La película ha
gustado sobremanera a la sociedad española, en la que sin embargo este tipo de
personas lo tienen cada vez más crudo… para nacer.
Entre los éxitos más
restallantes del reciente cine español se cuenta Campeones, la película dirigida por Javier Fesser, en la
que un entrenador de baloncesto interpretado por Javier Gutiérrez, inmerso en
un desbarajuste vital, encuentra una redención personal dirigiendo un equipo de
chicos con algún tipo de deficiencia psíquica. La película ha gustado
sobremanera a la sociedad española, en la que sin embargo este tipo de personas
lo tienen cada vez más crudo… para nacer. Pues lo cierto es que en España –como,
por lo demás, ocurre en todos los ‘países de
nuestro entorno’ eugenésico–normalmente liquidamos a este tipo de
personas durante el embarazo.
Podríamos probar a
preguntarnos –más allá de las virtudes cinematográficas de Campeones– cuál
será la razón ‘sociológica’ de su éxito. ¿Será qué nuestra conciencia moral se siente interpelada
y nos invita a reflexionar sobre el exterminio sigiloso de estas personas? ¿O
será más bien que en ella hallamos un desahogo sentimental que nos permite
olvidar más fácilmente este exterminio? Y lo mismo podríamos
preguntarnos sobre esas campañas publicitarias presuntamente ‘sensibilizadoras’ (y en realidad obscenamente
ternuristas) que nos muestran cuán maravillosas y risueñas son las personas con
síndrome de Down. Lo cierto es que, mientras se estrenan estas películas y se
sufragan estas campañas, en España son masacrados casi todos los niños
gestantes que padecen algún tipo de deficiencia psíquica; y que los pocos que
se salvan de la escabechina lo consiguen mayormente porque los diagnósticos
prenatales no aciertan a detectar su discapacidad. Especialmente sobrecogedoras
resultan las cifras de nacimientos de niños con síndrome de Down, que han
llegado a ser ‘testimoniales’ y por lo
general fruto de errores en el diagnóstico médico.
La desaparición progresiva de
las personas con deficiencias psíquicas es una lacra social acongojante, una
clara muestra del debilitamiento de nuestra humanidad. Pero este exterminio
sigiloso resulta todavía más abyecto porque lo acompañamos de una bochornosa
sublimación de las deficiencias psíquicas, con campañas publicitarias y
mediáticas en las que los niños y jóvenes que las sufren parecen reyes del
mambo en un mundo de algodón de azúcar. Mientras
hacemos postureo emotivista ante la galería con los niños deficientes, los
estamos descuartizando en el sótano oscuro. Y escribo ‘deficientes’ porque considero que no lograremos
combatir esta lacra mientras nos aferremos al postureo emotivista. Es una
evidencia incontestable que el maquillaje o embellecimiento de las deficiencias
psíquicas con eufemismos ñoños ha discurrido paralelo al exterminio de los
niños que las padecen. Las palabras sirven para confrontarnos con las
realidades; y cuando las palabras se retuercen para mitigar la realidad,
resulta mucho más sencillo escamotear la realidad y tirarla al cubo de la
basura. Y lo que decimos del lenguaje sirve también para otras formas de
edulcoramiento. Puede sonar sarcástico, pero lo cierto es que los niños
deficientes están siendo tachados del libro de la vida entre almibarados
homenajes y seráficas jergas políticamente correctas, para desahogo
sentimental de quienes los estamos masacrando.
Para combatir este exterminio
sigiloso, en lugar de barnizar la deficiencia mental con eufemismos merengosos,
deberíamos empezar por afrontar la cruda realidad. Así tal vez lograríamos
despertar el dormido heroísmo que es preciso para recibir amorosamente a estos
niños que ahora tachamos tan campantes del libro de la vida, mientras
lagrimeamos en el cine. Es mentira que estos niños sean «como nosotros»; es bazofia sentimental afirmar que son «tan capaces» como el resto. Alumbrar y cuidar a
un niño deficiente puede procurar infinitas recompensas y remuneraciones
espirituales; pero para alcanzarlas antes hay que acatar los sacrificios más
abnegados y las más dolorosas renuncias; hay, en fin, que aceptar una forma de
vida entregada que nuestra época detesta. Para alumbrar y cuidar a un niño
deficiente hay que tener el cuajo de abjurar de la libertad que nuestra época
celebra, que es la libertad entendida como exaltación del deseo, y abrazarse a
la libertad que nuestra época proscribe, que es la libertad entendida como
responsabilidad y exigencia. Para alumbrar y cuidar a un niño deficiente hay
que atreverse a amar y a recibir amor con una intensidad desmedida que intimida
a nuestra generación podrida por emotivismos fofos. Es natural que una
generación así no tenga valor para tener niños deficientes; y que luego
necesite anegar su hipócrita conciencia eugenésica con desahogos sentimentales.
Publicado
originalmente en XLSemanal
Juan Manuel de Prada
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