martes, 17 de abril de 2012

¿POR QUÉ RECHAZAMOS AL DIOS-SEÑOR Y HUIMOS DEL DIOS-HOMBRE?


No nos hagamos ilusiones: si el cristianismo, que es la religión (y con ella, la cultura y la civilización) de mayor éxito en el mundo durante más de un milenio, nos presenta a Dios como
Señor en el primer pacto con el hombre (judaísmo), y luego como Hombre-esclavo en el nuevo pacto; si ésa es la relación entre Dios y el hombre, ese hecho sólo admite una explicación: que la esclavitud ha sido la peor lacra de la humanidad, y contra ella ha luchado la religión en primerísimo lugar. Es el adagio escolástico que nos advierte: quidquid est, habet rationem sui sufficientem: todo lo que existe tiene razón de sí suficiente, es decir que nada está ahí (es el dasein germánico) porque sí; y que por ende, tanto el Dios-Señor como el Dios-Hombre tienen todo que ver con la irredenta condición esclava del hombre.

Y siguiendo la misma línea argumental, la de la condición esclava del hombre, salta la pregunta obvia: así pues, el empeño de la cultura moderna por barrer a Dios de nuestras vidas (un Dios con esos caracteres y no otros), ¿se debe acaso a que la humanidad ha superado ya esa lacra de la esclavitud que le hacía necesitar al Dios-Señor y al Dios-esclavo? Y si era un simple problema de obsolescencia de unas creencias, ¿qué sentido tiene la extrema virulencia con que se ha procedido a esa eliminación? Si quidquid est habet rationem sui sufficientem, no se entiende como razón suficiente de esa ferocidad el simple hecho de que ya no hiciese falta Dios. ¿No será más bien que quienes tal cosa han promovido, necesitaban restaurar y afianzar la esclavitud del hombre?

La sospecha está obviamente en esa dirección: si en nuestra civilización Dios es el empeño supremo destinado a luchar contra la esclavitud del hombre, parece razonable pensar que a quien piense esclavizar al hombre, mucho mejor le irá sin Dios que con Dios (vuelvo a insistir: me refiero al Dios del Antiguo y del Nuevo Testamento, el Dios de los cristianos). Si fuésemos capaces de examinar la historia objetivamente, veríamos muy claro las gráficas de ascenso y descenso de la condición esclava del hombre cuando éste ha contado con Dios y cuando se ha desterrado a Dios de su vida.

Hay una sincronía histórica digna de reseñar: en el momento en que los promotores de la revolución francesa proclaman la libertad de los siervos (y unos pasos más allá la de los
súbditos), en ese mismo momento inician la liquidación de Dios de la ciencia y de la conciencia. Con una singularidad, y es que al tiempo que proclaman la LIBERTAD, declaran la altísima dignidad del TRABAJO y en consecuencia intensifican su explotación hasta unos límites que sólo en los peores tiempos de la ESCLAVITUD romana se habían conocido. Es la ominosa revolución industrial.

Recordad que fue la tremenda presión del trabajo lo que indujo a los judíos a librarse de la esclavitud.

Eliminar y proscribir el régimen de servidumbre para multiplicarles a los antiguos siervos el trabajo (un trabajo auténticamente esclavo) de los nuevos “hombres libres”, ése fue el gran timo de la modernidad y del progreso. ¿Por qué? Pues porque libertad y trabajo son términos antagónicos. La explotación del trabajo es la razón de ser y el fin último de la esclavitud. Por eso no se puede cimentar la libertad precisamente en el trabajo. Es una contradictio in
términis. Justamente la institución del sábado (que se ha prolongado en wek end), y a más largo plazo la de la jubilación, son los cimientos más primitivos de la lucha del hombre por ponerle coto a la esclavitud. El sábado tenía dos sentidos: el primero, “vacar” de todo trabajo; y el segundo, “vacar” para Dios: vacare Deo. La liberación primaria e inminente, era la del trabajo. El primer gran paso en esa dirección fue el sábado; el segundo, el jubileo. Precisamente de ese “vacar” nos vienen las vacaciones: otra de las grandes conquistas. Siempre en el mismo sentido de ponerle coto al trabajo.

Los que vivieron en una sociedad con Dios y ven el panorama que nos ha quedado hoy, bien podrían decir: “con Dios trabajábamos menos y vivíamos más”. ¿Que no se nadaba en la abundancia y en el despilfarro de bienes? Claro que no; ¿y quién ha dicho que hemos de medir la
felicidad y el bienestar por el consumo? ¿A quién se le ha ocurrido semejante estupidez? ¿Y dónde está la libertad? ¿Acaso no es un altísimo valor?

Abramos de una vez nuestras entendederas y comprendamos que el mayor despilfarro que estamos haciendo hoy es el de nuestra libertad. En vez de gozar de libertad (trabajar menos),
gozamos de cosas. ¿Realmente porque queremos esas cosas, porque nos apetecen?

En absoluto, que es tal ya nuestro hartazgo, que las vomitamos igual que vomitaban los romanos en sus orgías. Nosotros nos pegamos unas tremendas orgías de trabajar y producir; y luego nos sale todo hasta por las orejas. ¿Por nuestro interés? Pues no precisamente, que nuestro interés es amañado; sino por interés de todo el sistema de explotación que tenemos encima: político,
financiero y patronal. Ciertamente, con Dios trabajábamos menos y vivíamos mejor. Y quien no lo vea, es porque se ha dejado cegar voluntariamente.

Y volviendo de nuevo a la pregunta que plantea el título, ¿no será que sin Dios se nos esclaviza mejor? No es éste el momento de explicar (que también llegará) qué decimos cuando decimos “Dios” y cómo conviven bajo el mismo nombre realidades y creencias muy distantes. Dios
es el objeto central de mitologías, religiones y filosofías: tenemos volcada por tanto en esta palabra la multitud de formas que ha ido adquiriendo el alma de la humanidad. No olvidemos que el antropólogo que desprecia esta realidad humana es un necio. Jaspers, que era psiquiatra y agnóstico, decía: “Alguien que liquida la fe religiosa como sugestión o ilusión, no debiera ocuparse de la higiene mental”.

La pregunta de si no será que sin Dios se nos esclaviza mejor, nos obliga a responder previamente a dos cuestiones: ¿Qué es Dios? Y ¿qué es la esclavitud? La primera cuestión,
totalmente relacionada con la segunda, es que para la civilización occidental cuyo máximo dogma es todavía la democracia como expresión política de la igualdad de todos los seres humanos; para esta civilización que sigue propugnando la igualdad, Dios es El Señor, el que por estar encima de todos, nos hace a todos iguales. Sí, sí, es por ahí por donde empieza el camino hacia la igualdad de todos los hombres. Pero al terminarse el recorrido de ese camino sin llegar a alcanzar esa igualdad, Dios entra en la historia humana, la más terriblemente humana, y se hace Hombre-esclavo. Es el Dios crucificado (como se crucificaba a los esclavos rebeldes). No estoy haciendo teología, sino pura fenomenología del hecho religioso. Es de eso de lo que hablamos, cuando en nuestra cultura hablamos de Dios que, ¡mira por dónde!, ahí lo tenemos a juego
con el hombre. Primero con el hombre señor, y luego con el hombre esclavo. Sin entender a Dios, es imposible entender al hombre.

¿Y la esclavitud? ¿Qué es la esclavitud? Porque si Dios se empeña en salvarnos de la esclavitud y es cierto que la esclavitud ha desaparecido, tiene todo el sentido sacar a Dios de la escena. Pero no podemos empeñarnos en decir que la esclavitud ha sido superada, si no definimos antes qué es la esclavitud. No perdamos de vista que desde que tenemos memoria de nosotros mismos, éste es el mayor problema del hombre, y que viene impregnando nuestra existencia de una forma u otra en multiplicidad de formatos que, como los camaleones, se adaptan al paisaje.

El mayor problema de la esclavitud no son ciertamente las penalidades que impone (que la libertad también tiene las suyas, y la gloria como recompensa), sino la humillación que lleva
aparejada: de ahí que hayamos puesto siempre más empeño en librarnos de la humillación, que en librarnos de la esclavitud. Por eso hemos entrado en el autoengaño, y llevamos tan a pecho la proclamación de nuestra condición de libres en medio de la esclavitud más abyecta. Lo importante es que salvemos nuestro honor.

Lo peor que nos ocurre hoy es que no tenemos conciencia del nivel de esclavitud que soportamos; con lo que nos sentimos y nos confesamos felices y orgullosos de ser lo que somos (esclavos, y no de la mejor especie) y de llamarnos a pesar de ello, “libres”: presumiendo
de gozar de los más altos niveles de libertad de que jamás ha gozado el hombre.

Vivimos engañados, evidentemente: pero ufanos de la gracia del engaño. El único consuelo que nos cabe, es saber que nunca han faltado en la historia, esclavos felices y agradecidos por su esclavitud. Nada nuevo bajo el sol.

La prueba más patente de nuestra esclavitud, es nuestra condición de trabajadores forzados: no mediante la violencia, que hoy no se lleva ni falta que hace, funcionando tan maravillosamente como funciona el engaño. Al que es capaz de conseguir que el burro tire del carro gracias a la zanahoria, no se le ocurre sustituir ésta por el palo. La zanahoria, sin embargo, no convierte al burro en libre; porque ésta no deja de ser el medio de que se vale el dueño del burro para hacerle trabajar. El consumo sin límite y sin tino (la zanahoria) es el mecanismo de que se sirve el dueño del asno para tenerlo trabajando sin tino y sin límite; de manera que a fin de cuentas ahí nos tiene el sistema político-financiero-empresarial enfangados hasta las cejas en el trabajo y en
el consumo. Pero eso sí, componiendo un porte muy convincente de libertad y dignidad.

Mariano Arnal

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