Ya es toda una mujercita, pero todavía
puedo recordar cuando la mayor de mis hijas aún era una pequeñaja tumbada en la
cama más diminuta de la habitación más pequeñita de nuestra pequeña casa en
Falls Church, Virginia.
Les había contado un cuento, a ella y a su
hermana, y les había dado un beso de buenas noches cuando, con medio cuerpo
fuera de la habitación, me lo preguntó:
“Papá, le hablo a Dios, pero
¿cómo es que nunca me contesta?”.
Pude sentir todo el peso de aquel momento.
Ahí estaba yo entrando en la fase crucial de mi paternidad. Estaba
siendo llamado a guiar espiritualmente a esta joven alma a través de la
confusión de la vida.
Su pregunta era una duda que yo mismo
había afrontado también, pero nunca había tenido que explicársela a alguien con
6 años. Respiré hondo y empecé.
Primero intenté con lo siguiente: “Yo estoy
mucho tiempo contigo sin hablar. Pues Él también”.
Quería explicarle que la intimidad
no se centra en la conversación, sino en la presencia. Sabemos que es
así porque la soledad no delata una falta de palabras, sino una falta
de presencia.
Todavía recuerdo una pesadilla que tuve de
niño, de la que desperté paralizado de terror y me quedé despierto escudriñando
la oscuridad de mi cuarto. Entonces escuché a mi padre toser desde su
habitación y el miedo desapareció de inmediato. Únicamente con saber que estaba
ahí, su mera presencia, lo cambió todo.
Estar en una casa vacía es totalmente diferente de estar en una casa con
alguien, quien
sea, dentro.
La presencia lo cambia todo.
Si las palabras lo cambiaran todo, Facebook
nos haría felices; pero no lo hace. Si las
palabras definieran nuestra interacción, cuando contaras a alguien que fuiste a
una audiencia general con el Papa, te preguntarían: “¿Y
qué dijo?”. Pero no, en realidad te preguntan “¿Cómo
de cerca estuviste?”.
Por este mismo principio, Sola Scriptura no es suficiente;
necesitas Su Presencia Real en los Sacramentos.
La presencia silenciosa de Jesús siempre ha sido lo mejor de Él. Si clasificaras en categorías todo el arte cristiano del mundo, la
categoría más llena sería la de representaciones de Jesús de niño en los brazos
de su madre, cuando aún no podía hablar, y muerto en la cruz, cuando ya no
podía hablar.
Le conté todo esto a mi hija. Por su
expresión, no parecía convencida.
Así que luego dije: “Aunque Él también nos
habla mucho. En la Biblia y en misa”.
A veces escuchamos las palabras de Jesús
en nuestro corazón, pero normalmente las leemos en las Escrituras; las palabras
específicas que inspiró para que nosotros las escucháramos.
Y no simples palabras, sino palabras
hermosas, sucintas. Palabras para todas las ocasiones. Palabras que responden a
cualquier anhelo. Palabras que sorprenden y nos desafían. Palabras cargadas con
el poder del Espíritu Santo. Palabras para que cada uno de nosotros reflexione
en soledad y palabras para que todos nosotros comprendamos juntos.
Nuestras comunicaciones más valiosas de
otras personas a menudo son palabras especiales que dejaron para nosotros: una
carta de amor; una nota de ánimo de unos padres; fragmentos de ideas escritos
por algún abuelo en su escritorio antes de su muerte. Jesús nos dejó muchísimo
más con Su Palabra.
El semblante de mi hija no evolucionó, así que continué: “¡Y claro que nos habla!”, dije. “Nos habla a través de miles de voces”.
Están las voces certificadas del
Catecismo y los concilios y las encíclicas. Luego están las lecturas
espirituales de Sus amigos especiales, los santos. Pero también hay
mucho más.
Imagina que toda nuestra familia
dependiera de una comunicación individual para llegar hasta el abuelo buscando
información y consejo para cada uno, de uno en uno. Sería un poco absurdo. No
funcionaría.
O imagina una empresa en la que todas las
comunicaciones tuvieran que llegar directamente hasta mí a través de un jefe
máximo. Sería ineficiente y dictatorial e inhumano. Dios no es tonto ni
ineficiente ni dictatorial ni inhumano.
Él nos habla a través de toda una
comunidad organizada, informada y en sintonía con Su amor, una
comunidad capaz de transmitir más allá de las barreras comunicativas, como los
apóstoles en Pentecostés.
Pero mi pequeña parecía más bien
preocupada ante mi apasionada vehemencia —que a estas alturas ya había atraído
a mi esposa a la habitación—.
Y menos mal que vino. Mientras yo me
esforzaba en ser el padre sabio, ella ya dominaba fácilmente la sabiduría
práctica de la maternidad, percibió el deseo de comunicación del corazoncito de
una niña y supo al instante la profundidad exacta de su comprensión, por lo que
acertó de lleno en el meollo de la cuestión.
Mi mujer dijo: “Tom,
sólo te está picando para poder quedarse más rato despierta. Cecilia, ya has
tenido bastante. Hora de dormir”.
Y mientras cerraba la puerta detrás de mí,
escuché las risitas de Cecilia.
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