seguir los textos
de la Sagrada Escritura o de la liturgia y marcarse con claridad el fruto que
se desea alcanzar de Dios como, por ejemplo, el amor de Pedro que sabe
rectificar y pedir perdón por haber traicionado al Señor. Para que sea de
verdad oración, todo esto ha de hacerse buscando el diálogo con Dios y la
respuesta personal llevada a la vida. De nada serviría el esfuerzo si las
actitudes, los afectos, las decisiones, que nacen en la contemplación, no
tuviesen ningún efecto en la vida de todos los días. Esta gracia hay que
pedírsela a Dios y, al mismo tiempo, hay que buscar sacar aplicaciones
concretas de lo que se aprendió y contempló en la oración.
Por sus características, la contemplación tiene que hacerse con tranquilidad,
con el tiempo suficiente. El Catecismo de la Iglesia Católica nos recomienda lo
siguiente al respecto: “La elección del tiempo y de
la duración de la oración de contemplación depende de una voluntad decidida,
reveladora de los secretos del corazón. No se hace contemplación cuando se
tiene tiempo, sino que se toma el tiempo de estar con el Señor con la firme
decisión de no dejarlo y volverlo a tomar, cualesquiera que sean las pruebas y
la sequedad del encuentro. No se puede meditar en todo momento, pero sí se
puede entrar siempre en contemplación, independiente-mente de las condiciones
de salud, trabajo o afectividad. El corazón es el lugar de la búsqueda y del
encuentro, en la pobreza y en la fe” (Catecismo de la Iglesia Católica
2710).
Otro elemento que beneficia la oración contemplativa es el silencio. Toda
oración requiere concentración, es decir, una atención lo más completa posible
a lo que se está contemplando. Para ello, hay que olvidarse de todo lo demás y
buscar un ambiente adecuado que no ofrezca estímulos que distraigan nuestra
atención del diálogo con Dios. Vale la pena abandonar momentáneamente muchas
cosas para meterse a fondo en la oración y después salir de ella enriquecidos.
Soy consciente de que faltan por tratar muchos temas relacionados con la
oración y muchas formas de oración como la Liturgia de las Horas, el Ángelus,
las novenas, la meditación cristiana, que no tiene nada que ver con las
modernas formas de meditación, etc. Espero, con la ayuda de Dios, poder hacerlo
en otro momento. Hay dos milenios de tradición cristiana en la que los
discípulos de Cristo han buscado dialogar con su Maestro y toda esa riqueza es
imposible agotarla en tan pocas páginas. Este esfuerzo se hizo con el fin de
acercar un poco ese tesoro a los fieles de la arquidiócesis de México esperando
que les sea de utilidad para conocer y amar mejor a Jesucristo, centro de la
vida del hombre, verdadero y único Salvador.
No hay comentarios:
Publicar un comentario