domingo, 1 de marzo de 2009

CUANDO ME VOLVÍ INVISIBLE


Ya no sé en que fecha estamos. En casa ya no hay candelarios y en mi memoria los hechos están hechos marañas. Me acuerdo de aquellos candelarios grandes, unos primores, ilustrados con imágenes de los santos que colgábamos al lado del tocador. Ya no hay nada de eso, todas las cosas antiguas han ido desapareciendo. Y yo también me fui borrando sin que nadie se diera cuenta.

Primero me cambiaron de alcoba, pues la familia creció. Después me pasaron a otra más pequeña aún en compañía de mis biznietos. Ahora ocupo un desván, el que está en el patio de atrás. Prometieron cambiarle el vidrio roto de la ventana y tapar las goteras del techo, y todas las noches se cuela un vientecito helado que aumenta mis dolores reumáticos.

Desde hace mucho tiempo tenía intenciones de escribir, pero me pasaba semanas buscando un lápiz. Y cuando al fin lo encontraba, yo misma volvía a olvidar donde lo había puesto. A mis años las cosas se pierden fácilmente: claro, no es una enfermedad de ellas, de las cosas, porque estoy segura de tenerlas, pero siempre desaparecen.

La otra tarde caí en cuenta que mi voz también ha desaparecido. Cuando les hablaba a mis nietos o a mis hijos no contestaban, hablan sin mirarme, como si yo no estuviera con ellos escuchando atenta lo que dicen. A veces intervengo en la conversación, segura de que lo que voy a decirles no se le ha ocurrido a ninguno y de que les va a servir mucho mis consejos. Pero no me oyen, no me miran, no me responden. Entonces, llena de tristeza me retiro a mi cuarto antes de tomar mi taza de café. Lo hago así de pronto, para que comprendan que estoy enojada, para que se den cuenta que me han ofendido y vengan a buscarme y me pidan perdón… pero nadie viene.

El otro día les dije que cuando me muera, entonces sí me iban a extrañar. Mi nieto más pequeño me dijo: “¿Estás viva abuela?”. Les cayó tan en gracia, que no paraban de reír. Tres días estuve llorando en mi cuarto, hasta que una mañana entró uno de los muchachos a sacar unas llantas viejas y ni los buenos días me dio. Fue entonces cuando me convencí de que soy invisible. Me paro en medio de la sala, para ver si aunque sea estorbo me miran, pero mi hija sigue barriendo sin tocarme, los niños corren a mi alrededor de uno a otro lado, sin tropezarse conmigo.

Cuando mi yerno enfermó, pensé tener la oportunidad se serle útil, le llevé un té especial que yo misma preparé. Se lo puse en la mesita y me senté a esperar que se lo tomara, sólo que estaba viendo televisión y ni un parpadeo me indicó que se daba cuenta de mi presencia.. El té se fue enfriando poco a poco… y mi corazón con él.

Un día se alborotaron los niños, y me vinieron a decir que al día siguiente nos iríamos todos a un día de campo. Me puse muy feliz ¡Hacía tanto tiempo que no salía y menos al campo! El sábado fui la primera en levantarme. Quise arreglar las cosas con calma. Los viejos nos tardamos mucho en hacer cualquier cosa, así que me tomé mi tiempo para no retrazarlos. Al rato entraban y salían de la casa corriendo y echaban las bolsas y juguetes al carro. Yo ya estaba lista y muy alegre, me paré en el zaguán a esperarlos, cuando arrancaron y el auto desapareció envuelto en bullicio… comprendí que yo no estaba invitada, tal vez porque no cabía en el auto o porque mis pasos lentos impedirían que todos los demás corrieran a su gusto por el bosque. Sentí clarito como mi corazón se encogía, la barbilla me temblaba como cuando uno se aguanta las ganas de llorar.

Yo los entiendo, ellos sí hacen cosas importantes. Ríen, gritan, sueñan, lloran, se abrazan, se besan. Y yo, ya no sé a que saben los besos. Antes besuqueaba a los chiquitos, era un gusto enorme el que me daba tenerlos en mis brazos, como si fueran míos. Sentía su piel tiernecita y su respiración dulzona muy cerca de mí. La vida nueva se me metía como un soplo y hasta me daba por cantar canciones de cuna que nunca creí recordar.

Pero un día mi nieta Laura, que acababa de tener un bebé, dijo que no era bueno que los ancianos besaran a los niños, por cuestiones de salud. Desde ese día ya no me acerqué más a ellos, no fuera que les pasara algo malo por mis imprudencias. ¡Tengo miedo de contagiarlos!

Yo los bendigo a todos y los perdono, porque ¡qué culpa tienen los pobres que de que yo me haya vuelto invisible!

Reflexión: Recuerden, esto pasa muchas veces en nuestro medio. Aprendamos a valorar a nuestros viejitos. Ellos son la dulzura de Dios en persona, y a través de ellos recibimos su bendición.

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