Tras
la misa, a la que acudieron 180.000 personas, el Pontífice vuelve a Roma.
Por primera vez, un Papa de Roma ha celebrado misa en la Península Arábiga.
Y por primera vez en Emiratos Árabes, se ha permitido una misa fuera de una iglesia.
Y por primera vez, ha habido en el país una misa masiva, de multitudes.
Acudieron unos 180.000 participantes, casi todos inmigrantes cristianos naturales de Filipinas, Pakistán, India, Ceilán, Irak, Siria, Líbano... Algunos periodistas han calculado que a la ceremonia en el Estadio Zayed Sports City han acudido unos 4.000 musulmanes, incluyendo al jeque Nahyan bin Mubarak Al-Nahyan, Ministro la Tolerancia, y el gran imán de Al Azhar, en El Cairo, Ahmed Al-Tayeb, que el lunes firmó con Francisco un documento conjunto de gran importancia.
Y por primera vez en Emiratos Árabes, se ha permitido una misa fuera de una iglesia.
Y por primera vez, ha habido en el país una misa masiva, de multitudes.
Acudieron unos 180.000 participantes, casi todos inmigrantes cristianos naturales de Filipinas, Pakistán, India, Ceilán, Irak, Siria, Líbano... Algunos periodistas han calculado que a la ceremonia en el Estadio Zayed Sports City han acudido unos 4.000 musulmanes, incluyendo al jeque Nahyan bin Mubarak Al-Nahyan, Ministro la Tolerancia, y el gran imán de Al Azhar, en El Cairo, Ahmed Al-Tayeb, que el lunes firmó con Francisco un documento conjunto de gran importancia.
La mayor
parte de la misa se celebró en inglés
(lengua común para gran parte de los trabajadores inmigrantes), aunque el
Evangelio se proclamó en árabe. Partes invariables de la misa se
pronunciaron en latín. El Papa pronunció su homilía en italiano, que fue traducida al árabe por su segundo secretario,
el padre Yoannis Lahzi Gaid, sacerdote católico de rito copto que nació en una
familia de El Cairo de 7 hermanos. El padre Lahzi, que habla inglés,
árabe, francés e italiano, ha sido el traductor y principal asistente del Papa
en este viaje.
Hubo
chicas revestidas de monaguillo para repartir la comunión y acompañar con velas
y en distintos servicios, dando visibilidad a la mujer en un entorno -un país
árabe y musulmán- en el que no se suele hacer en contexto religioso. Grandes
pantallas lo recogían en el estadio y también se retransmitía en vivo por
Internet.
La
homilía duró unos 25 minutos, y se centró en las Bienaventuranzas, en las promesas de Jesús de saciar a los
hambrientos y consolar a los tristes, que resonaron con fuerza entre los
asistentes, que incluían a algunos
técnicos e ingenieros extranjeros que ganan bastante dinero, pero también a una
multitud de trabajadores pobres en trabajos humildes que buscan un
sustento para ayudar a sus familias en Asia.
El Papa
alabó una y otra vez la pluralidad de la comunidad católica, llegada de tantos
países distintos, que suma casi un millón de personas en Emiratos Árabes. "Sois un
coro compuesto de numerosas naciones, lenguas y ritos, una diversidad que el
Espíritu Santo ama y quiere armonizar más, para lograr una
sinfonía", dijo el Pontífice al coro, con 120 miembros de 13
países: filipinos, libaneses, sirios, jordanos,
armenios, franceses, italianos, nigerianos, americanos, holandeses,
argentinos...
Casi
todas las canciones estaban en inglés, y eran
himnos muy conocidos en las parroquias multiculturales del país. Solo unos
pocos temas estaban en árabe.
Francisco,
hijo de inmigrantes italianos, se dirigió a la multitud internacional: "Ciertamente no es fácil para vosotros vivir lejos de
casa, echando de menos el afecto de vuestros seres queridos, y quizá con
incertidumbre respecto al futuro. Pero el Señor es fiel y no abandona a Su
pueblo".
Cuando el
Papa dejó el estadio al terminar la misa, subió al escenario la popular cantante pop filipina Sarah
Geronimo, que cantó
varias canciones (entre ellas “Man in
the Mirror” y “Heal the World”)
y exhortó a los asistentes a perdonar con la oración atribuida a San Francisco:
"Que donde haya odio, yo ponga amor..." El
evento no se había anunciado, sorprendió a los asistentes y algunos lamentaron
haberse ido antes.
Antes de
la misa, el Papa visitó la catedral de San José, una de las dos iglesias de la
capital de los Emiratos Árabes Unidos. Allí saludó a unos 300 fieles. También
saludó, al dejar su residencia, a un grupo de religiosos y sacerdotes
presentados por el Nuncio Apostólico, el filipino Francisco Montecillo Padilla:
había frailes capuchinos y algunos parientes
filipinos del nuncio.
Tras la
misa, el Papa se dirigió al aeropuerto
para emprender su regreso a Roma. A la una de la tarde (hora local)
salía su vuelo. En una sala del aeropuesto se despidió del Príncipe Heredero,
el jeque Mohammed bin Zayed Al Nahyan, y de su delegación oficial.
TEXTO
COMPLETO DE LA HOMILÍA PRONUNCIADA POR EL PAPA FRANCISCO EN ABU DABI
Bienaventurados:
es la palabra con la que Jesús comienza su predicación en el Evangelio de
Mateo. Y es el estribillo que él repite hoy, casi como queriendo fijar en
nuestro corazón, ante todo, un mensaje fundamental: si estás con Jesús; si amas
escuchar su palabra como los discípulos de entonces; si buscas vivirla cada
día, eres bienaventurado.
No serás
bienaventurado, sino que eres bienaventurado: esa es la primera realidad de la
vida cristiana. No consiste en un elenco de prescripciones exteriores para
cumplir o en un complejo conjunto de doctrinas que hay que conocer. Ante todo,
no es esto; es sentirse, en Jesús, hijos amados del Padre. Es vivir la alegría
de esta bienaventuranza, es entender la vida como una historia de amor, la
historia del amor fiel de Dios que nunca nos abandona y quiere vivir siempre en
comunión con nosotros.
Este es
el motivo de nuestra alegría, de una alegría que ninguna persona en el mundo y
ninguna circunstancia de la vida nos puede quitar. Es una alegría que da paz
incluso en el dolor, que ya desde ahora nos hace pregustar esa felicidad que
nos aguarda para siempre. Queridos hermanos y hermanas, en la alegría de
encontraros, esta es la palabra que he venido a deciros: bienaventurados.
Ahora
bien, Jesús llama bienaventurados a sus discípulos, sin embargo, llaman la
atención los motivos de las diversas bienaventuranzas. En ellas vemos una
transformación total en el modo de pensar habitual, que considera
bienaventurados a los ricos, los poderosos, los que tienen éxito y son
aclamados por las multitudes.
Para
Jesús, en cambio, son bienaventurados los pobres, los mansos, los que se
mantienen justos aun corriendo el riesgo de ser ridiculizados, los perseguidos.
¿Quién tiene razón, Jesús o el mundo?
Para
entenderlo, miremos cómo vivió Jesús: pobre de cosas y rico de amor, devolvió
la salud a muchas vidas, pero no se ahorró la suya. Vino para servir y no para
ser servido; nos enseñó que no es grande quien tiene, sino quien da. Fue justo
y dócil, no opuso resistencia y se dejó condenar injustamente.
De este
modo, Jesús trajo al mundo el amor de Dios. Solo así derrotó a la muerte, al
pecado, al miedo y a la misma mundanidad, solo con la fuerza del amor divino.
Todos juntos, pidamos hoy en este lugar, la gracia de redescubrir la belleza de
seguir a Jesús, de imitarlo, de no buscar más que a él y a su amor humilde.
Porque el sentido de la vida en la tierra está aquí, en la comunión con él y en
el amor por los otros. ¿Creéis esto?
He venido
también a daros las gracias por el modo como vivís el Evangelio que hemos
escuchado. Se dice que entre el Evangelio escrito y el que se vive existe la
misma diferencia que entre la música escrita y la interpretada. Vosotros aquí
conocéis la melodía del Evangelio y vivís el entusiasmo de su ritmo.
Sois un
coro compuesto por una variedad de naciones, lenguas y ritos; una diversidad
que el Espíritu Santo ama y quiere armonizar cada vez más, para hacer una
sinfonía. Esta alegre sinfonía de la fe es un testimonio que dais a todos y que
construye la Iglesia. Me ha impactado lo que Mons. Hinder dijo una vez, que no
solo él se siente vuestro Pastor, sino que vosotros, con vuestro ejemplo, sois
a menudo pastores para él.
Ahora
bien, vivir como bienaventurados y seguir el camino de Jesús no significa estar
siempre contentos. Quien está afligido, quien sufre injusticias, quien se
entrega para ser artífice de la paz sabe lo que significa sufrir. Ciertamente,
para vosotros no es fácil vivir lejos de casa y quizá sentir la ausencia de las
personas más queridas y la incertidumbre por el futuro. Pero el Señor es fiel y
no abandona a los suyos.
Nos puede
ayudar un episodio de la vida de san Antonio abad, el gran fundador del
monacato en el desierto. Él había dejado todo por el Señor y se encontraba en
el desierto. Allí, durante un largo tiempo, sufrió una dura lucha espiritual
que no le daba tregua, asaltado por dudas y oscuridades, tentado incluso de
ceder a la nostalgia y a las cosas de la vida pasada. Después de tanto
tormento, el Señor lo consoló y san Antonio le preguntó: «¿Dónde estabas? ¿Por qué no apareciste antes para
detener los sufrimientos?». Entonces percibió con claridad la respuesta
de Jesús: «Antonio, yo estaba aquí» (S.
ATANASIO, Vida de Antonio, 10).
El Señor
está cerca. Frente a una prueba o a un período difícil, podemos pensar que
estamos solos, incluso después de estar tanto tiempo con el Señor. Pero en esos
momentos, aun si no interviene rápidamente, él camina a nuestro lado y, si
seguimos adelante, abrirá una senda nueva. Porque el Señor es especialista en
hacer nuevas las cosas, y sabe abrir caminos en el desierto (cf. Is 43,19).
Queridos
hermanos y hermanas: Quisiera deciros también que para vivir las
Bienaventuranzas no se necesitan gestos espectaculares. Miremos a Jesús: no dejó nada escrito, no construyó nada imponente. Y
cuando nos dijo cómo hemos de vivir no nos ha pedido que levantemos grandes
obras o que nos destaquemos realizando hazañas extraordinarias.
Nos ha
pedido que llevemos a cabo una sola obra de arte, al alcance de todos: la de
nuestra vida. Las Bienaventuranzas son una ruta de vida: no nos exigen acciones sobrehumanas, sino que imitemos a
Jesús cada día. Invitan a tener limpio el corazón, a practicar la
mansedumbre y la justicia a pesar de todo, a ser misericordiosos con todos, a
vivir la aflicción unidos a Dios.
Es la
santidad de la vida cotidiana, que no tiene necesidad de milagros ni de signos
extraordinarios. Las Bienaventuranzas no son para súper-hombres, sino para
quien afronta los desafíos y las pruebas de cada día. Quien las vive al modo de
Jesús purifica el mundo. Es como un árbol que, aun en la tierra árida, absorbe
cada día el aire contaminado y devuelve oxígeno. Os deseo que estéis así,
arraigados en Jesús y dispuestos a hacer el bien a todo el que está cerca de
vosotros. Que vuestras comunidades sean oasis de paz.
Por
último, quisiera detenerme brevemente en dos Bienaventuranzas. La primera: «Bienaventurados
los mansos» (Mt 5,4). No es bienaventurado quien agrede o somete, sino
quien tiene la actitud de Jesús que nos ha salvado: manso,
incluso ante sus acusadores. Me gusta citar a san Francisco, cuando da
instrucciones a sus hermanos sobre el modo como han de presentarse ante los
sarracenos y los no cristianos. Escribe: «No
entablen litigios ni contiendas, sino que estén sometidos a toda humana
criatura por Dios y confiesen que son cristianos» (Regla no bulada,
XVI). No entablen litigios ni contiendas: en ese
tiempo, mientras tantos marchaban revestidos de pesadas armaduras, san
Francisco recordó que el cristiano va armado solo de su fe humilde y su amor
concreto. Es importante la mansedumbre: si
vivimos en el mundo al modo de Dios, nos convertiremos en canales de su
presencia; de lo contrario, no daremos frutos.
La
segunda Bienaventuranza: «Bienaventurados los que trabajan por la paz» (v. 9). El cristiano promueve la paz, comenzando
por la comunidad en la que vive. En el libro del Apocalipsis, hay una comunidad
a la que Jesús se dirige, la de Filadelfia, que creo se parece a la vuestra. Es
una Iglesia a la que el Señor, a diferencia de casi todas las demás, no le
reprocha nada.
En
efecto, ella ha conservado la palabra de Jesús, sin renegar de su nombre, y ha
perseverado, es decir que, a pesar de las dificultades, ha seguido adelante. Y
hay un aspecto importante: el nombre Filadelfia
significa amor entre hermanos. El amor fraterno. Una Iglesia que
persevera en la palabra de Jesús y en el amor fraterno es agradable a Dios y da
fruto.
Pido para
vosotros la gracia de conservar la paz, la unidad, de haceros cargo los unos de
los otros, con esa hermosa fraternidad que hace que no haya cristianos de
primera y de segunda clase.
Jesús,
que os llama bienaventurados, os da la gracia de seguir siempre adelante sin desanimaros,
creciendo en el amor mutuo y en el amor a todos (cf. 1 Ts 3,12).
P.J.G./ReL
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