Al anochecer, más de cien mil personas se reunieron en la plaza de San Pedro del Vaticano. Los gritos de la gente llegaron hasta la habitación del Papa...
Por: Alfonso Saborido Salado / Otros | Fuente:
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El jueves 11 de Octubre de
1962, al anochecer, más de cien mil personas se reunieron en la plaza de San
Pedro del Vaticano. Los gritos de la gente llegaron hasta la habitación del
Papa, Juan XXIII, que impresionado se acercó a la ventana y vio una multitud de
personas con antorchas a las que les dirigió unas ungidas palabras.
Narra Mons. Capovilla (*) que «aquella noche, el papa Juan estaba muy emocionado. No hablaba, vivía
como ensimismado. Se sentía ya enfermo. Para él, lo importante era que el
concilio había empezado. No le preocupaba si lo podría acabar él o su sucesor.
Estaba sereno. Por la noche, la Acción Católica había congregado en la plaza de
San Pedro a 100.000 personas, con las antorchas en la mano. Era un espectáculo.
Le pedimos que se asomara a la ventana y dijera unas palabras, pero se enfadó:
'Ya he hablado una vez. Basta', les dijo». Y Capovilla añadió: "Le gustaba hablar poco y con gran sencillez, para
que le entendieran todos. Y sobre todo huía de los aplausos de la masa, que le
molestaban mucho. Cuando alguien le pedía que preparara un discurso, por
ejemplo, para los presos, decía: 'Si quieren que hable de los presos, prepararé
un documento sobre el tema, pero si yo voy a ver a los presos quiero sólo
abrazarles y hablarles con el corazón de lo que me salga en ese momento".
Aquella noche, los gritos de la gente reunida en la plaza subían hasta las
habitaciones pontificias. Capovilla le dice: "Santo
Padre, asómese por lo menos a los cristales para contemplar el espectáculo de
las antorchas". Se asomó a la ventana y debió impresionarse, porque
le dijo al secretario: "Abra la ventana y
ponga el tapiz rojo". Se asomó, y en ese momento se encontró frente
a él con la luna llena. Y fue cuando pronunció, improvisándolo, el famoso
discurso de la luna ("también ella está
contenta hoy") y de la caricia a los niños:
«Queridos hijitos, queridos
hijitos, escucho vuestras voces. La mía es una sola voz, pero resume la voz del
mundo entero. Aquí, de hecho, está representado todo el mundo. Se diría que
incluso la luna se ha apresurado esta noche, observadla en lo alto, para mirar
este espectáculo. Es que hoy clausuramos una gran jornada de paz; sí, de paz:
“Gloria a Dios y paz a los hombres de buena voluntad” (cf.
Lc 2,14).
Es necesario repetir con frecuencia este deseo.
Sobre todo cuando podemos notar que verdaderamente el rayo y la dulzura del
Señor nos unen y nos toman, decimos: He aquí un
saboreo previo de lo que debiera ser la vida de siempre, la de todos los
siglos, y la vida que nos espera para la eternidad.
Si preguntase, si pudiera pedir ahora a cada
uno: ¿de dónde venís vosotros? Los hijos de
Roma, que están aquí especialmente representados, responderían: “¡Ah! Nosotros somos vuestros hijos más cercanos; vos
sois nuestro obispo, el obispo de Roma”.
Y bien, hijos míos de Roma; vosotros sabéis que
representáis verdaderamente la Roma caput mundi, así como está llamada a ser
por designio de la Providencia: para la difusión de
la verdad y de la paz cristiana.
En estas palabras está la respuesta a vuestro
homenaje. Mi persona no cuenta nada; es un hermano que os habla, un hermano que
se ha convertido en padre por voluntad de nuestro Señor. Pero todo junto,
paternidad y fraternidad, es gracia de Dios. ¡Todo,
todo! Continuemos, por tanto, queriéndonos bien, queriéndonos bien
así: y, en el encuentro, prosigamos tomando aquello que nos une, dejando
aparte, si lo hay, lo que pudiera ponernos en dificultad.
Fratres sumus. La luz brilla sobre nosotros, que
está en nuestros corazones y en nuestras conciencias, es luz de Cristo, que
quiere dominar verdaderamente con su gracia, todas las almas. Esta mañana
hemos gozado de una visión que ni siquiera la Basílica de San Pedro, en sus
cuatro siglos de historia, había contemplado nunca.
Pertenecemos, pues, a una época en la que somos
sensibles a las voces de lo alto; y por tanto deseamos ser fieles y permanecer
en la dirección que Cristo bendito nos ha dejado. Ahora os doy la bendición.
Junto a mí deseo invitar a la Virgen santa, Inmaculada, de la que celebramos
hoy la excelsa prerrogativa.
He escuchado que alguno de vosotros ha recordado
Éfeso y las antorchas encendidas alrededor de la basílica de aquella ciudad,
con ocasión del tercer Concilio ecuménico, en el 431. Yo he visto, hace algunos
años, con mis ojos, las memorias de aquella ciudad, que recuerdan la
proclamación del dogma de la divina maternidad de María.
Pues bien, invocándola, elevando todos juntos
las miradas hacia Jesús, su hijo, recordando cuanto hay en vosotros y en
vuestras familias, de gozo, de paz y también, un poco, de tribulación y de
tristeza, acoged con buen ánimo esta bendición del padre. En este momento, el
espectáculo que se me ofrece es tal que quedará mucho tiempo en mi ánimo, como
permanecerá en el vuestro. Honremos la impresión de una hora tan preciosa. Sean
siempre nuestros sentimientos como ahora los expresamos ante el cielo y en
presencia de la tierra: fe, esperanza, caridad,
amor de Dios, amor de los hermanos; y después, todos juntos, sostenidos por la
paz del Señor, ¡adelante en las obras de bien!
Regresando a casa, encontraréis a los niños;
hacedles una caricia y decidles: ésta es la caricia
del papa. Tal vez encontréis alguna lágrima que enjugar. Tened una
palabra de aliento para quien sufre. Sepan los afligidos que el papa está con
sus hijos, especialmente en la hora de la tristeza y de la amargura. En fin,
recordemos todos, especialmente, el vínculo de la caridad y, cantando, o
suspirando, o llorando, pero siempre llenos de confianza en Cristo que nos
ayuda y nos escucha, procedamos serenos y confiados por nuestro camino.
A la bendición añado el deseo de una buena
noche, recomendándoos que no os detengáis en un arranque sólo de buenos
propósitos. Hoy, bien puede decirse, iniciamos un año, que será portador de
gracias insignes; el Concilio ha comenzado y no sabemos cuándo terminará. Si no
hubiese de concluirse antes de Navidad ya que, tal vez, no consigamos, para
aquella fecha, decir todo, tratar los diversos temas, será necesario otro
encuentro. Pues bien, el encontrarse cor unum et anima una, debe siempre
alegrar nuestras almas, nuestras familias, Roma y el mundo entero. Y, por
tanto, bienvenidos estos días: los esperamos con gran alegría».
Nota:
* Loris Francesco Capovilla (14 de octubre de 1915) es un cardenal italiano, el más
longevo de la Iglesia Católica. Fue creado cardenal por el Papa Francisco en
2014. Inició su labor como sacerdote patriarcal con el cardenal Angelo Giuseppe
Roncalli, electo Patriarca de Venecia en 1953, que lo tomó como su secretario
personal. Después de ser elegido como Juan XXIII, Capovilla mantuvo su puesto y
asignación y le siguió a Roma. Fue su más estrecho colaborador durante su
pontificado, que terminó en 1963, participando también en el Concilio Vaticano
II.
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