Los mandamientos son inapelables, los reconocemos en nuestro ser y los exigimos en los demás para ser amados, aunque hayamos nacido bajo cualquier tipo de régimen o religión.
No nacemos sabiendo o con
conocimiento (intuición) como los animales. Una avispa construye geométrica y
trigonométricamente el avispero sin saber cómo, de suerte que una avispa reina
nace, y nadie la ha enseñado a gobernar.
Nosotros creemos en lo que nos
han enseñado pues nacemos sin intuiciones ¿o no? Y
si nacemos con algo dado, ¿un don universal? Entonces
diríamos que no existe hombre de ninguna religión, de ninguna lengua, pueblo o
nación, que no comprenda su naturaleza. Se puede auto engañar y ser engañado,
pero incluso un ateo no puede renunciar al noveno mandamiento, pues atenta
contra la naturaleza del amor mismo. Un mandamiento es, como concepto, un
recordatorio o un antagónico, pero remite al amor que es universal. Éste se
expresa de una forma ordenada, y es precisamente que el pecado original y la
concupiscencia, distorsiona el orden de la naturaleza humana. Y para eso están
los mandamientos, que recuerdan el orden por el cual estamos constituidos, lo
que somos. Esta argumentación está en la Trinidad según San Agustín. No podemos
comprender la sustancia, pero sí, por analogía, sus relaciones. En este
sentido, el ser humano es perfecto para la función para la que ha sido creado,
para amar y ser amado. Para amar, es necesaria la armonía, como en una
sinfonía, mediante el ser relacional del ser humano y de Dios, que nos ha
creado.
Los mandamientos son
inapelables, los reconocemos en nuestro ser y los exigimos en los demás para
ser amados, aunque hayamos nacido bajo cualquier tipo de régimen o religión.
Podría el padre preguntar al novio de su hija si guarda los mandamientos, éste
le podría responder que es ateo y que no cree en los mandamientos. El padre le
podría repreguntar: ¿acaso no hay autoridad moral
por encima de ti? ¿Harás lo que te dé la gana sin consultar con mi hija?,
¿tomas tú el nombre en vano de lo que más quieres o quiere la gente, para
mentir bajo tus vacíos intereses?, ¿los días de fiesta sabrás estar a la
altura, en la salud o la enfermedad, festejaras tu matrimonio en cada debilidad
de mi hija?, ¿o la harás culpable de tus miserias?, ¿si no sabes lo que es la
honra, cómo se la darás a mi hija o cómo se la pedirás a tus hijos, si no la
han visto en ti?, ¿a quién mataras para conseguir el dinero de la familia,
cuando estés en la cárcel quién cuidara de mi hija y de mis futuros nietos?, ¿crees
que saldrás de ella mintiendo o dando falso testimonio para que entre otro en
tu lugar? ¿Desearás a otras mujeres antes y después de que mi hija te haya
regalado el tiempo de su juventud? ¿Codicias algo de lo que yo tengo? ¿Codicias
a mi hija, o la amas, para hacerte merecedor de ella? Y si la amas, ¿vas a cumplir los mandamientos, o vienes a robarme,
robaras la felicidad de mi hija?
Qué responderá el novio: «Eh… sí, sí, sí claro, si mi abuela es católica, estoo…
bueno… yo creo aunque practico poco, pero los mandamientos… sí, sí, claro,
claro».
Vienen al caso un par de
anécdotas que no me han pasado una sola vez, sino varias veces, no es un
argumento aislado, seguro que le pasa a mucha gente o a todos, por no decir que
parten del mismo principio, del amor que, si no lo quiero dar, no puedo no
pedirlo.
Me crucé un día con cuatro
personas que no conocía de nada, que lo primero que hicieron al ver mi
clergyman fue decirme que ellos adoraban a Satanás, a la trinidad satánica y
que era el día de la bestia, que me tirara de lo alto de un edificio, etc. No
voy a contar toda la conversación porque quitando cuatro o cinco blasfemias que
repitieron, todo fue muy agradable, dentro de mi felicidad de darme la
oportunidad de hablarles de Dios, y de que los cogí aprecio, despidiéndonos con
un abrazo. Pero en lo que se refiere a este caso, la chica de ese grupo al
decir uno de ellos que (con perdón) se iban a montar un trío, instantáneamente
le respondió: «menos tríos…»
Otro día una chica me decía
que la iglesia era una secta y que se tenía que modernizar, le dije: «¿por qué no te modernizas tú? Dile a tu novio que podéis
hacer intercambios de parejas». A lo que me respondió: «No, no… ¡Hay que saber dónde está la verdad!…» y
le dije: «¿Y eso lo vas a hacer tu sola? Porque
aquí al chico le parece una idea estupenda…» Moraleja:
la chica exige al chico la ley natural y los
mandamientos de Dios, que se convierten en una carga hacia el que se lo
pedimos, al mismo tiempo el chico también lo pide cuando está realmente
enamorado, de modo que hay dos pidiendo lo que no están dispuestos a dar.
Ésa es la verdad, que conocemos lo que nos conviene, la fidelidad, pero ¿cómo ser fieles si no guardamos o protegemos el amor,
como dice el noveno mandamiento?
Todos hemos participado de la
escena en la que los novios paseando por la calle, el novio ve venir a una
chica por la acera de enfrente y pasan dos cosas, una que la chica mire al
chico y dos, la novia también para ver hacia donde está mirando el chico. De
repente un día te encuentras paseando por la calle, nadie te ha hablado de
Dios, eres ateo y cualquier cosa que se quiera añadir y de repente, una sola
mirada, hacia la persona que quieres, independientemente la quieras bien o como
una posesión tuya, una sola mirada, es capaz de herir el corazón y pasar de una
gran paz a una tormenta interior, y sólo ha habido una mirada. Nadie sabe lo
que ha pasado, nadie lo esperaba, pero ha pasado y ha afectado a lo más
profundo del ser, se ha roto un mandamiento, «no
consentirás pensamientos ni deseos impuros». ¿Se puede ver eso en una mirada? Pero,
¿por qué afecta si uno es tan científico que ha
demostrado que Dios no existe ni nos ha creado? ¿Cómo pudo, no sólo hacer, sino
decirnos de la materia y forma de la que estamos hechos?
No haría falta mencionar la
Biblia para hablar de la justicia del amor, porque sabemos cómo queremos ser
amados, está escrito en lo profundo del ser. El pecado distorsiona el amor,
llegando a convertirlo en una codicia, aunque siempre se puede sanar para hacer
lo que realmente se quiere: volver a creer en la fidelidad, la castidad, la
verdad, la belleza, la justicia, el amor. Puedo pedir, pero para dar hace falta
un sacrificio, sin sacrificio no puede existir el amor entregado, porque
tenemos concupiscencias debido al pecado original, donde la misma naturaleza
que a veces se quiere poner como ejemplo, ella misma está herida por el pecado
original: «también la misma creación será liberada
de la esclavitud de la corrupción para participar de la libertad gloriosa de
los hijos de Dios» (Rom 8,21).
Por lo tanto, si el décimo
mandamiento es el freno al pecado que puede desencadenarlo todo, el noveno es
la siguiente línea de defensa de los bienes que uno no valora y puede perder,
puede perder al ser querido, porque si uno peca aun lo que cree tener le será
quitado. y si permanece, no tendrá amor, sino una posesión.
En cambio, la Alianza
Eucarística, consiste en que Él siempre es fiel, porque: «se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo (Flp
2,7)». Esto significa, no sólo que se hizo hombre, sino que como hombre
se hizo fiel al amor que entrega a su esposa en sentido real y figurado, como
figura de que Él no falla, y espera a pesar de todo. Que hay un tiempo
establecido para responder a la fidelidad que nos ofrece, y la muestra de
nuestro amor se verifica en la fidelidad que tenemos con los demás,
novio-novia; esposo-esposa; amigo-amiga; compañero-compañera; padres-hijos;
familia. En nuestro amor a Dios por encima de todos y todas las cosas,
ordenando así la fidelidad a los demás, dándoles lo que merecen, el amor que
Dios les da y quiere darles.
Este amor de los hombres acaba
conformándose con las migajas cuando les fallan los seres queridos, donde
habían depositado toda su confianza, no creyendo en el amor que nace de su
interior, porque creen que no serán correspondidos y no quieren seguir
sufriendo. Pero si aman a Dios, guardarán la estricta castidad, y sabrán así
que le aman, no como las vírgenes necias, sino en el fruto de la espera de las
buenas obras, para reconocer al Esposo cuando venga, y nos encontremos así
ambos con las lámparas encendidas. Podremos reconocer la persona que
necesitamos, porque ambos llevan una lámpara, y que no van de farol, porque
llevan su aceite [i] y están preparados para el encuentro, están
preparados para la boda, que no es suya, que remite al Amor con mayúscula,
remite al Amor más grande, ante el que tienen que responder, un Amor
crucificado. Aunque suene mal, es reconocer la vida misma, como decía San
Agustín: «Explícale esto a un enamorado y lo
entenderá»
El aceite representa la
madurez espiritual, un don presente en el aceite de la consagración. Hay luz en
la lámpara porque estas buenas obras queman nuestro egoísmo, esto es lo único
que arde, manifestando así la belleza. Las buenas obras lucen porque hacen
desaparecer consumiéndose las concupiscencias. Son estas las que, arrojadas al «fuego», son prueba del amor, y hacen que éste se
manifieste. Por eso está escrito: «Si la obra que
uno edificó permanece, recibirá el premio; si su obra arde, sufrirá daño; sin
embargo, él se salvará, pero como a través del fuego.» (1Cor 3,14-15)
Permanece porque ha amado
sacrificialmente, y sin contraponerse arde, y esto nos causa cierto daño, la
negación de uno mismo, la cruz, y es por esto que nos salvamos, a través de ese
«fuego, que nos hiere y purifica, nos concentra y a
veces hastía». Que remite a la muerte final en gracia de Dios, del
purgatorio que nos limpia en ese proceso para entrar a ver con el corazón
limpio el rostro de Dios: «¿Cómo purificará el
joven su conducta? Observando tu palabra» (Sal 118,9); «Habéis purificado vuestras almas, obedeciendo a la
verdad, para amaros los unos a los otros sinceramente como hermanos» (1Pe
1,22).
El aceite y el oxígeno hacen
la combustión. Si esto es en el orden de lo natural, Jesucristo lo usa para
remitirlo a lo sobrenatural. Podremos querer hacer el bien, pero sin un Padre
eterno que nos guíe con su palabra, no podemos caminar por el mundo de forma
tan autónoma, porque nos pasarán cosas sin remedio, pero a duras penas
comprenderemos por qué, por eso está escrito: «La
luz del malvado se apaga, el fuego en su hogar ya no brilla» (Job 18,5).
[i] La unción, no solo natural, pues somos gracia creada, somos creados
buenos, sino la gracia increada, para fortalecernos y confirmarnos, enseñarnos,
curarnos con las unciones de enfermos, catecúmenos y confirmación, donde
recibimos los 7 dones y 12 frutos del Espíritu Santo, si decidimos arder en el
amor de Dios. En el fuego purificador donde quemamos nuestros egoísmos y
pecados: «He venido a arrojar un fuego sobre la
tierra y ¡cuánto desearía que ya hubiera prendido! Con un bautismo tengo que ser
bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!» (Lc 12,49). No
significa que Jesús necesitara ese bautismo a la muerte del pecado, sino del
precio de resucitar con su divinidad, la naturaleza humana, y poder así nacer
de su costado, del agua, la sangre y del Espíritu.
Jesús Sánchez
No hay comentarios:
Publicar un comentario