Te lo explicamos con esta sencilla animación.
Por: Daniel Prieto | Fuente: Catholic-link.com
Tengo miedo ¿Es bueno o
malo? ¿Lo combato o lo asumo? ¿Cuál es la postura cristiana
ante esta “experiencia” tan humana? El
video de hoy nos deja entrever o intuir algo, pero no lo suficiente. Por eso “es menester distinguir”.
A nivel psicológico el miedo está vinculado a la
percepción de un peligro que creemos real y puede
manifestarse en relación a cosas particulares (fobias), o ser extendido
hasta la pérdida
total de control (pánico). También
puede tratarse de un agudo sufrimiento interior
(ansiedad), o pierde su rostro definido y se
prolonga, invadiendo profundamente el ánimo de la persona (angustia).
Estas experiencias por supuesto no son buenas para el hombre, pues le llenan el
corazón de desconfianza, lo encierran en sí mismo, y así le impiden abrirse con
libertad a Dios y a sus hermanos.
En el mundo occidental se está produciendo una
extraña paradoja en relación al miedo: por un lado la tecnología y el
desarrollo han permitido un bienestar y una “seguridad”
sin precedentes; las posibilidades de diagnosticar y curar las
enfermedades, de prolongar la vida, de proteger lugares, de resolver toda
clases de problemas o dificultades, son enormes; sin embargo la proliferación de la desconfianza, del miedo, de la ansiedad, ha
aumentado de manera desproporcionada ¿Por qué se da este fenómeno?
Parece ser que a las nuevas generaciones mientras
más se las “resguarda”, se las “engríe”, se las “aburguesa”
a través de estas nuevas comodidades tecnológicas, menos son capaces de
madurar. Esto porque en el fondo se les priva de tener que enfrentar la
vida en su radicalidad y dureza, y aprender así de los porrazos necesarios.
Además la vida comienza a parecerles un juego, pues se les enseña a
dominarlo todo, a tener todo a disposición y de manera rápida, todo fácil, todo
al alcance de la mano, con un “click”, todo
bajo control. Entonces las incertezas futuras, los compromisos a largo
plazo (o por toda la vida), los mensajes que piden una espera paciente y
prolongada, y las tantas realidades misteriosas e irresolvibles de la vida, se
vuelven insoportables. Los jóvenes se angustian cuando se enfrentan a esos
límites a los que no están acostumbrados y ante los cuales no saben qué hacer,
porque no se les dejó crecer al ritmo natural de las etapas de la vida.
Han surgido por este motivo (entre tantos otros)
una serie de enfermedades que, como epidemias, están afectando especialmente a
los grupos más jóvenes: depresión, acedia, stress, sin sentido de la vida,
suicidios, etc… Detrás de todas ellas, se pueden ver esos fantasmas del
miedo: miedo ante el futuro incierto, ante el fracaso, ante el dolor, ante el
descontrol, ante la soledad. Por su supuesto, los medios de comunicación no
ayudan mucho en la tarea de combatir estos fantasmas; más bien empeoran la
situación. En sus noticias, siguiendo las corrientes que promueve “don dinero” (y de los potentes que le sirven)
para vender más, muestran solo el lado dramático de la vida, y exagerando
apocalípticamente el peligro inminente de una serie de enfermedades, invitan a
comprar miles de medicinas; o a través del peligro de las guerras y del
terrorismo, nos convences de que es necesario armarse hasta los dientes y
llenar toda la casa de alarmas; o ante los posibles accidentes y fracasos, es
fundamental adquirir los más variados tipos de seguros. El hombre queda así postrado ante una cultura del miedo y de la
desconfianza. ¿Cómo se defiende muchas veces ante ella?
Sin amor es imposible que surja esa necesaria
esperanza que nos permite afrontar las vicisitudes de la vida, porque el amor
constituye la sustancia sobre la cual se construye dicha fe (confianza) y de la
cual surge tal esperanza.
Por un lado se busca relativizar y quitarle el peso a aquello que nos atemoriza, no
enfrentándolo con madurez, más bien caricaturizando todo en un modo infantil.
Se ridiculizan las muertes, las enfermedades, las crisis, los problemas y
accidentes. De todos se hace un “meme” y así
se les banaliza, haciéndoles perder su poder.
Por otro lado también el consumismo se
ha convertido en una especie de paliativo del miedo, pues la acumulación de bienes nos da la falsa
experiencia de dominio, de seguridad ante el futuro, de satisfacer ese vacío
que intranquiliza. A su vez, esta empresa tiene sus días contados, y acabará,
tarde o temprano, por agravar la situación de quien la emprende. ¿Cómo actuar entonces para superar este miedo que
paraliza y aliena la existencia?
El individualismo materialista que nos lleva a
confiar solo en nuestras fuerzas y en aquello que podemos poseer o construir,
crea en realidad sujetos autónomos, tristes y frágiles, incapaces de confiar y
correr el riesgo de abrir su corazón a los demás, condición fundamental del
amor. Sin amor es imposible que surja esa necesaria esperanza que nos permite
afrontar las vicisitudes de la vida y de sus límites (el sufrimiento, el mal,
la muerte, etc). El amor constituye la sustancia sobre la cual se construye
dicha fe (confianza) y de la cual surge la esperanza que nos permiten
abrazar la vida en su radicalidad con plenitud. Dios es amor.
Dios nos amó primero, ésta es la piedra angular para vencer el temor.
El amor no es algo que se puede comprar, poseer,
construir, controlar o medir a través de “likes”. Exige por el contrario paciencia,
confianza, gratuidad, apertura, sacrificio. Por eso el miedo construye una
muralla contra la potencia del amor y la fe. Jesús reprende a sus discípulos
cuando –por temor– dudan (en la tormenta, o a Pedro cuando desconfía
mientras camina sobre las aguas). ¿Por dónde empezar? Empecemos a
amar más a Dios y en especial a nuestros hermanos que son el rostro visible de
Cristo, y dejémonos amar por ellos.
No busquemos las efímeras compensaciones materiales y la insana
independencia que producen solo soledad y desierto, incrementando el temor. El
amor puede y nos hará libres. Abramos nuestro corazón al encuentro y a la
amistad. Ya lo decía el mismísimo San Juan:
No hay temor en el amor; sino que el amor perfecto expulsa el
temor, porque el temor mira el castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud
en el amor. Nosotros amemos, porque él nos amó primero. Si alguno dice:
«Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su
hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de él
este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano.1 Jn
4, 18-20
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