Estos pasados días, en mi novela sobre el exilio babilónico, he estado profundizando sobre la complejidad que conlleva poner un nuevo rey en Jerusalén que tiene pleno poder en su reino y que ha de mantener el vasallaje a Nabucodonosor. Había que escoger muy al sujeto para conjugar en él dos elementos: pleno poder y sumisión.
Se pondrá
en el trono a un joven de 21 años que tardará poco en rebelarse contra
Babilonia.
¿Por qué se rebeló?
¿No había sido testigo del poder de Mesopotamia?
¿No había visto cómo habían sido conquistados los reinos vecinos por
Nabucodonosor?
¿Por qué alzarse contra el rey de oriente cuando Israel había sido
aniquilado y Judá reducido a la mitad de habitantes tras las deportaciones de
la primera toma de Jerusalén? ¿Por qué volver a la guerra en un momento de
evidente debilidad?
Se podría
pensar que fue un entusiasmo religioso que los llevó a confiar en Dios, pero lo
cierto es que fue una etapa de especial frialdad religiosa.
Estoy
disfrutando mucho con la redacción de esta historia. Me hallo en uno de esos
momentos en los que la historia te lleva a un remolino que te arrastra hacia
adentro. El remolino es la tormenta perfecta que lleva al último reino de los
hebreos hacia el abismo de su destrucción, ahora total.
Cierto
que por Voluntad de Dios el pueblo no fue aniquilado como era de esperar. Pero
sus gobernantes llevaron al reino hacia el abismo.
Lo
llamativo es lo pequeño que fue el pueblo hebreo que retornó. El exilio no fue
un episodio más en la historia, sino un episodio traumático a más no poder. Un
episodio de humillación y sufrimiento descrito de manera poética por los
profetas, pero que en toda su crudeza debió ser espantoso. La experiencia de un
pueblo sometido como esclavo en la tierra de otro pueblo siempre era terrible.
No dura, sino terrible.
P. FORTEA
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