Si Dios conocía la consecuencia del pecado original, ¿porque permitió que Adán y Eva fueran engañados por la serpiente? Solemos preguntarnos ¿por qué Dios permite tanto sufrimiento?
¿Por qué Dios
nos creó un mundo distinto, si sabía que habría tanto sufrimiento en el que
vivimos? O incluso,
muchos dudan de su existencia, puesto que no pueden concebir un mundo con tanto
dolor y sufrimiento, si el Dios que predicamos es bueno y nos ama.
Sin embargo, la pregunta que
nos plantea este artículo no suele ser una pregunta que comúnmente nos hacemos.
Creo yo que, fundamentalmente, porque asume con transparencia y sin tapujos la
culpa original. En otras palabras, que todo el mal que sufrimos es culpa del
hombre y no tiene nada que ver con Dios.
En el numeral 412, el
Catecismo de la Iglesia Católica nos dice, en la boca de dos grandes santos y
con palabras de San Pablo, lo siguiente: «La gracia inefable de Cristo
nos ha dado bienes mejores que los que nos quitó la envidia del demonio» (San León Magno).
Y «Nada
se opone a que la naturaleza humana haya sido destinada a un fin más alto
después del pecado. Dios, en efecto permite que los males se hagan para sacar
de ellos un mayor bien» (Santo Tomás).
Finalmente, san Pablo, en
Romanos 5, 20 menciona: «Donde abundó el pecado,
sobreabundó la gracia». Y en la bendición del Cirio Pascual: «¡Oh feliz culpa de Adán, que mereció tal y tan grande
Redentor!» (Santo Tomás).
LA PRUEBA DE LA LIBERTAD
El hombre no podría ser amigo
y amar a Dios, si no hubiese sido creado con libertad. Pero el recto orden en
el Paraíso, para que prevaleciera la armonía, tenía como condición la libre sumisión
del hombre a Dios.
Una sumisión que no lo hacía
menos, sino sencillamente, consciente de su condición de criatura. No nos
olvidemos que la libertad tiene como condición fundamental la
verdad y la búsqueda de la bondad.
Me pregunto, ¿por qué nos cuesta tanto reconocer que somos criaturas y
que no podemos ser más que Dios? Creo que ahí está el «bichito» de la tentación original.
El comienzo del pecado
original fue la desconfianza sembrada por el diablo, del hombre
hacia su Creador (cf. Génesis 3, 1-11). Fruto de la desconfianza, el hombre
desobedeció al mandamiento de Dios, que era no comer del árbol del conocimiento
del bien y del mal, «porque ese día, moriríamos sin
remedio» (Génesis 2, 17).
En esto consistió el pecado
del hombre (Romanos 5, 19). Todos nuestros pecados, así como el original, son
fruto de una desconfianza hacia Dios, y la consecuente desobediencia. Ya
no confiamos en su amor, y por lo tanto, nos regimos por nuestros deseos, pues
creemos —engañados— que Dios no quiero lo mejor para nosotros.
QUEREMOS «SER COMO DIOSES» SIN DIOS, ANTES QUE DIOS
Y SEPARADOS DE DIOS
Ahí está el «aguijón» del engaño de Satanás. Dios nos hizo a
su imagen divina, pero en la condición de criaturas. En realidad, somos de
condición divina, pero en su gloria, no separados de Él.
De esta manera, podemos notar
cómo Dios no es de ninguna manera la causa del mal o del pecado. Lo permite —
misteriosamente— teniendo, no obstante, dos presupuestos: el respeto por
nuestra libertad y la capacidad de sacar siempre un mayor bien.
«Del mayor mal
que haya sido cometido, el rechazo y muerte de Jesucristo, nos vino la
glorificación y Redención» (C.E.C. 311, 312).
CONSECUENCIAS PARA NUESTRA VIDA ESPIRITUAL
Como una secuela de ese pecado
original el hombre tiene una inclinación hacia el pecado. Estamos heridos en
nuestra naturaleza, pero no totalmente corrompidos. Sometidos a la ignorancia,
al sufrimiento e incluso al imperio de la muerte.
Sin embargo, gracias al
bautismo, participamos de la gracia de Cristo,
que nos borra la herencia del pecado original y devuelve nuestra vida a Dios.
Pero persiste en nuestra vida la inclinación al pecado (concupiscencia) y
estamos llamados a un combate espiritual para elegir el camino de Dios.
En ese camino luchamos contra
nuestra tendencia pecaminosa, fruto de la naturaleza desordenada, con el fin de
asemejarnos cada día más a Cristo.
AMOR Y DEBER
Quiero recordar dos pasajes en
los que podemos apreciar este «binomio» claramente.
La parábola del hijo pródigo (Lucas 15, 11-32), que señala claramente la
diferencia de actitud entre los dos hijos.
El menor, que después de
malgastar toda su herencia, regresa a la casa del Padre, habiendo olvidado su
condición de hijo, y por lo tanto, el amor que le tenía. Y el hermano mayor,
que no puede comprender la razón por la que el Padre misericordioso celebra una
fiesta por el hermano que había sido un libertino.
Ante cuya reacción, dice el
Padre que siempre todo lo suyo había sido también de Él. En ambos hermanos
vemos la equivocada vivencia del binomio. Un cumplimiento del deber por el
deber, sin la conciencia de ese amor paterno (el hermano mayor), así como un
libertinaje, que nace de una equivocada comprensión de lo que conocemos como la
«libertad de los hijos de Dios», fruto del
amor del Padre.
El segundo pasaje que saco a
colación y muestra la adecuada vivencia del «binomio» —por decirlo de alguna
manera— son las palabras de Jesucristo en la última Cena (Lucas 22, 7-20): «Si me amáis a mí, cumplan mis mandamientos» (Juan
14, 15-31).
En otras palabras, el verdadero amor a Dios debe conducirnos al cumplimiento
de las normas morales. Regirnos por los Mandamientos, por
supuesto. Sin embargo, dejando claro que la perspectiva para acercarnos a Dios
debe ser siempre la del amor. El amor tiene la prevalencia, y se refleja en el
sentido del deber, si es que está realmente interiorizado por nosotros.
LIBERTAD Y GRACIA
El Señor nos pide que nos
esforcemos para vivir la santidad, cargando nuestra cruz a cuestas para ser sus
discípulos. Sin embargo, todo nuestro esfuerzo es inútil, si no va nutrido de
la gracia de Dios.
Es imposible ser otro Cristo y
vivir en esta vida marcada por nuestra fragilidad pecaminosa, si no estamos
fortalecidos y estimulados por la gracia.
Es
necesaria nuestra cooperación libre con la gracia de Dios. Es más, la
posibilidad de llegar al cielo no es fruto de los posibles méritos de nuestras
buenas acciones, sino del amor misericordioso de Dios y la adhesión amorosa a
Jesucristo nuestro Señor. Nuestro obrar es la manifestación de que
efectivamente, amamos a Cristo y por eso queremos ser obedientes.
Finalmente, pongámonos en las
manos de nuestra Madre Santísima, quien supo decirle siempre fiat a la acción de Dios en
su vida. Nunca desconfió del amor de Dios, aunque tantas veces la realidad se
mostraba totalmente adversa.
Como Ella, no nos dejemos
confundir y pidamos —como lo hacemos siempre en la oración del Padre Nuestro— «no caer en la tentación» para mantener nuestra
fidelidad y obediencia a Dios cada día más intacta.
Escrito por Pablo Perazzo
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