El cáliz que prometiera beber un día lejano en Palestina estaba pronto con toda su amargura...
Por: Casimiro Sánchez Aliseda | Fuente:
www.mercaba.org
Ni la historia ni la hagiografía han estado
acertadas al transmitirnos la efigie física y moral del apóstol San Juan. Nos
han legado de él una imagen tierna y cromática, un santo imberbe, casi
feminoide, cuando, en realidad, fue un carácter vigoroso y fuerte.
Aceptamos con facilidad que los demás
apóstoles fuesen duros, podríamos decir que hasta broncos. La obra pedagógica
de Jesús sólo penosamente logró limarlos, debiendo confiar al Espíritu la tarea
de hacer de aquellos galileos ásperos unos instrumentos aptos para el
apostolado. Pero con San Juan hacemos una excepción. Indefectiblemente le damos
el calificativo del "discípulo amado", el
que tuvo la dicha suprema de recostar su cabeza sobre el pecho del Señor en la
última cena, y ya no pensamos en más, creyendo haber agotado su biografía y su
psicología. De esta forma nos quedamos a la mitad del camino, no atisbando más
que uno de los aspectos de su personalidad polifacética.
LOS
HIJOS DEL ZEBEDEO
A Juan hay que asociarle con su hermano
Santiago, juntos forman ambos un excelente binomio, son los "hijos del Zebedeo", los pescadores
ribereños del Tiberíades, hechos a las faenas rudas de la pesca, a las
tormentas del lago y a la exaltación religiosa.
Los hijos del Zebedeo tenían la conciencia
de su propio valor. Su categoría social les colocaba en una situación
desahogada, como patronos de una embarcación, con un negocio próspero, que
consentía tener criados y todo. Trabajaban, sí, pero también mandaban, y además
tenían ambiciones.
El Maestro conoció primero a Juan, que era
discípulo del Bautista y esperaba confiadamente la "redención
de Israel". Con mucha fe, con mucho ardor, pero con ideas un tanto
confusas. Porque la predicación del Bautista, rígido y austero como un esenio,
cubierto con una piel de camello y alimentándose de langostas y miel silvestre,
arrebataba el entusiasmo de los aldeanos que rodeaban el Jordán. Ellos captaban
con avidez sus palabras, mas lo único que percibían con claridad era que "el reino de Dios estaba próximo".
Aquel reino de Dios iba envuelto en
conceptos mesiánicos, expresados con bellas imágenes de los antiguos profetas,
donde era difícil separar la metáfora de la realidad. Así cada uno alimentaba
en su interior un reino conforme a sus ideales. Juan, espíritu recto, soñaría
con un reino religioso, sin duda alguna, donde el Mesías, Cordero de Dios, que
iba a redimir a su pueblo, le devolvería la santidad que el pecado le
arrebatara, pero donde hubiera a la vez cargos importantes, con
responsabilidad, mando y honor.
Este dualismo en la psicología del apóstol
perdura a lo largo de todo el Evangelio, si bien se hace mucho más acusado
cuando se juntan ambos hermanos, Santiago y Juan. Entonces la unión hace la
fuerza y se sienten doblemente atrevidos y audaces.
Juan fue con Andrés de los primeros entre
los discípulos que tomaron contacto con Jesús. Con precisión encantadora,
recordando, a pesar de los muchos años, hasta el instante del encuentro, nos ha
legado Juan el relato de aquella primera entrevista:
"Al día
siguiente, otra vez hallándose Juan con dos de sus discípulos, fijó la vista en
Jesús que pasaba, y dijo, He aquí el Cordero de Dios. Los dos discípulos que le
oyeron siguieron a Jesús. Volvióse Jesús a ellos y, viendo que le seguían, les
dijo: ¿Qué buscáis? Dijéronle ellos: Rabbi, que quiere decir Maestro, ¿dónde
moras? Les dijo: Venid y ved. Fueron, pues, y vieron dónde moraba, y
permanecieron con El aquel día. Era como la hora décima" (Jn. 1,
35-39).
Aquello no fue todavía la vocación al
apostolado, aunque fue el encuentro providencial que determinó la suerte de sus
vidas. Permaneciendo con Jesús "todo aquel
día" quedaban maduros para la ulterior llamada.
Juan y Andrés fueron proselitistas. De
Andrés sabemos que presentó a Jesús a su hermano Simón, el futuro Pedro. Juan hablaría
de estas cosas con Santiago... Ya todo lo demás se desarrolló normalmente.
Pasando Jesús por la ribera del lago,
mientras ellos remendaban sus redes, les invitó a seguirle: "Venid conmigo, y os haré pescadores de
hombres". Y ellos, generosos, dejándolo todo, le siguieron.
A Juan le encontramos en el Evangelio
entre los íntimos del Maestro, formando con su hermano Santiago y con Simón
Pedro el trío de confianza. Jesús les lleva a la resurrección de la hija de
Jairo, a los resplandores de su transfiguración, a las congojas de su agonía en
Getsemaní. Juntos los vemos también, aunque con algunos más, cuando la
deliciosa aparición en el lago de Tiberíades.
Desde el primer momento, Cristo impuso a
los dos hijos del Zebedeo el sobrenombre de Boanerges, "los
hijos del trueno" (Mc. 3,17), porque eran súbitos como el rayo.
Alguna anécdota de este carácter
impulsivo, que no conocía la ponderación, ha llegado hasta nosotros, como
cuando quieren que descienda fuego del cielo sobre la aldea samaritana que se
negó a recibirles al ir en peregrinación a Jerusalén. Jesús les reconviene
dulcemente: "No sabéis de qué espíritu
sois" (Lc. 9,55). También en otra ocasión el Maestro desaprueba la
conducta de Juan, que había prohibido actuar a un exorcista espontáneo, que, sin
ser de los doce, arrojaba los demonios en nombre de Jesús. "No se lo prohibáis —le dice—; quien no está contra vosotros trabajaba a favor
vuestro" (Mc. 9,39).
Sin embargo, la escena que retrata al vivo
las ambiciones de ambos hermanos es aquella en que interviene su madre para
solicitar a favor de ellos los dos primeros puestos en el futuro reino.
Las circunstancias en que formula su
petición no podían ser más inoportunas. La caravana apostólica marcha hacia
Jerusalén para celebrar la Pascua, la última que Jesús comerá con los suyos,
conforme acaba de manifestárselo con toda claridad, al predecirles que en ella
tendrán cumplimiento los vaticinios referentes a su pasión y muerte. Y en ese
instante es cuando se acerca Salomé adorándole y pidiéndole algo.
—¿Qué quieres?
—le dice Jesús.
La madre contesta con decisión y sin
rodeos:
—Di que estos dos
hijos míos se sienten contigo en tu reino, uno a tu derecha y otro a tu
izquierda.
Jesús debió sonreírse ante tan extraña
petición, formulada en el momento en que predice un reino levantado sobre una
cruz. Pero comprendió que ni la madre ni los hijos estaban para reconvenciones.
Optó por tentar su generosidad.
—No sabéis lo que
pedís... Pero, en fin, ¿seréis capaces de beber el cáliz que yo tengo que
beber?
Y aquí es donde se retratan los dos
hermanos. Valientes, decididos, incontenibles, como cuando a la llamada del
Maestro dejaron a su padre el Zebedeo en la nave con los criados, así ahora
responden sin quedarles nada dentro, dispuestos a todo.
Tanto arrojo, que en otros labios hubiera
sonado a bravuconería, debió agradar a Jesús, que les dijo:
—Está bien. Mi cáliz
lo habréis de beber; pero en cuanto a sentaros a mi derecha y a mi izquierda no
corresponde a mí el dároslo, pues es cosa que tiene preparada mi Padre (Mt.
20,20-23).
Los demás condiscípulos, al ver las
pretensiones de los Zebedeos y de su madre, se indignaron. No por verles
privados de espíritu evangélico, sino porque también a ellos les tentaban
iguales ambiciones, aunque les faltase el arrojo de los Hijos del Trueno para
formularlas, y una madre con indiscutibles derechos para interceder. Porque
Salomé había dejado marchar generosamente a sus hijos y, además, ella misma seguía
a Jesús sirviéndole en su peregrinar.
Esta decisión de los dos hermanos es más
intrépida en Juan, a pesar de ser el más joven. Jesús le escoge a él y a Pedro
para misiones arriesgadas, como buscar el cenáculo de la Pascua, sin que
trascienda el sitio a los restantes, y menos a Judas.
Emparejado a Pedro aparece asimismo en
otros momentos solemnes, como en la hora de la cena, al inquirir, sin levantar
sospechas, quién era el traidor. En aquella ocasión Juan se muestra mucho más
prudente que el arrogante Pedro, y sabe reaccionar con cautela y eficiencia
después del desconcierto del huerto, siguiendo decididamente a Jesús hasta la
casa de Anás, donde no sólo entra él, por sus conocimientos con la familia del
pontífice, sino que consigue paso libre para el mismo Pedro.
Al día siguiente, a la hora terrible de la
crucifixión, sólo Juan persevera con las santas mujeres en el monte Calvario.
El recogió las últimas palabras del Maestro, él se hizo cargo de su Madre
desolada, él asistió al embalsamamiento de su cuerpo destrozado, cooperando a
enterrarlo en el sepulcro nuevo de José de Arimatea. Sus retinas asombradas
tomaron fielmente nota del trascendental acontecimiento, y como un notario
levantó acta de todo el suceso: “El que lo vio da
testimonio, y sabemos que su testimonio es verdadero" (Jn. 19,35).
Y al igual que fue testigo y evangelista
de la pasión lo será de la resurrección de Cristo.
AUNQUE TESTIGO
DIFÍCIL E INSOBORNABLE.
Porque, si llega el primero en la mañanita
del domingo al sepulcro de Jesús, no fue allí con la esperanza de encontrarle
resucitado. María Magdalena, exaltada de dolor, había venido a traer la
inesperada noticia: "Han robado al Señor, y no
sabemos dónde lo han puesto".
Corrió Juan y corrió Pedro, más la juventud del discípulo amado le hizo llegar primero al
huertecillo de José de Arimatea, si bien, deferente con el cabeza del colegio
apostólico, no entró en la cámara mortuoria hasta haberlo hecho Simón Pedro.
Observó entonces los lienzos enrollados, el sudario colocado aparte, todo
recogido cuidadosamente sin el cuerpo de Jesús... Y confiesa ingenuamente que
es entonces cuando "vio y creyó" (Jn.
20, 8). Porque no conocían las Escrituras referentes a la resurrección de Jesús
de entre los muertos.
POR
ESTAS RAZONES LA IGLESIA HA ESCOGIDO A SAN JUAN, COMO EL APÓSTOL DE LA PASCUA
CRISTIANA.
Él ha
recalcado que la resurrección tuvo lugar una
sabbati el día primero de la
semana, que en honor de Cristo resucitado se llamaría domingo o "día del
Señor". Por la tarde de ese mismo día —nos dice— se apareció Jesús "a los discípulos congregados en un mismo
lugar" (Jn. 20, 19). Y a los ocho días —otra vez domingo— vuelve a
aparecérseles, cuando estaba también Tomás con ellos,
Como ahora, cada domingo, en una Pascua
hebdomadaria, el Señor se nos aparece también a los cristianos reunidos para la
celebración eucarística, haciéndose presente sobre el altar santo.
Igualmente en domingo tuvo Juan las
revelaciones de la isla de Patmos, siendo él quien por vez primera usa en los
escritos neotestamentarios la palabra "dominica
die" (Apoc. 1, 20) para designar nuestro día festivo.
Durante los cinco domingos de Pascua Juan
nos acompañará con textos de su evangelio, y en la tercera semana las lecturas
escriturarias del oficio se tomarán de su Apocalipsis, y en las ferias que van de la Ascensión a
Pentecostés leeremos sus epístolas.
Pero todavía hay más. La Iglesia, que no
acostumbra a conceder dos fiestas al mismo santo, hace una excepción honrosa
con San Juan. Estas excepciones alcanzan a poquísimos: San Pedro y San Pablo,
San Juan Bautista, precursor del Señor; San José, su padre nutricio; San
Esteban, protomártir; San Francisco de Asís, crucifijo viviente...
La fiesta normal del apóstol San Juan, la
que celebra su natalicio para el cielo, se sitúa el 27 de diciembre, haciendo
cortejo al divino Infante.
Esta fiesta de ahora es el homenaje
pascual de la Iglesia al evangelista San Juan, que nos ha transmitido “lo que oyó, lo que vio con sus ojos, lo que percibió y
sus manos tocaron del Verbo de la vida" (1 Jn. 1, 1) y en
confirmación de lo cual aceptó con valentía beber, como su hermano Santiago, el
cáliz del Señor.
Durante este tiempo litúrgico los oficios
de los mártires son una sinfonía de aleluyas, un brotar de metáforas policromas
y símbolos iriscentes:
"Cándidos
se han vuelto tus nazarenos, aleluya; resplandecieron delante de Dios, aleluya,
y como la leche se coagularon, aleluya, aleluya. Más blancos son que la nieve,
más brillantes que la leche, más sonrosados que el marfil antiguo, más hermosos
que los zafiros..."
EL
6 DE MAYO, CUANDO LA PRIMAVERA RÍE, SE CELEBRA LA FIESTA DE SAN JUAN ANTE
PORTAM LATINAM.
Esta fiesta está en relación con la de su
hermano, el apóstol Santiago, protomártir del colegio apostólico, al que diera
muerte Herodes "en los días de los
ázimos" (Act. 12, 3), y por eso primitivamente se le festejaba el 1
de mayo, aunque después se aplicó esta festividad a Santiago el Menor, y la del
apóstol patrón de España pasó al 25 de julio, como en la actualidad perdura.
La Iglesia antigua ensalzó así en fechas
cercanas las fiestas martiriales de los dos hermanos generosos. La de San Juan
aparece ya en los antiguos sacramentarios sin indicación topográfica; pero en
el siglo IX se localizó su celebración en una pequeña basílica, cercana a la
puerta Latina, que el papa Adriano dedicara en este mismo día en 780, por haber
tenido lugar allí el martirio del apóstol evangelista al ser echado en una
caldera de aceite hirviendo. Del hecho no cabe la menor duda, aunque los críticos
duden de su localización, porque la puerta Latina es posterior al suceso, ya
que el recinto de tales muros fue levantado por el emperador Aureliano más de
siglo y medio después.
Pero el pequeño templo pudo surgir sobre
el área donde la tradición fijaba el lugar del martirio de San Juan, aunque
reformas urbanas posteriores cambiasen la topografía del terreno. Hoy la
basílica de San Juan ante portam Latinam se encuentra en medio de un itinerario
en que se entremezclan los mejores recuerdos de la Roma pagana y cristiana,
cerca de las grandiosas termas de Caracalla, hacia el arranque de la vía Apia,
la regina viarum: huertos de Galatea, sepulcros de los Escipiones,
mausoleo de Cecilia Metela, oratorio que recoge la leyenda del Quo vadis,
catacumbas de Calixto y San Sebastián.
El suceso debió ocurrir el año 95, cuando
San Juan era el único superviviente del colegio apostólico, y, aunque anciano
venerable, gozaba de excelente salud, hasta el punto de dar pie a que circulara
entre la primitiva comunidad cristiana la leyenda de que no habría de morir.
Domiciano fue el instrumento de Dios para
hacerle beber el cáliz de la pasión que el Maestro le predijera.
Este emperador observó en punto a religión
una política conservadora, defendiendo la religión nacional contra el
proselitismo de los cultos orientales y haciendo guardar con tal rigor las
tradiciones romanas, que no dudó en enterrar vivas a dos vestales que fueron
infieles a su voto de castidad.
Buen gobernante en los comienzos, se
dejó llevar después del autoritarismo, al volverse sumamente desconfiado. A
partir del año 93 un régimen de terror pesó sobre Roma y la delación se hizo la
norma de gobierno. Los filósofos fueron los primeros en sufrir las
consecuencias, como ya había ocurrido en el reinado de Nerón. Unos padecieron
la muerte, otros fueron desterrados, como Epicteto y Dión Crisóstomo. Tácito y
Juvenal aseguran que inundó de sangre la ciudad, inmolando a sus más ilustres
habitantes. Naturalmente, también los cristianos, culpables de ateísmo, es
decir, de menospreciar el culto al emperador y a la diosa Roma. El propio primo
del emperador, Flavio Clemente, y el consular Acilio Glabrión fueron condenados
a muerte. También Domitila, la esposa del primero, fue desterrada a la isla
Pandataria.
Refiere Hegesipo, judío converso y cercano
a los sucesos, que Domiciano mandó prender conjuntamente a los descendientes
del rey David y a los del apóstol Judas, que el Evangelio denomina "hermano" de Jesús. Como Herodes, tenía
miedo de que pudieran disputarle el trono. Sin embargo, al convencerse de que
eran gente humilde e inofensiva, se contentó con despreciarles, dejándoles en,
libertad.
Pero con San Juan obró de distinta manera.
El prestigio de que gozaba entre los fieles le hacía más peligroso. Mandó
prenderle en Efeso y le trajo conducido a Roma el año 95. El cruel emperador se
mostró insensible a la vista de este venerable anciano y le condenó al más bárbaro
de los suplicios. Sería arrojado vivo en una caldera de aceite hirviendo.
Conforme a la práctica judiciaria de
entonces, el santo apóstol hubo de sufrir primero el terrible suplicio de la
flagelación, sin que pudiera invocar, como San Pablo, el privilegio de la
ciudadanía romana.
El santo viejo escucharía con un gozo
estremecedor el anuncio de la sentencia. Los verdugos encendieron la colosal
hoguera y prepararon la tinaja con el aceite chisporroteante. En ella arrojaron
al apóstol. Al fin iban a quedar colmados sus deseos. El cáliz que prometiera
beber un día lejano en Palestina estaba pronto con toda su amargura.
Pero Dios no quiso que las cosas llegaran
a su fin. Le había concedido el mérito y el honor del martirio, pero al mismo
tiempo volvía a repetirse el milagro de los tres jóvenes en el horno de
Babilonia. El fuego perdía sus propiedades destructoras. Ante la admiración de
verdugos y populacho San Juan continuaba ileso en la caldera, y el aceite
hirviendo le servía de baño refrescante. El tirano tomó a magia el prodigio y
desterró a San Juan, que había salido más joven y vigoroso del suplicio, a la
isla de Patmos.
Aunque de esta manera el martirio
continuaba. Patmos es una pequeña isla, árida y semidesértica, que servía de
escala a los navíos que iban o venían de Roma a Efeso. En esta isla, tal vez
sometido a trabajos forzados, escribió San Juan su Apocalipsis. Sería su último y gran servicio a la Iglesia. Un
domingo se le aparece Cristo glorificado y le ordena escribir a las
cristiandades de Efeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y
Laodicea. Son siete cartas que contienen consejos y alientos, felicitaciones y
reproches, promesas y amenazas, según la situación de cada comunidad.
Después continúa la descripción de las
restantes visiones: el libro de los siete sellos, las siete trompetas, los
siete signos, las siete copas, las siete fases de la caída de Babilonia o Roma,
los siete principales actos del drama escatológico...
En este libro desconcertante se refleja el
carácter impetuoso del "hijo del trueno" en
las exhortaciones inflamadas y en las descripciones terroríficas.
Tras las frases proféticas se encierran
veladas alusiones a la persecución de Diocleciano, que debía alcanzar a las
comunidades de Pérgamo y Esmirna: “He aquí que el
diablo va a meter a alguno de vosotros en la cárcel, para que seáis tentados, y
la tribulación durará diez días" (Apoc. 2, 10). Pero avanzando el
libro se consignan ya las víctimas que la “gran
meretriz que se sienta sobre las siete colinas” hacía con aquellos que
se negaban al culto a los emperadores y a la diosa Roma:
"Yo he visto a la mujer ebria con la sangre de los santos y de los
mártires de Jesús" (Apoc. 17, 16). Y poco después: "Vi bajo el altar las almas de los degollados por el
testimonio de Jesús y por la palabra de Dios, aquellos que no adoraron a la
bestia ni a su imagen" (Apoc. 20, 4).
Sin embargo, el Apocalipsis es un mensaje
de esperanza. Las palabras más alentadoras de toda la Escritura, las
descripciones más bellas de la liturgia celeste, el triunfo definitivo del bien
sobre el mal, del Cordero sobre el Dragón, recorre sus páginas. Se encierra un
deseo infinito en ese Amén, en esa afirmación con que el apóstol anciano, que
presiente el fin, responde a las palabras de Jesús: "Vengo
pronto". Y Juan contesta: "Amén.
Ven, Señor Jesús" (Apoc. 22, 20).
El 18 de septiembre del 96, al año del
martirio de San Juan, moría asesinado el emperador Diocleciano. El vidente de
Patmos debió quedar libre para retornar a Efeso, donde, por fin, encontraría, en
una muerte apacible, a “Jesucristo, el testigo
fiel, el primogénito de los muertos". Como a vencedor le daría a
comer del árbol de la vida que está en medio del paraíso de Dios (Apoc. 2, 7).
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