¿Nos
vamos a sorprender del detallado testimonio del arzobispo Carlo Maria Viganò
sobre el encubrimiento del ex cardenal McCarrick por parte del papa Francisco? Hacía años que se veía venir que nos las verías con una falsedad y una depravación de este calibre. Desde el primer momento de su pontificado,
Francisco ha manifestado desprecio por las tradiciones papales, demostrando con
ello su falta de respeto por los deberes y limitaciones de cargo. Sus
celebraciones minimalistas y deslucidas de la Misa daban a entender que, para
él, la liturgia no era «fuente y culmen de la vida cristiana».
Sus insufribles homilías, en muchos casos sospechosas de herejía,
revelaban una mentalidad nada católica. Sus torpes respuestas en las
entrevistas a la prensa y en los aviones sembraban confusión sobre doctrinas
cristianas fundamentales. Lo de «¿quién soy yo
para juzgar?» apareció en todos los diarios y terminó en millares de
mensajes internéticos que ofrecían un mensaje de liberación de los mandamientos
de Dios. El dulce nombre de la misericordia fue usurpado con vistas a un plan
de secularización. Fariseo se
convirtió en la palabra predilecta para burlarse de todo el que aún creyera en
la Biblia o en una versión identificable del cristianismo.
Los sínodos sobre la familia con su consecuencia —Amoris laetitia–, amañados por el Papa
–autoritariamente aclarados por las pautas de la arquidiócesis bonaerense–
otorgaron honores pontificios a la normalización de las relaciones adúlteras.
Se introdujeron modificaciones en los procesos de anulación para acelerar la
concesión del divorcio católico. Reorganizaciones internas e iniciativas
vaticanas aguaron el mensaje provida y enturbiaron las aguas de la Humanae vitae en
el año preciso de su cincuentenario. Conocidos anticatólicos fueron invitados
al Vaticano, donde se les concedió tribuna y se les aplaudió.
En cuanto
alguien se acercó más de la cuenta a la miserable verdad sobre la corrupción
financiera en el Vaticano, el papa supuestamente reformista aseguró que se
había eliminado el peligro, ya fuera el miembro del Consejo de Cardenales
falsamente incriminado o los auditores profesionales externos sumariamente
despedidos.
Las
condenas del Papa a la homosexualidad nunca pasaron de ambiguas; la doctrina
tradicional parecía ir camino del basurero, como la pena de muerte (si no te
gusta lo que enseña la Tradición de la Iglesia, no tienes más que cambiar el
Catecismo, diciendo las palabras mágicas «abracadabra,
que se desarrolle la doctrina»). Como se ha viso en el caso de Chile, el
manejo de la crisis internacional de los abusos sexuales reveló en el mejor de
los casos lo poco empeñados que estaban en que se hiciera justicia, y en el
peor, una tendencia hacia la complicidad.
Y ahora nos llega esta noticia,
que con toda lógica ha repercutido en todo el mundo como una sacudida sísmica,
el estupor colectivo ante el alcance de la impiedad en las altas esferas.
No es
sólo que no haya justicia en la Casa Santa Marta; allí reside lo que parece ser
una resolución calculada y premeditada de apoyar, promover y exaltar la
injusticia. Es algo más que tendencia a la complicidad; en los más altos
niveles vaticanos el mal se fabrica en serie, con una eficiencia que
maravillaría a Henry Ford. El curso inexorable de los acontecimientos
desenmascara cada vez más a Francisco como cómplice de la mafia rosa, las
garras de cuya afeminada burocracia están estrangulando a la Iglesia militante.
Con Bergoglio el Vaticano se ha convertido en una cloaca en la que se han
mezclado y concentrado la actitud acomodaticia al mundo instaurada por el
Concilio Vaticano II y las peores ideas y conductas de la rebelión
postconciliar.
El pasado 15 de agosto publiqué un artículo en OnePeterFive en
el que afirmaba lo siguiente: «Que personas
bien intencionadas afirmen que Bergoglio debe nombrar una comisión
investigadora que corrija la situación [en EE.UU.] es de locos. Sería como
elegir a Himmler para que presidiese los juicios de Nuremberg». A algunos
les pareció una afirmación muy atrevida. ¿Cómo
podía decir algo así del Santo Padre?
Hoy, a la
luz de las revelaciones de Viganò y de muchas otras pruebas, corroboro lo
dicho, y lo que dicen miles de afirmaciones similares. Ni da la menor señal de ser
santo, ni se comporta como padre. Un santo padre no trataría a los católicos
como los trata Francisco. Un santo padre no descarría a sus hijos hacia el
pecado en lo relativo a los misterios de la sexualidad, el matrimonio y el
Santísimo Sacramento. Un santo padre no tiraniza a hijos suyos que han
encontrado inspiración espiritual en la recuperación de las tradiciones de la
familia mientras promueve a hijos que se rebelan contra ella, o incluso a
extraños que a los que ésta tiene sin cuidado. Un santo padre no consiente por
un momento que el hijo mayor maltrate al menor, sino que lo despoja de todas
sus dignidades y lo expulsa.
Sólo Dios
sabe qué pasará en las circunvoluciones de su cerebro. Lo que sí sabemos es que
el Señor ha permitido esta época de tribulación para poner a prueba y
fortalecer la fe de sus siervos, a fin de ver si pase lo que pase seremos
fieles a su revelación, sus mandamientos, la Tradición que nos ha confiado y su
justicia.
La Divina
Providencia ha probado la fidelidad cristiana en numerosas ocasiones a lo largo
de la historia de la Iglesia, ya fuera mediante terribles torturas y dolorosos
exilios en persecuciones romanas y paganas, con graves inmoralidades y
corrupción en el clero, caos doctrinal y transigencias, o simplemente por medio
de grandes adversidades en guerras, hambres, epidemias y catástrofes que nunca
faltarán en nuestro mundo caído. «Bienaventurado
el varón que soporta la tentación, porque, una vez probado, recibirá la corona
de vida que el Señor tiene prometida a los que le aman» (Stg 1,12)
(Traducido por
Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe. Artículo original)
No hay comentarios:
Publicar un comentario