Nos pone en contacto con el misterio que existe en el corazón de todas las cosas y de cada ser humano.
Por: Antonio Rivero L.C. | Fuente: Catholic.net
CUANDO
HABLAMOS DE LITURGIA, ¿QUÉ QUEREMOS DECIR?
Si vamos a la etimología griega, la palabra liturgia significa obra (ergon) del
pueblo (leiton, adjetivo derivado de laos, que significa pueblo). Por tanto,
podríamos decir que la liturgia es obra del pueblo, obra pública dedicada a
Dios. En palabras más simples diríamos que la liturgia es el culto espiritual o
servicio sagrado a Dios de cada uno de nosotros, que formamos su pueblo.
Hoy ya entendemos la liturgia como el culto oficial de la Iglesia, nuevo Pueblo
de Dios, a la Santísima Trinidad, para adorarle, agradecerle, implorarle perdón
y pedirle gracias y favores.
Desde el comienzo del movimiento litúrgico, hasta nuestros días, se han
propuesto muchas definiciones de liturgia y todavía no existe una que sea
admitida unánimemente, dada la riqueza encerrada en dicho misterio. Sin
embargo, todos los autores admiten que el concepto de liturgia incluye los
siguientes elementos: la presencia de Cristo
Sacerdote, la acción de la Iglesia y del Espíritu Santo, la historia de la
salvación continuada y actualizada a través de signos eficaces, que son los
sacramentos, y la santificación del culto.
Según esto se podría considerar la liturgia como la acción sacerdotal de
Jesucristo, continuada en y por la Iglesia bajo la acción del Espíritu Santo,
por medio de la cual el Señor actualiza su obra salvífica a través de signos
eficaces, dando así culto perfectísimo a Dios y comunicando a los hombres la
salvación, aquí y ahora.
Un gran teólogo de nuestro tiempo define así la liturgia: “La liturgia es la celebración de los sagrados misterios
de nuestra redención por la Iglesia, en la que perdura viva la persona de
Cristo, vivos los acontecimientos salvíficos del origen, activa la presencia de
su gracia reconciliadora y fiel la promesa, mediante los signos que él eligió y
que la comunidad realiza, presidida por la palabra de los apóstoles y animada
por el Santo Espíritu de Jesús...La liturgia es la anamnesia de una comunidad
que en obediencia a su Señor hace memoria de todo lo que él dijo y padeció; de
lo que Dios hizo con él por nosotros. La Iglesia se une así a lo que fue la
gesta salvífica de Cristo y continúa adherida e identificada con la intercesión
que, como sacerdote eterno, Él sigue ofreciendo al Padre por nosotros, mientras
peregrinamos en este mundo”.
En este contexto ya podemos apreciar lo que es la liturgia en la Iglesia. La
liturgia no es sino la celebración de ese proceso de la redención en el mundo y
del mundo. La liturgia es la “fuente y culmen de la
vida cristiana”, como la llamó el concilio Vaticano II, porque en la
celebración litúrgica es donde se verifica y tiene su más explícita expresión,
ese modelo de iniciativa y respuesta, de la acción divina y la cooperación
humana. En cuanto fuente, la liturgia es punto de partida que nos impulsa a
que, saciados con los sacramentos pascuales, sigamos caminando hacia la
santidad mediante una vida recta y honesta, dando gloria a Dios con nuestras
palabras y nuestras acciones delante de los hombres. En cuanto culmen, la
liturgia es punto de llegada, es decir, toda la actividad de la Iglesia tiende
a dar gloria a Dios.
Si se preguntara a los católicos la razón por la que asisten a misa los
domingos, muchos probablemente dirían que porque es algo muy importante para
ellos, o porque les gusta cómo habla el sacerdote que celebra, o porque los
católicos tienen la obligación de asistir.
Sin embargo, si reflexionamos un poco, tendremos que decir que la razón por la
que vamos a misa es porque Dios nos ha llamado a reunirnos junto a Él en su
Iglesia, para darle gloria, agradecerle, implorarle ayuda y pedirle perdón. Por
eso podemos decir que la liturgia es la celebración de un pueblo reunido en
nombre del Señor, que nos hizo hermanos, hijos del mismo Padre, miembros del
mismo cuerpo, ramas del mismo árbol.
En la sociedad contemporánea, en la que hay gente que cree en todo tipo de
cosas o simplemente ya no cree en nada, la fe que nos lleva a la iglesia el
domingo, mientras un vecino poda el jardín y otro lee el periódico o mira una
película, puede darnos un sentido vivo de vocación o llamado. No es que seamos
mejores o peores que nuestros vecinos, sino que nosotros, por razones
misteriosas que sólo Dios conoce, hemos sido elegidos y llamados para conocerlo
a Él y sus obras, para amarle sobre todas las cosas y servirle de todo corazón
en nuestro día a día.
Aun reconociendo nuestras infidelidades personales y comunitarias, nos reunimos
para la celebración litúrgica, y seguimos siendo lo que somos: un pueblo llamado por Dios a ser su testigo y su ayuda en
la historia humana. Somos el Cuerpo de Cristo, sus brazos y piernas, pies y
manos, para el mundo que Él ama.
El papa Pío XII nos dice que la liturgia es el culto del Cuerpo de Cristo
completo, cabeza y miembros. En la liturgia, somos llamados juntos a la
presencia del Padre, que es el Padre de todos. Nos reunimos en Cristo, porque
sin Cristo no podemos presentarnos ante el Padre. Y nos reunimos por el
Espíritu de Cristo, que se derrama en nuestros corazones para que formemos “un cuerpo, un espíritu, en Cristo”. ¡Llamados a la
presencia del Padre, en Cristo, por el Espíritu!
Así, la reunión de la asamblea es un signo y un símbolo de lo que Dios hace y
de su obra. La obra de Dios en la historia es reunir en uno a los hijos de
Dios, que están dispersos, superar las divisiones, proporcionar un lugar para
los que carecen de casa y están solos, para apoyar a los que soportan cargas
demasiado pesadas, y crear un oasis de comunidad en medio de un mundo
dolorosamente dividido en los que tienen casi todo y los que carecen de todo.
Ahí, en la comunidad cristiana, podemos descubrir que todos pertenecemos a la
misma humanidad y dejar de lado las diferencias. La reunión de los creyentes en
una celebración litúrgica es la anticipación del día en que se establezca el
Reino de Dios en su plenitud, cuando ya no exista la discriminación por razón
de sexo, raza o riqueza; donde no habrá hambre ni sed, ni desconfianza ni
violencia, competencia o abuso de poder, porque todas las cosas estarán sujetas
a Cristo, y Dios reinará sobre su pueblo santo en paz y para siempre. Cada
celebración litúrgica es –debería ser- un trozo de cielo en la tierra.
En palabras del Vaticano II: “Por eso, al edificar
día a día a los que están dentro para ser templo santo en el Señor y morada de
Dios en el Espíritu hasta llegar a la medida de la plenitud de la edad de
Cristo, la liturgia robustece también admirablemente sus fuerzas para predicar
a Cristo, y presenta así la Iglesia, a los que están fuera, como signo
levantado en medio de las naciones para que debajo de él se congreguen en la
unidad los hijos de Dios que están dispersos, hasta que haya un solo rebaño y
un solo Pastor” (Concilio Vaticano II, en la Constitución “Sacrosanctum Concilium” n. 2).
La liturgia, pues, nunca puede ser un asunto privado, individualista, donde
cada quien reza sus devociones privadas, encerrado en sí mismo. Es la Iglesia,
la comunidad eclesial la que celebra la liturgia. La liturgia es una acción de
todos los cristianos. Nadie es espectador de ella; nadie es espectador en ella.
Todos deben participar “activa, plena y
conscientemente en ella”, como nos dice el concilio Vaticano II .
Otro aspecto de la liturgia: La liturgia es del
presente, pero apunta hacia el futuro; es de este mundo, pero apunta hacia una
realidad que trasciende la experiencia presente. Es del presente, porque
celebra y hace real la presencia entre nosotros de Dios que salva al mundo y al
hombre en Cristo, pero esa misma presencia nos hace penosamente conscientes de
cuán lejos estamos del Reino de Dios. Es un llamado para vivir y actuar por los
valores de Dios, que no son los valores de una sociedad que toma como un hecho
la desigualdad, la competitividad, los prejuicios, la infidelidad, las
tensiones internacionales y el consumismo sin fronteras. Los valores de Dios
son el amor, la verdad, la paz y la gracia.
De esta manera, la liturgia es de este mundo, pero apunta hacia un modo de
vivir en el mundo que reconoce su profundo significado. La liturgia aprovecha
todos los elementos de la vida humana. Nos enseña a usar nuestro cuerpo y
nuestra alma para manifestar la presencia de Dios, para darle culto y servirlo,
y para llevar su Palabra y sanar a los demás.
Nos enseña a escuchar la voz de Dios en la voz de los otros y a recibir de
manos de los demás los dones de Dios mismo. Nos enseña a vivir en la sociedad,
gentes de diferente educación y raza, como hombres y mujeres entregados a
fomentar la paz y la unidad y la ayuda mutua. Nos enseña a usar los bienes de
la tierra, representados en la liturgia por el pan y el vino, el agua y el
aceite, no para que los atesoremos y consumamos a solas egoístamente, sino como
sacramentos del mismo Creador que hay que aceptar con agradecimiento, utilizar
con reverencia y compartirlos con generosidad.
Sí, la liturgia es una expresión de nuestra fe y amor; pero también conforma y
profundiza esa fe y amor. Nos enseña cómo vivir con fe y cómo amar más
profundamente y con mayor verdad. Nos enseña que la fe, la esperanza y el amor
se hacen vivos a medida que reconocemos y aceptamos la obra de Dios en el
mundo. Sabemos que la liturgia comienza y termina con la señal de la cruz,
porque la cruz es la señal del amor que Dios nos tiene y de la respuesta humana
de Jesús a ese amor. Amó hasta el final, obediente hasta la muerte de cruz.
Así, la liturgia nos hace comprender que no hay amor sin sacrificio, ni vida
excepto por la muerte. En la liturgia y en la vida nos identificamos con la
muerte de Jesús, de modo que la vida de Jesús también se manifieste en
nosotros. El corazón de la liturgia, corazón de todos los sacramentos, desde el
bautismo hasta los ritos por los moribundos, es el Misterio Pascual, el
misterio de la iniciativa de Dios y de nuestra respuesta como se revela en la
muerte y resurrección del Señor. Por la liturgia, la Iglesia actualiza el
Misterio Pascual de Cristo, para la salvación del mundo y alaba a Dios en
nombre de toda la humanidad.
No solamente el pan y el vino se han de transformar en la liturgia, sino que
también nosotros tenemos que transformarnos, asociándonos al sacrificio de
Jesús, permitiendo que Dios suscite en nosotros constantemente una vida nueva,
de modo que también la Iglesia se transforme para que el mundo evolucione según
los designios de Dios para toda la humanidad.
En este sentido podemos decir que en la liturgia se unen la “lex orandi”
(oración), la “lex
credendi” (dogma) y la “lex vivendi” (vida).
No son separables, como veremos en la primera parte, la oración, el dogma y la
vida, sino que se deben iluminar e interaccionar en reciprocidad.
La liturgia hace explícito lo que está escondido e implícito en la historia del
hombre; nos recuerda lo que Dios ha hecho en el pasado, para que podamos
reconocer al mismo Dios actuante en el presente, y nos recuerda los fines a los
que el mundo y su historia se dirigen, la posesión eterna de Dios en el cielo.
Nos pone en contacto con el misterio que existe en el corazón de todas las
cosas y de cada ser humano.
La liturgia es, sin duda, el momento culminante de la vida de la Iglesia, de la
actuación del Espíritu Santo y de la presencia del Cristo glorioso. La liturgia
es la salvación celebrada, vivida.
Adentrémonos con fe y respeto en este misterio de la
liturgia.
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