jueves, 4 de octubre de 2018

DÍA 3: EN EL NOMBRE DEL PADRE Y DEL HIJO Y DEL ESPÍRITU SANTO


EN EL NOMBRE DEL PADRE, DEL HIJO, Y DEL ESPÍRITU SANTO
Cuando el agua se derrama en su cabeza en la pila bautismal… cuando comienza a aprender sus primeras oraciones… al principio y al final de cada Misa… al recibir el sacramento del Perdón, de la Unción, del Matrimonio… y al ser despedido de este mundo en el rito de las exequias…
Cada momento de la vida del cristiano está puesto y es vivido bajo el signo de la Cruz y “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, de este Dios Uno y Trino, Dios Familia, Dios comunión de personas que por puro amor se derrama sobre el mundo.
El Rosario es un itinerario de contemplación en el cual, con María, en Ella, como Ella y desde Ella, somos introducidos en la vida trinitaria, a través de su obra en la Historia de la Salvación
Contemplando los misterios de Aquel que es “imagen del Dios Invisible”, nos preparamos para contemplar la Trinidad en el Cielo, por toda la eternidad.
En el Rosario, como en la Misa, somos movidos por el Espíritu Santo y conducidos hacia el Hijo, y por Él - “Camino” y “Puerta”- llegamos al seno del Padre.
Durante el Rosario, puedes sentir que estás allí, en el seno de la Trinidad, envuelto en su amor paternal, de amistad y de inhabitación.
Pero al iniciar el Rosario no sólo pronunciamos esas sagradas palabras, tomadas de labios de Jesús en su mandato misionero. Nuestras manos nuevamente nos ayudan a ponernos en clima de intimidad divina.
Trazamos primero una línea vertical desde la frente al pecho, para luego realizar la horizontal uniendo nuestros hombros.
Nuevamente es la Cruz, es la Pascua en su doble aspecto de dolor y gloria, la que abre y cierra nuestra oración.
El madero vertical de la Cruz y el gesto análogo que realizas te recuerdan que Cristo ha unido el Cielo y la Tierra, lo humano y lo divino.
El madero horizontal y tu gesto te hacen presente el misterio de la unidad del género humano: Cristo nos hace hermanos con su muerte, uniendo a todos los hombres.
Así es también el Rosario: tiene como primera finalidad unirte a Dios, “re-ligarte” con tu Creador, Origen y Meta, a la vez que pone en tu interior la fuerza para vivir la unidad y el amor con todos tus hermanos.
Y hay algo más en la señal de la Cruz, un significado que te invita a hacerla lentamente, con cadencia, con piedad, casi abrazando todo tu ser…
El amor de María en el Santo Rosario puede poner armonía en tu mundo interior, puede volver a ordenarlo todo como Dios lo pensó: lo más alto -la inteligencia iluminada por la fe- guiando y conduciendo lo más bajo -tus pasiones y tus fuerzas instintivas-. Tus supremas aspiraciones e ideales -tocados por la Gracia- enalteciendo y sublimando tus tendencias y sanando tus fragilidades. La Gracia de los misterios de Cristo te devuelven la jerarquía interior, rescatándote del caos que produce el pecado.
El amor de María en el Rosario, además, abraza todo tu ser, y puede ordenar también todos los opuestos que conviven en ti: tus actitudes demasiado diestras o siniestras, los vaivenes y polarizaciones indebidas que podrían darse entre la acción enloquecida y la contemplación desarraigada de la vida, entre una fe gnóstica y la razón clausurada a la trascendencia, entre el anclarse en el pasado y el fugarse hacia el futuro, entre la cobardía y la temeridad…
Sin que acaso te des cuenta, si oras con confianza, María te alcanzará la unidad interior, te irá dando la gracia de vivir centrado, de que en lo profundo de tu corazón –donde se entrecruzan el gesto vertical y el horizontal, y donde termina la señal de la cruz- esté Cristo, y desde allí, reine en todo tu ser, y sea el todo en tu todo.
Leandro Bonnin

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