En el día de ayer se
celebró la 1ª Congregación General de la XV Asamblea General Ordinaria del
Sínodo de los Obispos en el Aula del Sínodo, presidida por el Papa Francisco,
que dirigió un discurso a los padres sinodales.
(InfoCatólica) En el acto participaron 267
padres sinodales y 34 jóvenes, a quienes el Pontífice agradeció su presencia.
DISCURSO DEL PAPA
FRANCISCO
Estimadas
Beatitudes, Eminencias y Excelencias
Queridos hermanos y
hermanas, queridísimos jóvenes.
Entrando en esta aula para hablar de los jóvenes, se siente ya la fuerza
de su presencia, que
transmite una positividad y un entusiasmo capaz de inundar y llenar de alegría,
no solo esta aula sino toda la Iglesia y el mundo entero.
Por esta razón no puedo comenzar sin deciros antes «gracias». Gracias a los que estáis aquí presentes, gracias a tantas personas que,
a lo largo de un camino de preparación de dos años —aquí en la Iglesia de Roma
y en todas las iglesias del mundo— han trabajado con entrega y pasión para que
pudiéramos llegar a este momento. Gracias de corazón al cardenal Lorenzo
Baldisseri, secretario general del Sínodo, a los presidentes delegados, al
cardenal Sérgio da Rocha, relator general, a Mons. Fabio Fabene, subsecretario;
a los oficiales de la Secretaría general y a los ayudantes; gracias a todos
vosotros, padres sinodales, auditores, auditoras, expertos y consultores; a los
delegados fraternos; a los traductores, a los cantores, a los periodistas.
Gracias de corazón a todos por vuestra participación activa y fecunda.
Un sentido «gracias» merecen los dos
secretarios especiales, Padre Giacomo Costa, jesuita, y Don Rossano Sala, salesiano, que han
trabajado generosamente con empeño y abnegación. Se han dejado la piel en la
preparación.
Deseo enviar también un vivo agradecimiento a los jóvenes que están
conectados con nosotros en este momento, y a todos los jóvenes que de
distintas formas han hecho oír su voz. Les doy las gracias por haber apostado a
favor de que merece la pena sentirse
parte de la Iglesia, o entrar en diálogo con ella; vale la pena tener a la
Iglesia como madre, como maestra, como casa, como familia, y que, a
pesar de las debilidades humanas y las dificultades, es capaz de brillar y
trasmitir el mensaje imperecedero de Cristo; vale la pena aferrarse a la barca
de la Iglesia que, aun a través de las terribles tempestades del mundo, sigue
ofreciendo a todos refugio y hospitalidad; vale la pena que nos pongamos en
actitud de escucha los unos de los otros; vale la pena nadar contra corriente y
vincularse a los valores más grandes: la familia, la fidelidad, el amor, la fe,
el sacrificio, el servicio, la vida eterna.
Nuestra responsabilidad en el
Sínodo es la de no desmentirlos, es más, la de demostrar que tenían razón en
apostar: de verdad vale la pena, de verdad no es una pérdida de tiempo.
Y os doy las gracias especialmente
a vosotros, queridos jóvenes aquí presentes. El camino de preparación al Sínodo
nos ha enseñado que el universo juvenil
es tan variado que no puede ser representado totalmente, pero vosotros
sois de verdad un signo importante del mismo. Vuestra participación nos llena
de alegría y de esperanza.
EI Sínodo que estamos viviendo
es un tiempo para la participación. Deseo, por tanto, en este inicio del
itinerario de la Asamblea sinodal, invitar a todos a hablar con valentía y
parresia, es decir integrando libertad, verdad y caridad. Solo el diálogo nos hace crecer. Una crítica
honesta y transparente es constructiva y útil, mientras que no lo son la
vana palabrería, los rumores, las sospechas o los prejuicios.
Y a la valentía en el hablar debe corresponder la humildad en el escuchar.
Decía a los jóvenes en la reunión pre-sinodal: «Si habla el que no me gusta,
debo escuchar más, porque cada uno tiene el derecho de ser escuchado, como cada
uno tiene el derecho de hablar». Esta escucha franca requiere valentía para
tomar la palabra y hacerse portavoz de tantos jóvenes del mundo que no están
presentes. Este escuchar es el que abre espacio al diálogo. El Sínodo debe ser un ejercicio de diálogo,
en primer lugar entre los que participan en él. Y el primer fruto de ese
diálogo es que cada uno se abra a la novedad, a cambiar su propia opinión
gracias a lo que ha escuchado de los demás. Esto es importante para el Sínodo.
Muchos de vosotros habéis preparado ya vuestra intervención antes de venir —y
os doy las gracias por este trabajo—, pero os invito a sentiros libres de
considerar lo que habéis preparado como un borrador provisional abierto a las
eventuales integraciones y modificaciones que el camino sinodal os podrá
sugerir a cada uno. Sintámonos libres de acoger y comprender a los demás y por
tanto de cambiar nuestras convicciones y posiciones: es
signo de gran madurez humana y espiritual.
El Sínodo es un ejercicio
eclesial de discernimiento. La
franqueza en el hablar y la apertura en el escuchar son fundamentales para que
el Sínodo sea un proceso de discernimiento. El discernimiento no es un
slogan publicitario, no es una técnica organizativa, y ni siquiera una moda de
este pontificado, sino una actitud interior que tiene su raíz en un acto de fe. El discernimiento es el método y a la vez el
objetivo que nos proponemos: se funda en la convicción de que Dios está
actuando en la historia del mundo, en los acontecimientos de la vida, en
las personas que encuentro y que me hablan. Por eso estamos llamados a ponernos
en actitud de escuchar lo que el Espíritu nos sugiere, de maneras y en
direcciones muchas veces imprevisibles. El discernimiento tiene necesidad de
espacios y de tiempos. Por esto dispongo que, durante los trabajos, en la
asamblea plenaria y en los grupos, cada cinco intervenciones se observe un
momento de silencio —de tres minutos aproximadamente—, para permitir que cada
uno preste atención a la resonancia que las cosas que ha escuchado suscite en
su corazón, para profundizar y aceptar lo que más le haya interesado. Este
interés con respecto a la interioridad es la llave para recorrer el camino del
reconocer, interpretar y elegir.
Somos signo de una Iglesia a la escucha y en camino. La actitud de escucha no
puede limitarse a las palabras que nos dirijamos en los trabajos sinodales. El
camino de preparación para este momento ha evidenciado una Iglesia «con una deuda de escucha», también en relación a
los jóvenes, que muchas veces no se sienten comprendidos en su originalidad por
parte de la Iglesia y, por tanto, no suficientemente aceptados por lo que son
realmente, y, alguna vez incluso, hasta rechazados. Este Sínodo tiene la
oportunidad, la tarea y el deber de ser signo de la Iglesia que se pone
verdaderamente a la escucha, que se deja interpelar por las instancias de
aquellos con los que se encuentra, que no tiene siempre una respuesta ya
preparada y pre confeccionada. Una
Iglesia que no escucha se muestra cerrada a la novedad, cerrada a las sorpresas
de Dios, y no será creíble, en particular para los jóvenes, que
inevitablemente se alejan en vez de acercarse.
Huyamos de prejuicios y
estereotipos. Un primer paso en la
dirección de la escucha es liberar nuestras mentes y nuestros corazones de
prejuicios y estereotipos: cuando pensamos que ya sabemos quién es el
otro y lo que quiere, entonces se hace realmente difícil escucharlo en serio.
Las relaciones entre las generaciones son un terreno en el que los prejuicios y
estereotipos se arraigan con una facilidad proverbial, sin que a menudo ni
siquiera nos demos cuenta. Los jóvenes
tienen la tentación de considerar a los adultos como anticuados; los adultos
tienen la tentación de calificar a los jóvenes como inexpertos, de saber
cómo son y sobre todo cómo deberían de ser y de comportarse. Todo esto puede
llegar a ser un fuerte obstáculo para el diálogo y el encuentro entre las
generaciones. La mayoría de los aquí presentes no pertenecéis a la generación
de los jóvenes, por lo que es evidente que debemos vigilar para evitar sobre
todo el riesgo de hablar de los jóvenes a partir de categorías y esquemas
mentales que ya están superados. Si podemos evitar este riesgo, entonces
podremos contribuir a que sea posible una alianza entre generaciones. Los adultos deben superar la tentación de
subestimar las capacidades de los jóvenes y juzgarlos negativamente. Leí
una vez que la primera mención de este hecho se remonta al 3.000 a.C. y fue
encontrado en una vasija de barro de la antigua Babilonia, donde está escrito
que la juventud es inmoral y que los jóvenes no son capaces de salvar la
cultura del pueblo. Es una vieja tradición de nosotros, los viejos. Los jóvenes, en cambio, deberían de vencer la
tentación de no escuchar a los adultos y de considerar a los ancianos como «algo antiguo, pasado y aburrido», olvidando que es absurdo querer empezar siempre
de cero, como si la vida comenzara solo con cada uno de ellos. En realidad, los
ancianos, a pesar de su fragilidad física, permanecen siempre como la memoria
de nuestra humanidad, las raíces de nuestra sociedad, el «pulso» de nuestra civilización.
Despreciarlos, desprenderse de ellos, encerrarlos en reservas aisladas o
ignorarlos es una muestra de cesión a la mentalidad del mundo que está
devorando nuestras casas desde dentro. Descuidar el tesoro de las experiencias
que cada generación recibe en herencia y transmite a la siguiente es un acto de
autodestrucción.
Por una parte, es necesario superar con decisión la plaga
del clericalismo. En efecto, escuchar y huir de los estereotipos es
también un poderoso antídoto contra el riesgo del clericalismo, al que una
asamblea como esta se ve inevitablemente expuesta, más allá de las intenciones
de cada uno de nosotros. Surge de una visión elitista y excluyente de la
vocación, que interpreta el ministerio recibido como un poder que hay que
ejercer más que como un servicio gratuito y generoso que ofrecer; y esto nos
lleva a creer que pertenecemos a un grupo que tiene todas las respuestas y no
necesita ya escuchar ni aprender nada, o hace como que escucha. El clericalismo es una perversión y es la
raíz de muchos males en la Iglesia: debemos pedir humildemente perdón
por ellos y, sobre todo, crear las condiciones para no repetirlos.
Por otro lado, sin embargo, es necesario curar el virus de la autosuficiencia
y de las conclusiones apresuradas de muchos jóvenes. Un proverbio
egipcio dice: «Si no hay un anciano en tu casa,
cómpralo, porque te será útil». Repudiar y rechazar todo lo que se ha
transmitido a lo largo de los siglos solo conduce al peligroso extravío que
lamentablemente está amenazando nuestra humanidad; lleva al estado de
desilusión que se ha apoderado del corazón de generaciones enteras. La
acumulación, a lo largo de la historia, de experiencias humanas es el tesoro
más valioso y digno de confianza que las generaciones reciben unas de otras.
Sin olvidar nunca la revelación divina, que ilumina y da sentido a la historia
y a nuestra existencia.
Hermanos y hermanas:
Que el Sínodo despierte nuestros corazones. El presente, también el de
la Iglesia, aparece lleno de trabajos, problemas y cargas. Pero la fe nos dice
que es también kairos, en el que el Señor viene a nuestro encuentro para
amarnos y llamarnos a la plenitud de la vida. El futuro no es una amenaza que
hay que temer, sino el tiempo que el Señor nos promete para que podamos
experimentar la comunión con él, con nuestros hermanos y con toda la creación.
Necesitamos redescubrir las razones de nuestra esperanza y sobre todo
transmitirlas a los jóvenes, que tienen sed de esperanza, como bien afirmó el
Concilio Vaticano II: «Podemos pensar, con razón
que el porvenir de la humanidad está en manos de aquellos sean capaces de
transmitir a las generaciones venideras razones para vivir y para esperar» (Cost.
Past., Gaudium et Spes, 31).
El encuentro entre
generaciones puede ser extremadamente fructífero para generar esperanza. El
profeta Joel nos los enseña –lo recordé también a los jóvenes de la reunión
pre-sinodal– en esa que considero la profecía de nuestro tiempo: «Vuestros ancianos tendrán sueños y vuestros jóvenes
verán visiones» (3,1), y profetizarán.
No hay necesidad de
sofisticados argumentos teológicos para mostrar nuestro deber de ayudar al mundo contemporáneo a caminar hacia el reino
de Dios, sin falsas esperanzas y sin ver solo ruinas y problemas. En
efecto, san Juan XXIII, hablando de las personas que valoran los hechos sin
suficiente objetividad ni juicio prudente, dijo: «Ellas
no ven en los tiempos modernos sino prevaricación y ruina; van diciendo que
nuestra época, comparada con las pasadas, ha ido empeorando; y se comportan
como si nada hubieran aprendido de la historia, que sigue siendo maestra de la
vida» (Discurso pronunciado para la solemne apertura del Concilio
Vaticano II, 11 octubre 1962).
Por tanto, no hay que dejarse tentar por las «profecías de desgracias», ni gastar energías en «llevar
cuenta de los fallos y echar en cara amarguras», hay que mantener los ojos fijos en el bien, que «a menudo no hace ruido, ni es tema de los blogs ni
aparece en las primeras páginas», y no asustarse «ante las heridas de la carne de Cristo, causadas siempre por el
pecado y con frecuencia por los hijos de la Iglesia» (cf. Discurso a los
Obispos participantes en el curso promovido por la Congregación para los
Obispos y para las Iglesias orientales, 13 septiembre, 2018).
Comprometámonos a procurar «frecuentar el futuro», y a que salga de este Sínodo no sólo un documento
–que generalmente es leído por pocos y criticado por muchos–, sino sobre todo propuestas pastorales
concretas, capaces de llevar a cabo la tarea del propio Sínodo, que es
la de hacer que germinen sueños, suscitar profecías y visiones, hacer florecer
esperanzas, estimular la confianza, vendar heridas, entretejer relaciones,
resucitar una aurora de esperanza, aprender unos de otros, y crear un
imaginario positivo que ilumine las mentes, enardezca los corazones, dé fuerza
a las manos, e inspire a los jóvenes –a todos los jóvenes, sin excepción– la
visión de un futuro lleno de la alegría del evangelio. Gracias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario