Mirando hoy una serie de textos
acerca del mundo litúrgico visigodo, he acabado mirando un pórtico románico. Y,
leyendo el análisis de ese pórtico, he pensado: qué complejo era el cosmos
iconográfico medieval. Cualquier diminuta ermita, cualquier pequeña parroquia,
nos muestran símbolos que requieren para ser comprendidos una profunda
inmersión en el mundo bíblico.
Es justamente lo contrario de
nuestra época. Mensajes pegados en la pared con letras de cartón recortadas,
mensajes de un simplismo ruborizante. Eso sí, al menos, las letras suelen ser
de colores.
A eso se une el gran éxito de las
misas dominicales de niños. Las homilías para niños suelen consistir en un par
de anécdotas amenizadas por una exagerada gesticulación del presbítero. Y esas
precisamente son las misas que suelen tener más asistencia en la parroquia.
Todos sabemos que resulta imposible mantener la atención de cincuenta niños más
de cuatro minutos, digas lo que digas. Simplemente hablando es una misión
imposible; en inglés, Impossible Mission.
Recuerdo las misas de niños en mi
antigua parroquia de Zulema. Eran pocas al año y siempre los días de diario.
Expresamente cuidaba que los niños no fueran más de quince, veinte a lo sumo.
En el sermón me ponía delante de ellos que estaban en el primer banco o segundo
banco de un solo lado de las filas de bancos. Conocía a esos niños de todo el
año. Y conociéndolos bien sabía qué cosas les interesaban y cuáles no, también
era consciente de cuánto tiempo aguantaban sin distraerse.
El sermón era una brevísima y
sencilla catequesis. Nunca necesité hacer ningún circo para que me atendieran.
Les hablaba de cosas profundas como un padre les hubiera explicado algo en el
salón de casa. Con su lenguaje, sí, pero cosas profundas. Los padres para
explicarles algo a sus hijos no necesitan hacer grandes aspavientos ni ser
graciosos todo el tiempo. La gente que ese día en mi parroquia asistía a misa
escuchaba una sencilla catequesis para niños. A la gente le gustaba, porque era
algo excepcional, reducido a unos pocos días al año y en días de diario.
Yo era consciente de que les
gustaban porque eran inusuales. La homilía dominical es un tiempo de enseñanza,
como un rabino en su sinagoga, como un San Agustín en su templo, como un
Jeremías o un San Ambrosio que explicara las Escrituras. Si reducimos los
sermones dominicales a catequesis simplicísimas, estaremos privando a la gente
de un alimento sólido, atractivo, profundo.
Pero mucho me temo que en este siglo XXI tendremos todavía durante algún
tiempo que seguir sufriendo misas de niños, velas eléctricas y alguna canción
de Simon y Garfunkel
P.
FORTEA
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