Si ya gozan -con nuestra aceptación o sin ella- de la Gloria; si cualquiera puede dirigirse directamente al Dios Uno y Trino, y cuenta con el Magisterio de la Iglesia y con la Tradición para ser guiado en la vida espiritual y en la moral, ¿cuál es el sentido de que, desde su origen, el Cristianismo hable de los santos?
Algunos pueden preguntarse
cuál es el sentido de elegir, entre los hijos de la Iglesia, a personas que
consideramos modelos de virtudes y sometimiento a la voluntad de Dios, de forma
que admitimos su culto público y aceptamos públicamente su intercesión. No
faltan dentro de la misma Iglesia quienes son críticos con este proceso; que,
por otro lado, como proceso histórico que es, como tantos otros aspectos de la
realidad eclesial, ha tenido sus puntos oscuros y discutibles.
Si ya gozan -con nuestra
aceptación o sin ella- de la Gloria; si cualquiera puede dirigirse directamente
al Dios Uno y Trino, y cuenta con el Magisterio de la Iglesia y con la
Tradición para ser guiado en la vida espiritual y en la moral, ¿cuál es el sentido de que, desde su origen, el
Cristianismo hable de los santos? Y más: ¿Por
qué está justificado que la Iglesia establezca un proceso canónicamente
regulado?
APUNTO UNAS POSIBLES
RAZONES, A MODO ESBOZO:
1.
El Cristianismo no es una utopía imposible. Puede llevarse al cabo, con
ayuda de la Gracia, aunque evidentemente su proyecto no culmina en este vida.
Se atribuye a Kierkegaard la idea de que el Cristianismo es tan difícil y
exigente, que ni el mismo Cristo lo llevó a cabo. Esta idea está en la línea de
lo que J. L. López Aranguren, con un concepto que fue muy usado en su momento,
llamó el «talante» protestante (Catolicismo y Protestantismo como formas de existencia):
actitud de angustia, inseguridad, individualismo,
«temor y temblor», que en nuestro ámbito cultural hispano se encarnó muy bien
en Unamuno. Los santos demuestran que el mandado evangélico es «posible». No depende como las utopías ideológicas
de complejos procesos sociales o cambios estructurales o ingenierías políticas
de largo plazo. El santo, aunque se proyecte hacia el futuro, como hacen
siempre las utopías (véase mi artículo Cristianismo y utopía) actúa aquí y ahora, en su misma circunstancia
personal. No necesita otra. Cualquier realidad puede ser santificante. El
cardenal Van Thuan, privado de libertad en su confinamiento, en medio de la
oscuridad y la ansiedad, se da cuenta de cuál es el camino correcto: «No esperaré. Voy a vivir el momento presente colmándolo
de amor».
2. Una idea fundamental en este
terreno es la de la Comunión de los santos.
La idea de que compartimos un legado común, de que nos apoyamos con nuestras
oraciones, porque somos miembros de un solo cuerpo. Entre todos los creyentes y
los santos se establecen unos lazos que unen y, de alguna forma, son vasos
comunicantes, por los que se transmite la fe. Tanto la idea de Comunión de los
santos como la de intercesión están recogidas en el Catecismo perfectamente
delimitadas doctrinalmente. «Rezad los unos por los
otros» (Santiago, 5: 16). La Iglesia triunfante, la peregrinante y la
purgante están en comunicación; traman una tupida trama de ruegos y peticiones.
No somos mónadas de Leibniz, aisladas, sino miembros del Cuerpo de Cristo
(Pablo).
3. Ir investigando y descubriendo
la santidad de una persona supone el proceso de descubrir la huella que fue
dejando en los demás durante su vida y después. La santidad va dejando semillas
y transmitiéndose de unos a otros, incluso de generación a generación. El santo
va dejando su huella en los demás. Es una semilla que va germinando a largo
plazo. Su influencia puede llegar a las personas y a los sitios más
insospechados. Ese es un motivo más de que tenga sentido investigar sobre sus
vidas y sondear hasta dónde llegó en ellos la Gracia. El sacerdote de Málaga D.
Pedro Sánchez Trujillo, postulador de la causa del beato mártir Juan Duarte
Martín, decía que esta acción era como soplar un rescoldo: el recuerdo, la vivencia que parecía apagado vuelve al
coger fuerza. Muchos tendrán ocultos y latentes recuerdos que salen a la
superficie y que conducen a otros. Es asombroso cómo hay gente que, conociendo
directamente o indirectamente a la persona, recuerda pequeños detalles que a
cualquiera se le hubieran olvidado.
4. Si es interesante ver como el
santo ha sido un factor de transmisión de la Gracia en los demás, también lo es
ver como la Gracia ha actuado en la materia humana y ha sacado de ella destellos
de ángel. ¡Y qué débil, humana, difusa y contradictoria es esta materia humana!
Así nos libramos de cualquier tentación pelagiana: es
siempre la Gracia quien lleva la iniciativa. El hombre por sí mismo no
puede nada.
Comprobar esta acción sobre
los santos nos hace descubrir un fenómeno tan complejo y diverso, que es
difícil establecer factores comunes y líneas generales. Quizá la única
evidencia es constatar qué humanos y distintos son los santos. Desde mentes
privilegiadas como Aquino o genios de la literatura como San Juan de la Cruz a
humildes analfabetos; desde personas nacidos para la actividad frenética, con
genuino carisma de líderes de masas (san Juan Pablo II, santa Teresa de Jesús)
hasta una modesta muchachita que apenas vio más más allá de las paredes de su
convento (santa Teresa de Lisieux). Los ejemplos podrían multiplicarse ad libitum. No existe un prototipo humano de
santo. Lo que está claro es que todos, visto de cerca, no dan la sensación de
sobrehumanos, sino, al contrario, de muy humanos; con una humanidad que
heroicamente se vence a sí misma, se purifica.
Tomás Salas
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