jueves, 1 de marzo de 2018

TEOLOGÍA Y ESPIRITUALIDAD DEL SACERDOCIO



Mis primeras palabras son, lógicamente, para manifestar un agradecimiento grande y sincero. En primer lugar a mi prelado, el Señor Arzobispo de Sevilla, Don Carlos, por estar aquí y compartir con nosotros estas horas en las que reflexionamos sobre la naturaleza y la responsabilidad de nuestro ser sacerdotal. En segundo lugar, a los organizadores de estos Coloquios por la invitación a participar en el Ciclo, invitación que me permite compartir con ustedes una misma fe y una misma esperanza. Finalmente, pero no en último lugar, agradecer a ustedes su presencia y su amistad.
Mi aportación se centra en la “teología” del sacerdocio. Esta consideración de la teología del sacerdocio, sin embargo, está al servicio de las consideraciones que se puedan hacer en torno a la espiritualidad sacerdotal. Busca destacar, por tanto, lo que podríamos llamar señas de identidad. Y es que el mejor modo de facilitar el camino a una auténtica espiritualidad sacerdotal es exponer y desarrollar una teología del sacerdocio. Y es que, como se ha escrito con razón, la espiritualidad no es un añadido piadoso, sino expresión del ser cristiano. De ahí que teología espiritual y teología dogmática estén en estrecha conexión, de forma que la dogmática es como el pórtico o introducción a la espiritualidad (1). Me ceñiré, pues, a exponer aquellas líneas de fuerza de la teología del sacerdocio que constituyen, por así decirlo, puntos necesarios de referencia para una correcta espiritualidad sacerdotal.

SACERDOTES, ¿PARA QUÉ?
Quizás no esté demás iniciar nuestra consideración con una pregunta que, como algunos recordarán, estuvo muy presente en las reuniones sacerdotales durante decenios: “en un mundo secularizado, ¿sacerdotes para qué?”. En el fondo, se trata de la pregunta por la propia identidad. De entre las diversas formulaciones posibles de esta pregunta que atormentó a no pocos, he escogido esta de J. Anouilh por su belleza literaria y porque plantea la cuestión en forma directa: «¿Has oído ya a los sacerdotes de Tebas, cómo recitan la fórmula? ¿Has visto esas pobres fachas de empleados fatigados, cómo simplifican los gestos, engullen las palabras, despachando de prisa a este muerto para encargarse de otro antes del almuerzo de mediodía…? ¿Es que no se te ha ocurrido pensar que, si fuera un ser al que tú amabas verdaderamente eso que está ahí, extendido en esa caja, romperías de golpe a aullar? ¿A gritarles que se callasen, que se marchasen…? Ese pasaporte irrisorio, ese mascullar en serie sobre sus despojos, esa pantomima de la que tú misma habrías sido la primera en avergonzarte y en sufrir si se hubiese representado…¡Es absurdo!» (2).

Lo que Anouilh dice de los sacerdotes de Tebas en esta réplica existencialista a la Antígona de Sófocles, se está diciendo de los sacerdotes de París o de Madrid. Se puede entender como dicho de todo aquel que convierte lo sagrado en la triste tarea de un empleado fatigado, de un rito vacío que se atropella, de un funcionario. Pero hay mucho más en el párrafo: lo que se cuestiona con el pretexto de la forma atropellada en que los sacerdotes de Tebas recitan sus oraciones sobre los difuntos, es el mismo sacerdocio, cuando no responde a la realidad de las cosas, es decir, cuando es mera charlatanería, pura pantomima. Y se critica sencillamente, porque es absurdo un rito del que no se espera nada. Se comprende que, de una forma u otra, sea esta la visión que tiene del sacerdote quien no cree en su Dios. Así aparece ante los ojos de la desengañada Antígona de Anouilh el sacerdocio de Tebas, en el que ya no cree, porque tampoco cree en sus dioses. Si acaso, Antígona sólo cree en un destino ciego e implacable que, precisamente por esto mismo, torna ridículo todo rezo sobre los despojos de su joven hermano. Y con esto venimos a algo que debe tenerse en cuenta a la hora de la teología del sacerdocio: el sacerdocio pertenece al ámbito de lo sagrado.

EL SACERDOTE, HOMBRE DE LO SAGRADO
Siguiendo la conocida expresión paulina (cfr Tim 6,11), se ha insistido constantemente en que el sacerdote es y debe ser homo Dei, hombre de Dios. Puede decirse también con toda razón que el sacerdote es el hombre de lo sagrado. Así lo subraya el Concilio Vaticano II: «el mismo Señor constituyó ministros a algunos (de los cristianos) que, ostentando la potestad sagrada en la sociedad de los fieles, tuvieran el poder sagrado del orden, para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados, y desempeñaran públicamente, en nombre de Cristo, la función sacerdotal en favor de los hombres, para que los fieles se fundieran en un solo cuerpo» (3).

Configurado sacramentalmente con Cristo de forma que pueda impersonarle, es decir, actuar in persona Christi et nomine Ecclesiae, el sacerdote tiene una misión de naturaleza estrictamente sagrada. Él es el hombre de lo sagrado: el hombre del sacrificio y del perdón de los pecados; el que habla en nombre de Cristo con poder de interpelar a los hombres en nombre de Dios, con poder también de “atar y desatar” en el tribunal de la penitencia; él tiene como tarea edificar a la Iglesia en una forma insustituible y única, pues ejerce su “función sacerdotal en favor de los hombres, para que los fieles formen un solo cuerpo”. El sacerdote es un hombre poseído y envuelto de una forma particular por el misterio de Cristo y de la Iglesia, él está inmerso en el misterio de Cristo Cabeza de la Iglesia, insertado en este misterio como el sarmiento en la vid.

LA RADICAL NOVEDAD CRISTIANA
La respuesta por el sentido del sacerdocio cristiano encuentra su contexto adecuado, cuando se tiene presente la radical novedad cristiana con respecto a toda otra religión. Esta radical novedad estriba en el hecho de la Encarnación. Es Dios mismo quien se ha hecho hombre y en la noche suprema de la Última Cena habló de tenernos unidos a sí mismo como el sarmiento a la vid (cfr Jn 15, 1-7). Como escribe, Mons. Del Portillo, «este rasgo –este progresivo acercamiento de Dios al hombre, esta gratuita apertura al hombre de la intimidad divina– caracteriza de modo propio y singular la religión proclamada por Jesucristo, y la distingue radicalmente de cualquier otra: el cristianismo, efectivamente, no es una búsqueda de Dios por el hombre, sino un descenso de la vida divina hasta el nivel del hombre» (4).

En la religión cristiana, la iniciativa divina es lo primero. Es Dios quien busca al hombre hasta el punto de hacerse Él mismo hombre. En la salvación del hombre, la iniciativa, en todos sus aspectos, es siempre divina. De ahí que el concepto vocación sea un concepto clave en el cristianismo. Aún la primera conversión es ya respuesta a una llamada: a la vocación a la fe. En este contexto de iniciativa divina se sitúa el sacerdocio cristiano en su propia naturaleza, en la razón de su existencia y en su actividad: iniciativa divina de ofrecer la salvación a la humanidad haciéndose presente por medio de unos hombres, iniciativa divina con la que, de entre el pueblo sacerdotal, elige a esos mismos hombres para hacerse presente en la comunidad a través de ellos.

EL SACERDOTE, ALTER CHRISTUS
La sacralidad del sacerdote está caracterizada por su relación a Cristo en su sacerdocio. En realidad, es toda la Iglesia la que está relacionada a Cristo, el cual es esencialmente Mediador y Sacerdote. El sacerdocio ministerial está al servicio de un pueblo que es todo él “gente santa y sacerdocio real”. La relación del sacerdocio ministerial con Cristo es tan estrecha que los textos del Magisterio hablan de una configuración del sacerdote con Cristo gracias a la cual él puede actuar en la persona de Cristo Cabeza. Los presbíteros –dice el Concilio Vaticano II recogiendo una expresión teológica de tradición multisecular–, por el sacramento del orden, «son sellados con un carácter especial, y se configuran con Cristo Sacerdote de tal modo que pueden actuar en la persona de Cristo Cabeza» (5). Se trata, pues, de una configuración por la que el sacerdote es poseído, abrazado, envuelto –transformado– por y en Cristo Sacerdote y Cabeza de la Iglesia, para servir sacerdotalmente a esa misma Iglesia. Una configuración que lleva consigo que se pueda decir con toda verdad que el sacerdote es alter Christus.

La afirmación de que el sacerdote es alter Christus tiene una larga tradición en la teología y en el Magisterio de la Iglesia (6). El Cardenal Mercier calificó esta expresión como “una especie de adagio teológico” con el que la tradición cristiana expresa sus sentimientos hacia el sacerdocio (7), y basa en este axioma gran parte de su argumentación en torno a la santidad sacerdotal. El Magisterio usa esta expresión con relativa frecuencia: unas veces exhortando a imitar a Cristo de modo profundo; otras, en el interior de una concepción del sacerdocio centrada en la unción sacerdotal y en el carácter y, en consecuencia, en la noción aneja agere in persona Christi (8). El Concilio Vaticano II, aún sin usar exactamente la expresión alter Christus, también tiene muy presente la afirmación de la identificación del sacerdote con Cristo: «Siendo, pues, que todo sacerdote representa a su modo la persona del mismo Cristo, tiene también la gracia singular de -al mismo tiempo que sirve a la grey encomendada y a todo el pueblo de Dios- poder conseguir más aptamente la perfección de Aquél, cuya función representa, y que sane la debilidad de la carne humana, la santidad de quien se hizo por nosotros Pontífice “santo, inocente, inmaculado, apartado de los pecadores” (Heb, 7,26)».

PROPOSICIONES CAPITALES DEL CONCILIO VATICANO II
Los estudiosos convergen en recalcar la nueva perspectiva teológica que introduce el Concilio Vaticano II en el tema del sacerdocio ministerial. Podríamos decir que se trata de una amplísima perspectiva, que abarca numerosos campos. Desde luego, el centro es la consideración del misterio de la Iglesia, tal y como se hace en la Constitución Lumen gentium. En esta Constitución, como es sabido, la Iglesia es considerada ante todo como misterio y también como pueblo sacerdotal, en el cual se inserta el sacerdocio ministerial. El célebre número 10 de Lumen gentium reviste una gran importancia para nuestro estudio. También es de una gran importancia para nuestro tema el aprecio que se hace en esa misma Constitución de las tareas seculares como dimensión en la que el hombre se encuentra con Dios.

Yendo específicamente a la consideración teológica del sacerdocio ministerial, el Concilio introduce un nuevo planteamiento teológico con respecto a la teología anterior. El Vaticano II, como hace notar Ramón Arnau, toma como punto de partida la sacramentalidad del episcopado y desde aquí considera la sacramentalidad del presbiterado. A su vez, tanto el episcopado como el presbiterado son considerados desde la misión de Cristo y de los Apóstoles (cfr nn. 18-21) en la que se engloba también la relación con la Eucaristía. En consecuencia, «por la ordenación, bien sea la episcopal o presbiteral, que confiere el sacramento del orden, el ordenado queda incorporado a la misión de Cristo y es revestido con el poder del Espíritu Santo» (10).

En el texto conciliar se habla de la fuerza del Espíritu Santo, de la configuración con Cristo, de la participación en su misión. Con respecto al episcopado queda bien clara la fuerza transformadora de la consagración en el obispo: ella confiere la plenitud del sacramento del orden. «Enseña el Santo Sínodo que con la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del orden» (11). Con respecto al presbiterado nos salen al paso con frecuencia descripciones de su sacramentalidad con párrafos como éste: «Por el Sacramento del Orden, los presbíteros son configurados a Cristo Sacerdote como miembro con su Cabeza para la estructuración y edificación de todo su Cuerpo, que es la Iglesia, como cooperadores del orden episcopal» (12).

Configuración con Cristo, edificación de la Iglesia en cuanto cooperadores del orden episcopal aparecen siempre estrechamente unidos, tan unidos, que a veces se habla de esta configuración con Cristo como configuración con su misión. Esto es lo lógico, sobre todo en la perspectiva del Concilio Vaticano II, que no es otra que la de considerar el sacerdocio desde la perspectiva del ministerio apostólico. He aquí una de las formulaciones de este mismo asunto ofrecidas más tarde en la Exhortación Apostólica Pastores dabo vobis: «El ministerio ordenado surge con la Iglesia y tiene en los obispos y en relación y comunión con ellos también en los presbíteros, una referencia particular al ministerio originante de los Apóstoles, al cual sucede realmente, aunque el mismo tenga modalidades diversas» (13).

Tiene una gran intencionalidad teológica la observación de que el ministerio ordenado surge con la Iglesia, de forma que sin él la Iglesia no subsistiría y, al mismo tiempo, ese ministerio dice una relación tan esencial a la Iglesia, que sin estar al servicio de ella no tiene sentido. En esta perspectiva, se puede decir que la teología de nuestra época incorpora en una síntesis armónica la perspectiva eucarística en que el Concilio de Trento consideró el sacerdocio y la perspectiva misional en que la considera el Vaticano II. He aquí un texto entre otros muchos, tomado del Catecismo de la Iglesia Católica: «Nadie se puede dar a sí mismo el mandato ni la misión de anunciar el Evangelio. El enviado del Señor habla y obra no con autoridad propia, sino en virtud de la autoridad de Cristo; no como miembro de la comunidad, sino hablando a ella en nombre de Cristo. Nadie puede conferirse a sí mismo la gracia, ella debe ser dada y ofrecida. Eso supone ministros de la gracia autorizados y habilitados por parte de Cristo. De Él reciben la misión y la facultad [el “poder sagrado”] de actuar “in persona Christi Capitis» (14).

El servicio a la comunidad sacerdotal es hablarle a ella en nombre de Cristo sacerdote, con la autoridad de Cristo. En este contexto de misión y de distinción con respecto a la comunidad se encuentra la configuración con Cristo que hace al sacerdote actuar “in persona Christi Capitis”

LA ACTUACIÓN IN PERSONA CHRISTI
El sacerdote es enviado para actuar en la comunidad en nombre o persona de Cristo. Para comprender la profundidad de esta expresión y la radicalidad de sus consecuencias con respecto a la sacralidad del sacerdocio, conviene recordar que la expresión in persona Christi no ha nacido como una frase piadosa para exaltar la “dignidad del sacerdocio católico”, sino como ineludible exigencia teológica basada en la íntima estructura de la Mediación de Cristo. En efecto, precisamente porque la mediación, el sacerdocio y el sacrificio de Cristo son únicos, el sacerdocio ministerial ni hereda, ni sucede, ni se suma al sacerdocio del único Mediador; las acciones ministeriales no son acciones que se añaden o se yuxtaponen a la acción con la que Cristo reúne y santifica a su Iglesia, sino que son acciones instrumentales a través de las cuales Cristo mismo sigue ejerciendo su sacerdocio (15). Podemos decir que impersonar a Cristo y ser enviado, que consagración y misión, son las dos caras de una misma y única moneda. Es Cristo el único sacerdote: participar en su misión de servicio a la Iglesia implica la configuración sacramental con Él y, a su vez, esa consagración sacramental es participación en su ministerio sacerdotal. Es Cristo el centro y la razón del sacerdocio cristiano; también la razón de su identidad y de su peculiar novedad con respecto a todo otro sacerdocio.

La sacramentalidad del ministerio ordenado es un hecho radicado en la novedad de Cristo y en la perfección del culto tributado por Cristo al Padre. Esta perfección consiste precisamente en que Cristo ha sustituido las ceremonias de la Ley antigua con el ofrecimiento de su propia vida en el Calvario. Este acto de infinita caridad y obediencia es el acto supremo del Mediador, que anuda en sí los demás actos y ministerios a través de los cuales el Mediador ejerce su mediación. En consecuencia, el sacerdocio ministerial no añade, ni puede añadir nada, a la mediación o al sacerdocio de Cristo; sencillamente presencializa a Cristo en su Iglesia, sirviéndole de instrumento. La expresión in persona Christi Capitis significa esa estrecha relación entre el sacerdote y el Mediador.
No se encuentran palabras para expresar con suficiente fuerza la misteriosa unión que se da –sobre todo en el momento supremo de la renovación del Sacrificio del Calvario– entre Cristo Sacerdote, que se ofrece por manos de sus sacerdotes, y el sacerdote que en ese momento le sirve de instrumento libre y consciente. El carácter sacramental con que es sellado el sacerdote, al configurarle con Cristo, tiene como finalidad posibilitar esta impersonificación de Cristo (16). Como escribe J. H. Nicolas, «Jesús no tiene sucesor. Si toda la salvación está en Cristo, no se podrá encontrar en los otros más que en la conformación con El, como dependiendo de El en acto, cosa que es particularmente verdadera del sacerdocio: Cristo es el único sacerdote, porque es el único mediador. El sacerdocio en la Iglesia no puede concebirse de otra forma más que en función del de Cristo (…) La mediación que ejerce el sacerdote ordenado en la acción sacramental –especialmente en la celebración de la Eucaristía–, es la mediación de Cristo visibilizada» (17).

En consecuencia, la respuesta a la pregunta por el sentido del sacerdocio en una sociedad secularizada no puede ser otra que esta: hacer presente a Cristo de forma que sea el mismo Cristo quien, a través del sacerdote, ofrezca a su Padre el culto perfecto; ofrezca también su perdón, su cuerpo y su palabra a los hombres: «Cristo Pastor está presente en el sacerdote para actualizar continuamente la llamada a la conversión y a la penitencia, que prepara la llegada del Reino de los Cielos (cfr Mt 4, 17). Está presente para hacer comprender a los hombres que el perdón de las faltas, la reconciliación del alma con Dios, no podría ser el fruto de un monólogo –por aguda que sea la capacidad personal de reflexión y de crítica–, que nadie puede autopacificarse la conciencia, que el corazón contrito ha de someter sus pecados a la Iglesia-institución, al hombre-sacerdote, permanente testigo histórico en el sacramento de la penitencia, de la radical necesidad que la humanidad caída ha tenido del Hombre-Dios, único Justo y Justificador» (18).

Conviene insistir en que el sacerdote es configurado con Cristo para que pueda actuar en persona de Cristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, en la variedad de tareas que comporta su quehacer sacerdotal, es decir, en toda la variada amplitud de su ministerio: no sólo en la celebración del Santo Sacrificio, sino también en el sacramento del Perdón, en el ministerio de la palabra, en la edificación de la Iglesia. El texto citado hace un momento, hace hincapié en el ministerio del perdón con todo lo que ello lleva consigo: llamada a la conversión, haciendo comprender a los hombres que nadie puede por sí solo autopacificarse la conciencia y, en consecuencia, poniendo de relieve la radical necesidad que el hombre tiene de la redención en Cristo, una redención que no es resultado de una conquista personal, que no es autoredención, sino que es donación gratuita y graciosa.

Quizás sea este uno de los temas que más crispan a la sociedad secularizada: la llamada de atención sobre la pecaminosidad del hombre y la afirmación de la imposibilidad de autorredención. Puede decirse que esta rebelión es esencial a lo que caracteriza al secularismo: la exaltación de la autonomía del hombre frente a toda otra existencia, incluso frente a la existencia de Dios. Hay algo diabólico en esto. El joven Marx lo expresó con brillantez cuando dijo que el único pecado que el hombre puede cometer es el del arrepentimiento (19). Se comprende que la injusticia sea inseparable de una sociedad así. Una sociedad, en efecto, en la que el arrepentimiento es considerado como claudicación de la propia dignidad humana no sólo es injusta, sino que se presenta incapaz de reparar las injusticias que comete. La opción preferencial por los pobres se hace entonces especialmente urgente, totalmente necesaria.

Al impersonar a Cristo, el sacerdote da respuesta a los más íntimos anhelos del corazón humano y, a su vez, interpela a los hombres y a la sociedad actual hacia la conversión interior. El cristianismo es una oferta de “plenitud gratuita” al hombre, una oferta que responde a las exigencias más íntimas sembradas por el Creador en el corazón humano y, al mismo tiempo, las sobrepasa. En este sentido, el cristianismo es respuesta válida a todas las cuestiones que se plantea el hombre de nuestra época. Pero el sentido del sacerdocio no se limita al hecho de dar respuesta a los interrogantes que se plantea el hombre; es además –y primordialmente– llamada a la conversión, cuestionamiento de las falsas seguridades con que se autoengaña el hombre, derribamiento de idolatrías, actualización de la llamada dirigida por Dios al hombre para hacerle hijo suyo en Cristo mediante la gracia. El sacerdote es permanente testigo histórico de la necesidad de la redención; es “actualizador” de esa redención que proviene de la Cruz.

 EL SACERDOCIO MINISTERIAL EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA
La expresión in persona Christi Capitis Ecclesiae nos lleva a la consideración de que la razón de ser del sacerdocio está relacionada indisolublemente con su servicio a la Iglesia. El sacerdote, en palabras del Sínodo de los Obispos de 1971, «es el patrocinador tanto de la primera proclamación del Evangelio para reunir la Iglesia, como de la incansable renovación de la Iglesia ya congregada. Faltando la presencia y la acción de su ministerio, que se recibe por la imposición de las manos junto con la oración, la Iglesia no puede tener plena certeza de su fidelidad y de su continuidad visible» (20).

El sacerdote es hombre de lo sagrado; puede describirse también como un “hombre de Iglesia”. La expresión puede parecer imprecisa, pero entraña gran riqueza de significados: implica todo lo que comporta la vida de un hombre que no tiene otro sentido que el servicio ministerial a la Iglesia. La expresión de la actuación del sacerdote in persona Christi suele ir acompañada de otra expresión también de honda raigambre teológica a la hora de referirse al ministerio sacerdotal o a la oración sacredotal: in persona, o más frecuentemente, nomine Ecclesiae. Tomás de Aquino aquilató su significado con las siguientes palabras: «En las oraciones de la misa, el sacerdote habla ciertamente in persona Ecclesiae, en cuya unidad permanece. Pero en la consagración del sacramento habla in persona Christi cuyas veces hace en esto en virtud de la potestad de orden. Y, por tanto, el sacerdote separado de la unidad de la Iglesia celebra la misa, porque no pierde la potestad de orden, consagra el verdadero cuerpo y sangre de Cristo; pero, como está separado de la unidad de la Iglesia, sus oraciones no tienen eficacia» (21).

Nótese que no se está hablando de la santidad del sacerdote sino de su communio con la Iglesia. El mismo Santo Tomás lo puntualiza en otro lugar: «El sacerdote pronuncia la oración en la misa en la persona de toda la Iglesia de la que es ministro. Y este ministerio permanece también en los pecadores (…) Por ello, en este sentido, es fructuosa la oración del sacerdote pecador en la misa» (22). Como quedó aclarado desde el rechazo del donatismo, la santidad de la Iglesia reconoce la validez del actuar de sus ministros, incluso aunque sean pecadores. Por eso, en este asunto, la cuestión estriba en la communio, no en la falta de santidad del sacerdote.

Por el sacramento del orden, el sacerdote es configurado con Cristo, es asumido misteriosamente por Jesucristo hasta el punto de poder actuar in persona Christi; también actúa en muchos de esos actos in nomine totius Ecclesiae. Como escribe Marliangeas, «no se trata de dos referencias yuxtapuestas al mismo nivel. Siguiendo los textos, aparece que la acción in persona Ecclesiae se sitúa en el interior mismo de la acción in persona Christi, si se considera al Cristo total. En efecto, en la acción in persona Christi en sentido estricto el sacerdote representa a Cristo, Cabeza y Señor de la Iglesia; y en la acción in persona Ecclesiae representa el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia (…) Y esto por el hecho de actuar como representante de Cristo–Cabeza, y no por cualquier delegación que venga de abajo, de los miembros de la Iglesia» (23).

En el ser sacerdotal, la dimensión eclesiológica es inseparable de la dimensión cristológica. Y ambas son inseparables de la referencia a lo sobrenatural, a Dios. Mons. Blázquez lo ha expresado con frase feliz: «El sacerdote por su acción in persona Cristi expresa el sí irrevocable de Dios a los hombres; y el actuar in persona Ecclesiae significa el sí fiel de los hombres a Dios. Los dos movimientos no son líneas asíntotas; se han encontrado en Jesucristo» (24). En efecto, es Jesucristo quien dice ese amén a través de su Iglesia, y es la Iglesia, precisamente por su unión esponsal con Cristo la que dice a Dios ese mismo amén en Jesucristo.

En estos dos amén, que forman uno solo, encuentra su sentido el sacerdocio. El sacerdote, en efecto, no tiene otra razón de ser que servir de instrumento a Cristo, para que siga ejerciendo su sacerdocio en el tiempo, y ofertando la salvación en un amén constante de donación de lo divino a los hombres; él sirve también de instrumento a la Iglesia para decir su amén de respuesta a Dios. De una forma u otra en que se considere este asunto, inmediatamente nos sale al paso el misterio, lo sobrenatural, lo trascendente como dimensión esencial del sacerdocio. En otras palabras, el misterio de la comunión de Dios con los hombres, es decir, el misterio de la conversión interior y de la santidad. «La Iglesia –escribía el Cardenal Wojtyla–, es consciente de que la santidad es, por decirlo así, su razón más profunda de ser, que es la consecuencia fundamental de su misterio interior, es decir, de su constitución divina» (25).

LA EDIFICACIÓN DE LA IGLESIA
«Los presbíteros –dice Presbyterorum ordinis–, ejerciendo según su parte de autoridad el oficio de Cristo, Cabeza y Pastor, reúnen, en nombre del obispo, a la familia de Dios (…) Para el ejercicio de este ministerio, lo mismo que para las otras funciones del presbítero, se confiere potestad espiritual, que ciertamente se da para la edificación» (26).

He aquí una tarea propia del presbítero: edificar la Iglesia. Todos los cristianos, al ser partícipes de la única misión de la Iglesia, contribuyen a su edificación, a su crecimiento. El sacerdote no sólo contribuye al crecimiento de la Iglesia, sino que lo hace en un modo especial: edifica la Iglesia en una forma única e insustituible. Por eso nació con la misma Iglesia. Él es el que da forma a una auténtica comunidad cristiana. Lo afirma expresamente Presbyterorum ordinis, al hablar de los deberes pastorales de los presbíteros: «El deber de pastor no se limita al cuidado particular de los fieles, sino que propiamente se extiende también a la formación de la auténtica comunidad cristiana» (27). No hay comunidad cristiana en el sentido riguroso de esta expresión, si no es por el ejercicio del sacerdocio ministerial.

Al llegar aquí hemos de volver los ojos una vez más al acto supremo del ministerio sacerdotal: la celebración eucarística, pues «no se edifica ninguna comunidad cristiana, si no tiene como raíz y quicio la celebración de la sagrada Eucaristía» (28). Puede decirse que no existe edificación posible de la Iglesia si no es por la Eucaristía por la que Cristo se ofrece a Sí mismo y a todo su Cuerpo como ofrenda grata a Dios. Es decir, no hay edificación de la Iglesia, si no es mediante el acto supremo del amén de Cristo, que entraña y envuelve en sí el amen de la Iglesia.
Poco antes de ser elegido sucesor de Pedro, el Cardenal Wojtyla, establecía las coordenadas teológicas que le sirviesen de pórtico para hablar de la santidad sacerdotal en estas dos proposiciones: 1) El sacerdote, hombre abrazado por el misterio de Cristo; 2) el sacerdote, hombre que de una forma particular edifica la comunidad del Pueblo de Dios.

La consideración de hombre poseído por el misterio de Cristo -escribe el Cardenal en este artículo significativamente publicado en el primer número de “Seminarium”-, aunque también se puede aplicar a los laicos en razón del sacerdocio bautismal, se aplica directamente al sacerdote. El sacerdote, en efecto, se encuentra, por así decirlo, en el centro del misterio de Cristo, que abraza constantemente a la humanidad y al mundo. El sacerdote actúa in persona Christi, sobre todo, cuando celebra la Eucaristía. El sacerdote, además, edifica la Iglesia en forma única e insustituible en el sentido de que él no es sólo un hombre para los otros, sino que ayuda a los otros a convertirse en comunidad, a vivir la dimensión social de su fe y de su cristianismo» (29).

El Cardenal Wojtyla no se está refiriendo aquí exclusivamente al ejercicio del sacerdocio en la celebración de la Eucaristía, que es la clave cuando se habla de la peculiar forma en que el sacerdote edifica la Iglesia; se refiere además a las otras tareas sacerdotales derivadas de este ministerio con las que el sacerdote también edifica la Iglesia en la forma en que le es propia. Pensemos, p. e., en el ministerio de la palabra, que el sacerdote ejercita también in persona Christi, un ministerio por el que convoca a los hombres y los congrega en el pueblo de Dios. En consecuencia, el sacerdote, cualesquiera que sean las circunstancias en las que se encuentre, lleva siempre consigo la responsabilidad de ser representante de Jesucristo Cabeza de la Iglesia, y no hay esfera de su vida o de su actividad que escape a esta exigencia de totalidad (30).

CONSAGRACIÓN Y MISIÓN
En una conocida entrevista de la revista “Palabra”, P. Rodríguez preguntaba al fundador del Opus Dei qué rasgo destacaría en la figura del presbítero tal y como es descrita en el Decreto Presbyterorum ordinis: «Acentuaría un rasgo de la existencia sacerdotal que no pertenece precisamente a la categoría de los elementos mudables y perecederos. Me refiero a la perfecta unión que debe darse –y el Decreto Presbyterorum ordinis lo recuerda repetidas veces– entre consagración y misión del sacerdote: o lo que es lo mismo, entre vida personal de piedad y ejercicio del sacerdocio ministerial, entre las relaciones filiales del sacerdote con Dios y sus relaciones pastorales y fraternas con los hombres. No creo en la eficacia ministerial del sacerdote que no sea hombre de oración» (31).
La respuesta es directa. El rasgo elegido es la “perfecta unión” que debe darse en la vida del sacerdote entre consagración y misión ya que la unión de estas dos dimensiones caracteriza su figura teológica. Se trata de dos dimensiones que resultan inseparables. La respuesta muestra un profundo conocimiento del Decreto “Presbyterorum ordinis”. En él se dice ya desde el comienzo que Cristo eligió a algunos para que tuvieran el poder sagrado del orden para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados, haciéndoles partícipes de su consagración y misión (32). Lo destacable es, pues, la unión entre estos dos elementos o estas dos coordenadas del ser y de la existencia sacerdotal. Se trata de auténtica unión; no de una simple yuxtaposición.

El orden del binomio tampoco es casual: consagración y misión. La misión dimana de la consagración y a su vez la consagración es ya misión, pues hace participar en la misión de Cristo. Es lo que dice el decreto Presbyterorum ordinis: Ideo mittunur quia consecrantur. Como se dice en Hbr 5, 1-6, el sacerdote, elegido entre los miembros del Pueblo Sacerdotal de Dios, participa, por una nueva y peculiar consagración, del sacerdocio ministerial del mismo Cristo. Y como consecuencia de esa participación en el sacerdocio ministerial de Cristo, el presbítero es destinado a la misión de evangelizar, santificar y gobernar, en comunión jerárquica con los obispos, al Pueblo de Dios (33). El binomio consagración y misión se destaca como clave de lectura del decreto Presbyterorum ordinis (34). En Presbyterorum ordinis se responde con este binomio al interrogante en torno a la naturaleza del presbiterado, planteado como consecuencia del notable desarrollo simultáneo de la doctrina sobre el Episcopado y sobre el sacerdocio común de los fieles. La pregunta que había que responder es la siguiente: ¿cuál es exactamente el papel de los Presbíteros en la única misión de la Iglesia, cual es el valor y el significado de su sacerdocio? Desarrollada la teología del episcopado y del laicado, era necesario destacar la identidad del sacerdocio ministerial, describiendo su situación eclesial en su concreta especificidad. Esto es lo que hace el Concilio al destacar la consagración ministerial como el origen y el marco de la identidad sacerdotal. Esta nueva configuración con Cristo otorga al sacerdocio de los presbíteros su distinción del de los obispos y su distinción del sacerdocio de los fieles. Su distinción y su unidad, ya que su sacerdocio es, por propia naturaleza, cooperador del sacerdocio episcopal -está religado a la plenitud sacerdotal y a la misión de los Obispos de los que son cooperadores, y, al mismo tiempo está inserto y al servicio del sacerdocio de los fieles.

LOS SACERDOTES, MINISTROS DE CRISTO
Presbyterorum ordinis adopta el tradicional esquema tripartito del ministerio sacerdotal –ministerio de la palabra, de los sacramentos, y de gobierno–, adoptado ya en Lumen gentium. Sin embargo, no conviene perder de vista la estrecha unidad en que son contempladas por el Concilio estas tres funciones del presbítero: es en el ejercicio del ministerio todo entero –en sus diversas funciones, no en una sola–, donde el sacerdote encuentra su santidad. Para evitar falsas antinomias o subrayados excesivos en alguna de estas funciones, conviene poner de relieve la unidad del ministerio, unidad que se deriva de la misma unidad con que se entrelazan en Cristo. También de la unidad de la misión de la Iglesia. Se trata de una unidad tan estrecha que, para ponerla de relieve, algunos autores utilizan la expresión un único ministerio y diversas funciones (36).

Cuando en el nº 14 presente Presbyterorum ordinis cuál es la virtud que dará unidad a la vida del presbítero, la definirá como la caritas pastoralis, por la que el sacerdote se identifica al Corazón de quien es Pastor por su propia naturaleza. Presbyterorum ordinis ha dado un ejemplo de equilibrio y precisión: ha mostrado con esta sencilla frase la coincidencia del presbítero con todos sus hermanos cristianos. Su perfección está en el amor, en la caridad. Y al mismo tiempo pone de relieve lo que especifica esa caridad, lo que la individualiza o personaliza en el sacerdote: el que se trata de un amor propio de pastor.

Precisamente porque el ceñidor de la perfección en el presbítero es la caridad pastoral, es decir, el amor cristiano matizado con las irisaciones correspondientes a quien es pastor por consagración sacramental, es lógico que el ministerio de los presbíteros sea visto no sólo como expresión de ese amor, sino como el lugar en que ese amor aumenta. Se trata de un lugar insustituible, de forma que, el cristiano identificado sacramentalmente con Cristo Sacerdote mediante el Orden, encuentra en el ejercicio del ministerio la expresión adecuada de su amor de pastor. Y, al mismo tiempo, su caridad cristiana será falsa, si no tiene el matiz de pastoral, un matiz que se expresa mediante el ministerio.

LA COMMUNIO
También aquí aparece nuevamente la importancia de una realidad que debe estar presente en todo el quehacer sacerdotal: la communio. El sacerdote es el hombre de la unidad y reconciliación de los hombres con Dios y de los hombres entre sí. Es, por eso, hombre de la communio; el hombre que reúne, no el que dispersa; el hombre que edifica la Iglesia en esa forma especial y única que hemos visto destacar al Cardenal Wojtyla.

Se comprende la insistencia del Magisterio y muy particularmente de Presbyterorum ordinis en la unión del sacerdote con el obispo y con el propio presbiterio. Esta insistencia está fundada en evidentes razones teológicas: en la íntima naturaleza del sacerdocio de Cristo, al cual está configurado el presbítero; en la naturaleza del ministerio que ejerce, el cual tiene como centro la celebración de la Santa Misa, en la que la communio llega a su máxima realización; en las exigencias pastorales que comporta la edificación de la Iglesia. La insistencia en la communio no está basada en motivos de “eficacia” o de “orden público”, sino que viene exigida por la íntima naturaleza de la consagración y de la misión, que tienen como sentido la edificación de la comunión en la Iglesia (37). En este marco ha de entenderse que la unidad con el obispo y la fraternidad sacerdotal tienen una importancia mayor de lo que somos capaces de expresar. Las manifestaciones tangibles de esta communio forman parte nuclear de la teología del sacerdocio y, en consecuencia, de la espiritualidad del pastor (38). Y es que la Iglesia, en su núcleo esencial y definitivo, es comunión con la vida íntima de Dios que es, en sí misma, comunión interpersonal. De esta realidad divina, la Iglesia histórica es el sacramento, el signo visible, lo que implica un deber ser en el ámbito de las instituciones, de las normas jurídicas, de las estructuras pastorales que la constituyen en su realidad concreta. El ser está asegurado por su estructura fundamental de origen divino; el deber ser, en cambio, es tarea y responsabilidad de los hombres de la Iglesia y, particularmente, de aquellos que, en virtud de su ministerio edifican la Iglesia.

Notas
(1) Cfr J.L. Illanes, Identidad y espiritualidad del sacerdocio ministerial, “Revista Católica Internacional Communio” 12 (1990), 396.
(2) J. Anouilh, Antigone, en “Nouvelles pièces noires”, París 1946, 177.
(3) Conc. Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 2.
(4) A. Del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, Madrid 1970, 108.
(5) Conc. Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 2.
(6) Cfr G. Rambaldi, “Alter Christus”, “in persona Christi”, “personam Christi agere”. Note sull\\’uso di tali e simili espressioni nel magistero da Pio XI al Vaticano II, e il loro riferimento al carattere, en “Teología del sacerdocio”, V, Burgos 1973, 211-264; R. Gerardi, “Alter Christus”: la Chiesa, il cristiano, il sacerdote, “Lateranum” 47 (1981) 111-123; A. Elberti, Il sacerdozio regale dei fedeli nei prodromi del Concilio Vaticano II (1903-1962) P.U.G., Roma, 1989. Cfr también E. Mersch, Le Corps mystique du Christ, París-Bruselas 1936, p. 461. Cfr también D.J. Mercier, La vie interieur, Lovaina 1934, p. 143.
(7) Cfr D.J. Mercier, La vida interior, Ed. Políglota, Barcelona (sin fecha), 130; Antonio Aranda, El cristiano, “alter Christus, ipse Christus” en el pensamiento del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, cit., 151-156.
(8) He aquí algún ejemplo: “…alter Christus est, cum eius gerat personam…” (Pío XI, Enc. Ad catholici sacerdotii, AAS 28 (1936) 10). Más textos en A. Aranda, o.c., 138-156.
(9) Cfr PO, n. 12.
(10) R. Arnau, Orden y ministerios, Madrid 1995, 162.
(11) Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, n. 21.
(12) Conc. Vat. II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 12.
(13) Juan Pablo II, Exh. Pastores dabo vobis, n. 16.
(14) CEC, n. 875. El Catecismo continúa señalando que se trata de un don de Dios al que la tradición de la Iglesia lo llama sacramento.
(15) He estudiado esta cuestión con mayor detenimiento, aduciendo la bibliografía al caso, en mi trabajo El ministerio, fuente de espiritualidad sacerdotal, en VV. AA., La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales, Pamplona, 1990, 383-428.
(16) Las frases del Concilio Vaticano II son verdaderamente exactas: los sacerdotes, “speciali charactere signantur et sic Christo Sacerdoti configurantur, ita ut in persona Christi Capitis agere valeant” (Decr. Presbyterorum ordinis, n. 2).
(17) J.H. Nicolas, Synthèse dogmatique, París 1986, 1077 y 1089.
(18) A. Del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, cit., 114-115.
(19) En La sagrada familia, comentando la célebre novela “Los misterios de París”, cuando se llega a la conversión de Flor de María, que se arrepiente de su vida de prostitución, dirá Marx que cambió “la conciencia humana, soportable, de la degradación” por la “conciencia cristiana, y, en consecuencia, insoportable, de una abyección infinita”. (cfr M.A. Tábet, A. Maier, K.Marx-F.Engeles: La sagrada familia y la ideología alemana, Madrid 1976, 111-112).
(20) De sacedotio ministeriali, AAS, 68 (1971) 906.
(21) STh., III, q. 82, a. 7, ad 3.
(22) Ibid., II-II, q. 83, a. 16, ad 3.
(23) Cfr B.D. Marliangeas, Clés pour une théologie du ministère. In persona Christi. In persona Ecclesiae, París 1975, 240.
(24) R. Blázquez, La relación del presbítero con la comunidad, en VV. AA., Espiritualidad del presbítero diocesano secular, Madrid 1987, 323.
(25) K. Wojtyla, La sainteté sacerdotale comme carte d\\’identité, “Seminarium” 30 (1978) 171.
(26) Conc. Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 6.
(27) Ibid.
(28) Ibid.
(29) K. Wojtyla, l.c., 177.
(30) Cfr A. Del Portillo, l.c., 117.
(31) J. Escrivá de Balaguer, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 3.
(32) Cfr Conc. Vat. II, Decr. Presbyterorum ordinis (7.XII.1965), n. 2.
(33) Cfr A. del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, Madrid 1970, 150-151.
(34) Dediqué a esos escritos una nota en “Scripta Theologica”. Cuando quise sintetizar el contenido no encontré mejor título que el de consagración y misión. Cfr Consagración y misión, ScrTh 3 (1971) 169-179.
(35) La frase conciliar es clara: “Per ipsas enim cotidianas sacras actiones, sicut et per integrum suum ministerium, quod cum Episcopo et Presbyteris communicantes exercent, ipsi ad vitae perfectionem ordinantur” ( Presbyterorum ordinis, n. 12).
(36) “La función única del ministerio –escribe Kasper– se desdobla en numerosas funciones concretas. Estas funciones concretas se derivan orgánicamente de la única misión fundamental: el servicio a la unidad de la Iglesia (o la comunidad)” (W. Kasper, Nuevos matices en la concepción dogmática del ministerio sacerdotal, “Concilium” 43 (1969), 385.
(37) “La comunión eclesial –decía el Cardenal Godfried Daneels– no puede ser reducida a cualquier otra forma de comunidad: familia, cultura, nación o simplemente comunidad humana (…) En la Escritura la expresión commmunio sanctorum tiene un triple sentido. El primero es místico: es la comunión con Dios; el segundo es sacramental y eucarístico: es la comunión con Cristo; el tercer sentido es eclesiológico; es la comunión de las Iglesias” (G. Daneels, Una eclesiología de comunión, en VV. AA., Iglesia universal, Iglesias particulares, Pamplona 1990, 726).
(38) Cfr P. Rodríguez, La comunión dentro de la Iglesia local, en VV. AA., Iglesia local, Iglesias particulares, cit., 469-495.

Lucas F. Mateo-Seco

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