¡Pruébalo!
¿Existe Dios? Es la gran pregunta que se ha hecho
el ser humano a lo largo de la historia. Si Dios existe, todo cambia: el amor,
la vida, la muerte, el dolor.
Para creer en Dios hay que hacer principalmente
5 cosas:
1. Abrir la mente y
sobre todo el corazón: A aquellos que quieren saber si Dios está allí, Jesús les dice: “Me buscarán y me encontrarán, cuando me busquen de todo
corazón” (Jeremías 29, 13-14). Cuando se refiere a la existencia de
Dios, san Pablo dice que hay personas que han visto suficiente evidencia, pero
que ellos han suprimido la verdad acerca de Dios (Rm 1, 19-21).
2. Liberarse de
prejuicios y de falsos tópicos: Partamos del principio lógico de que no se niega lo que no existe. Se
niega a Dios, no porque no exista sino porque hay ciertas circunstancias que
ofuscan, consciente o inconscientemente, la verdad de Dios: errores propios o
ajenos a lo largo de la existencia, un sufrimiento que impida verle, una
frustración al buscarle por caminos equivocados y no encontrarle, algún
desengaño religioso por parte de quien dijo creer en Dios pero la vida indicaba
lo contrario, sentir que aceptar a Dios implicaría redimensionar y reorientar
la vida, comodidad, verlo ligado a una institución y a una doctrina,…
3. Dar fundamento
racional de la realidad de Dios: Nadie ama lo que no conoce. Para conocer a Dios en medio de nuestras
humanas limitaciones, la inteligencia nos ayuda mediante pruebas racionales. Es
racional creer en Dios.
El ser humano está necesariamente encaminado a Dios por un propio
designio suyo. Existen itinerarios que conducen a Dios partiendo de las propias
experiencias existenciales: “Con su apertura a
la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la
voz de su conciencia, con su aspiración al infinito y a la dicha, el hombre se
interroga sobre la existencia de Dios. En estas aperturas, percibe signos de su
alma espiritual” (Catecismo, 33).
Itinerarios que
llevan a Dios:
· La
dimensión espiritual propia del ser humano le dice a gritos a cada
persona que hay un Dios; sencillamente porque esa vida espiritual procede de
Él. “El deseo de Dios está inscrito en el corazón
del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no
cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la
verdad y la dicha que no cesa de buscar” (Catecismo, 27).
· El deseo
natural de la perfecta felicidad: El corazón humano anhela la plena y perfecta felicidad como un deseo innato y natural; y un deseo así
no se puede apagar con algo banal ni con un objetivo o finalidad inexistente o
de imposible adquisición. El corazón humano no puede encontrar su perfecta felicidad
más que en la posesión de un bien superior e infinito al que llamamos Dios.
· El sentido
común: Decía un
invidente: “Yo creo en el sol no porque lo vea sino
porque lo siento”; con Dios pasa igual. Muchos sienten a Dios, lo viven,
aunque no lo vean ni lo entiendan. A Dios se le experimenta de
maneras impredecibles e inefables. Su presencia nos desborda: “¿A dónde iré yo lejos de tu espíritu, a dónde de tu
rostro podré huir? Si hasta los cielos subo, allí estás tú, si en el seol me
acuesto, allí te encuentras (Sal 139, 7-8).
· Preguntarse
por el sentido de la vida: Esta cuestión puede plantearse de diferentes modos: ¿Por qué estamos
aquí? ¿Qué propósito tiene la vida? ¿De dónde venimos y a dónde vamos? La
Biblia nos dice que nuestro propósito en la vida es ser amigos de Dios. El
creador tiene un propósito para todo lo que ha hecho, incluida la humanidad (Is
45, 18). El mundo y el hombre atestiguan que no tienen en ellos mismos ni su
primer principio si su fin último, sino que participan de Aquel que es el Ser
en sí, sin origen y sin fin (Catecismo, 34).
· La
fe en Dios presente en la historia de la humanidad: Todos los pueblos, desde los
albores de la humanidad, en todos los tiempos y en todas las zonas, han
admitido la existencia de un Ser supremo. ¿Cómo sería posible que
todos se hubieran equivocado acerca de una verdad tan importante y tan
contraria a las pasiones? Proclamemos con la humanidad entera la existencia de
Dios.
· La
creación: “Lo que de Dios se puede conocer, está en ellos
(los hombres) manifiesto: Dios se lo manifestó. Porque lo invisible de Dios,
desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus
obras: su poder eterno y su divinidad, de forma que son inexcusables” (Rm 1, 19-20). Es lo que decía
Voltaire: Si un reloj presupone un relojero, si un palacio señala a un
arquitecto, ¿por qué el Universo no ha de demostrar una inteligencia suprema?
Dios es, según Platón, ‘el eterno geómetra’. La inteligencia humana debe
remontarnos a otra inteligencia superior que crea; el ser humano lo que hace es
administrar la obra de Dios.
· La idea que tenemos de lo infinito. Si el Universo es infinito, tendrá en su origen a alguien aún más
infinito.
· La ley
moral: Es una ley
inmutable, absoluta y universal que prescribe el bien y prohíbe el mal. Su sede
está en la conciencia de todos los seres humanos. Ahora bien, no puede haber
ley sin legislador. Este legislador ha de ser, al igual que esa ley, inmutable,
absoluto, universal, bueno. Este legislador es a quien llamamos Dios.
Las pruebas
metafísicas de santo Tomás de Aquino:
Estas vías son cinco argumentos de carácter metafísico y son
conclusiones a posteriori (a partir de la obra de la creación) que
demuestran la existencia de Dios (Suma Teológica, Prima pars,
cuestión 2, artículo 3).
a. El
movimiento: La realidad del cambio o del movimiento (en sentido aristotélico) exige necesariamente la existencia de un
primer motor inmóvil, porque no es posible fundarse en una serie
infinita de iniciadores del movimiento. En el universo hay un dinamismo inteligente, ordenado y armonioso. Hay
movimiento, pero es un movimiento regular, uniforme, inteligente (Sal 104,
5-19). En la obra de la creación hay movimiento, hay cambio y esto nos lleva a
pensar en un primer ‘motor’. Los científicos
han dicho que la materia es inerte y a pesar de esto se mueve constantemente;
esto indica que hay un principio, fuera de la materia, que le da movimiento.
Dios, a través de fuerzas internas y externas, da un estímulo constante a la
realidad creada.
b. No hay efecto
sin causa:
La segunda
es la vía de las causas eficientes: puesto que las causas eficientes forman una
sucesión y nada es causa eficiente de sí mismo, hay que afirmar la existencia
de una primera causa. “Envías tu soplo y son creados, y renuevas la faz de
la tierra” (Sal 104, 30). Si bien es cierto que hay causas creadas
que producen efectos, también es cierto que tuvo que haber una causa increada que tuviera unos efectos que
a su vez son causas de algo diferente. Esta Causa Primera es lo que llamamos
Dios. “Estas obras visibles –dice san Pablo-
revelan al invisible Dios” (Rm 1, 20).
c. La
contingencia de los seres creados: Es forzoso que exista un ser necesario ya que, de lo contrario, lo
posible no sería posible. Hay seres que existen, pero podrían no existir (son
contingentes) y existen por la fuerza del único ser necesario que debe existir.
d. Los grados de
perfección:
Se sabe que
todas las cosas existen con distintos grados de perfección que las diferencian,
de aquí se desprende que debe también existir el ser que posee toda perfección
en grado sumo, respecto del cual los demás se comparan y del cual participan.
e. La finalidad
de la creación.
En este
mundo hay objetos y seres desprovistos de inteligencia, pero tienden a la
realización de un fin concreto que sólo está en la mente del ser supremo, que
es Dios. Se ve que en el mundo creado hay un diseño o un fin, por lo que ha de
existir un ser inteligente que haya pretendido la finalidad que se observa en
todo el universo.
4. Dar el salto de
la fe. ¡Dios nos ha
provisto de tantas pruebas de su existencia! La perfecta armonía en el
universo (por ejemplo, la interacción entre los planetas), las leyes que
regulan la naturaleza, el ADN, las capacidades del cerebro humano, la inquietud
de nuestros corazones,… nos ayudan a determinar que Dios está ahí.
“A partir de la creación, esto es, del mundo y
de la persona humana, el hombre, con la sola razón, puede con certeza conocer a
Dios como origen y fin del universo y como sumo bien, verdad y belleza infinita”
(Compendio
del catecismo, 3).
Pero estos argumentos racionales, cosmológicos y metafísicos, que sólo
nos llevan a conocer la existencia de Dios, no son suficientes para el ser
humano cuando se trata de entrar en la intimidad del misterio divino.
El sólo uso de la razón no es suficiente para conocer a Dios: la
naturaleza misma de Dios, su nombre, su manera de relacionarse con su obra
creada, sólo es alcanzada por la revelación
del mismo Dios.
“Para conocer a Dios con la sola luz de la
razón, el hombre encuentra muchas dificultades. Además no puede entrar por sí
mismo en la intimidad del misterio divino. Por ello, Dios ha querido iluminarlo
con su Revelación” (Compendio del catecismo, 4).
Sólo haciendo un salto hacia la fe puede el ser humano alcanzar la
comprensión del misterio de Dios, encerrado desde tiempos eternos (Ef 3, 1-5).
5. Aceptar la
divinidad de Jesús y su mediación. Aceptar que Dios se ha hecho hombre. Jesucristo es el revelador del Padre, es decir, del misterio
íntimo de la Santísima Trinidad; Jesús dice: “El
que me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14, 9).
Y a Jesús se llega creyendo en Él por la fe, y con la mediación de la Iglesia fundada por
Él mismo.
De todas las religiones conocidas por la humanidad, sólo a través de
Jesús el ser humano verá a un Dios acercándose hacia la humanidad, brindándonos
la oportunidad de relacionarnos con Él.
“A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único,
que está en el seno del Padre, él lo ha contado” (Jn 1, 18). Jesús ha visto a
Dios y nos lo ha comunicado; y a Jesús lo ha visto mucha gente que ha creído en
Él comenzando por sus apóstoles.
Además Jesús hizo muchas obras
que reflejan su divinidad: “… aunque a mí no me
creáis, creed por las obras, y así sabréis y conoceréis que el Padre está en mí
y yo en el Padre” (Jn 10, 38). ¿Qué obras ha hecho Jesús? Entre
otras, los milagros. El milagro
es un hecho sorprendente realizado por quien es el Ser Supremo con su poder
soberano, y que es realizado a pesar de las leyes de la naturaleza, ya sea anulándolas
o suspendiéndolas. Sólo aquel que es Dios está en condiciones de dominar dichas
leyes según convenga.
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