A ti, la gloriosa, Virgen y Madre, Santa María, a quien los discípulos de tu Hijo veneraron como a madre propia, por fidelidad al testamento del Crucificado, y a quien nosotros seguimos venerando del mismo modo.
A
ti, la Bienaventurada, la llenada de gracia, según el
saludo del ángel, elevada a lo más alto del cielo, a cuya casa los discípulos
de tu Hijo sintieron la necesidad de acudir a la hora de tu tránsito para
despedirte y sentir tu última mirada terrena, y a quien nosotros acudimos
también para sentirnos mirados por tus ojos misericordiosos.
A
ti, la Bendita entre todas las criaturas, como te
saludó tu prima Isabel, que gozas de la gloria de tu Hijo y nos confirmas
nuestro destino, a ti, a quien los primeros cristianos invocaron como a Madre
de Dios y sintieron cobijo y defensa, y nosotros seguimos sintiéndolos cuando
rezamos la invocación más antigua: "Bajo tu amparo
nos acogemos, Santa Madre de Dios, no desoigas la oración de tus hijos,
necesitados. Líbranos de todo peligro, Oh siempre gloriosa y bendita".
A
ti, la Reina de todo lo creado porque participas del
triunfo de tu Hijo, a ti, a quien podemos invocar como abogada nuestra ante el
trono de Dios, como lo fue ante el emperador Asuero la reina Ester en favor de
su pueblo. Sabemos que intercedes por nosotros. Así te rezamos todos los días: "Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros,
pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte".
Amén.
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