La paz es un don; un regalo que Jesús da, tejida de fe, de confianza, de abandono en la Providencia, de perdón dado y recibido.
Por: P Alejandro Ortega Trillo LC | Fuente: www.aortega.org
Daría la mitad de mi fortuna por un minuto de paz –dijo una vez un multimillonario. Y no andaba tan desubicado. Sin paz se puede tener todo menos felicidad. Quizá por ello, la filosofía y la espiritualidad han buscado siempre y tenazmente, sobre todo en el interior mismo del hombre, las fuentes de la paz; algo así como el eslabón perdido de la felicidad.
Según la sabiduría griega, en su versión estoica, la paz se halla en la
«imperturbabilidad» (ataraxia), como resultado natural de una vida
virtuosa y ajena a las pasiones insanas (apatheia). Para el budismo, en
cambio, la paz está en el «nirvana»: esa serenidad inquebrantable que brota al
extinguirse el fuego del deseo, la aversión y la desilusión.
El mundo contemporáneo, tendencialmente hedonista, ha hecho de la paz
una mercancía lucrativa, cuyos ingredientes básicos son la seguridad y el
bienestar. «Si quieres paz –anuncian las agencias– te vendo protección, alarmas,
seguros de vida, pólizas contra robo e incendio, chequeos médicos y hermosas
playas solitarias».
El cristianismo tiene una visión diferente. Su novedad está en que la
paz no es ni sólo interior ni sólo exterior. Ni es mercancía que comprar, pues
la paz no tiene precio; ni es tampoco resultado de una ascesis interior hasta
lograr una voluntad refractaria a cualquier tipo de pasión o deseo. La paz es
un don; un regalo que Jesús da a sus discípulos: «La paz os dejo; mi paz os
doy» (Jn 14, 27). En cuanto don, viene de fuera; pero en cuanto fruto de
la presencia de Jesús en nuestro corazón, es algo muy interior, íntimo, capaz
de desafiar cualquier circunstancia externa.
La paz que da Jesús está tejida de fe, de confianza, de aceptación de la
propia vulnerabilidad, de abandono en la Providencia, de perdón dado y
recibido. Estas actitudes engendran paz porque, en el fondo, ordenan el
corazón: restablecen equilibrios perdidos y ponen de nuevo cada cosa en su
lugar. San Agustín definía la paz como la «tranquilidad del orden». Sólo Jesús,
con su Presencia viva en nuestro corazón por la gracia, nos reconcilia con
Dios, con los demás, con nosotros mismos y con las demás criaturas, y así pone
en orden nuestro corazón; lo pone en paz.
Pero este don de la paz pide nuestra
colaboración. Exige que vigilemos el corazón y evitemos pensamientos, deseos o
actitudes que roban la paz. En nuestra situación actual de seres inclinados al
desorden por el pecado original, por paradójico que parezca, la paz exige
lucha. Es preciso pelear contra la soberbia, la ambición excesiva, los deseos
impuros, las vanidades, las susceptibilidades, las envidias, los
resentimientos, los miedos infundados. Nuestro corazón es un campo de batalla.
En él se acepta o no a Jesús y, en consecuencia, en él se gana o se pierde la
paz.
La Virgen María, Madre de Jesús y Madre nuestra,
ha sido siempre una gran pacificadora de corazones. Porque su Corazón
Inmaculado, en perfecto orden, es un yacimiento profundísimo de paz. Basta
meditar las dulces palabras que dirigió a Juan Diego en la ladera del Tepeyac:
«Oye y ten entendido, hijo mío, el más pequeño, que es nada lo que te asusta y
aflige. No se turbe tu corazón… ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás
bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué
más has menester? No te apene ni te inquiete otra cosa» (Relato del Nican
Mopohua).
No hace falta la mitad de una fortuna para
comprar un minuto de paz. Basta que nuestro corazón crea y acepte cada día el
don de Jesús, y la tendrá toda la vida.
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