El arzobispo Carlo Maria Viganò, que ha puesto en evidencia la
existencia de una red de corrupción el Vaticano, llamando a los responsables
por su nombre, ¿será castigado por decir la verdad?
El papa Francisco está estudiando esta posibilidad, si es cierto -como
han confirmado varias fuentes- que ha consultado al cardenal Francesco
Coccopalmerio y a algún otro canonista para estudiar las posibles sanciones
canónicas que podría imponer al arzobispo, empezando por la suspensión a divinis.
De confirmarse la noticia, revestiría extrema gravedad, y sería además
un tanto surrealista, ya que el experto al que
se ha pedido que sancione a monseñor Viganò no sería otro que el cardenal
Coccopalmerio, acusado por el exnuncio en los Estados Unidos de pertenecer
al lobby gay que
ejerce su tiranía en el Vaticano.
Tampoco
podemos olvidar que el secretario del cardenal, monseñor Luigi Capozzi, está a
su vez complicado en un caso de orgías homosexuales en el que todavía no está
clara la postura de su superior. Pero, naturalmente, el problema de fondo es
otro. Como sociedad visible, la Iglesia Católica cuenta con su derecho penal, o
sea, el derecho que tiene para sancionar a los fieles que vulneran sus leyes.
En este
sentido, hay que distinguir entre pecado y delito. El pecado es una infracción
de orden moral, en tanto que el delito es una transgresión de la ley canónica
de la Iglesia, que es distinta en su naturaleza de las leyes civiles de los
estados.
Todos los
delitos son pecados, pero no todos los pecados son delito. Hay delitos comunes
a la legislación civil y al derecho canónico, como el de pedofilia, pero otros
delitos solamente lo son según el derecho canónico y no según las leyes penales
de los estados.
Por ejemplo, la homosexualidad y el concubinato no están considerados
delito en la mayoría de las legislaciones de los países contemporáneos, pero
siguen constituyendo graves delitos para el clero que los comete, y como tales
los sanciona el derecho canónico. De hecho, no todo acto externo que vulnera
una ley es delito; únicamente la infracción para cuyo incumplimiento está
prevista una sanción, según el principio nulla
crimen, nulla pena sine lege*.
Como recordó hace poco el padre Giovanni Scalese en su blog Antiquo robore, el Código de
Derecho Canónico no sólo considera delito los abusos a menores, sino también
otros pecados contra el sexto mandamiento, como el concubinato y las
situaciones escandalosas, que incluyen la homosexualidad (canon 395 del nuevo
Código).
Por lo visto estas distinciones no están claras para el papa Francisco,
que proclama tolerancia cero contra los delitos civiles como la pedofilia
pero apela al perdón y la misericordia para pecados
de juventud como la
homosexualidad, olvidando que las leyes eclesiásticas sancionan también ese
delito. Pero luego –y ahí está la contradicción– invoca las leyes de la Iglesia
para culpabilizar, no a los sacerdotes inmorales, sino a quien denuncia la
inmoralidad del clero, como monseñor Carlo Maria Viganò, que en ningún punto de
su testimonio se ha apartado de la línea trazada por los reformadores de la
Iglesia, desde San Pedro Damián a San Bernardino de Siena, grandes fustigadores
de la sodomía.
¿Qué motiva la sanción canónica que se quiere
aplicar al valiente arzobispo? El papa Francisco podría
responder como el león en la fábula de Fedro: no hace falta que alegue
razones; Quia nominor leo**; porque lo digo yo que soy el más fuerte.
Ahora
bien, cuando la autoridad no se ejerce para servir a la verdad se convierte en
abuso de poder, y la víctima del abuso de poder adquiere una fuerza que nadie
le podrá quitar: la fuerza de la Verdad. En este momento trágico que vive la
Iglesia, lo primero que piden no sólo los católicos sino también la opinión
pública de todo el mundo a los eclesiásticos es «vivir
sin mentira», según la célebre expresión de Solzhenitsyn. El tiempo de
las dictaduras socialistas ya pasó, y la verdad está destinada a imponerse.
_____
*
Sin ley no hay delito ni pena.
**
Porque me llamo león.
(Traducido por
Bruno de la Inmaculada)
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