Que ninguno tenga que desear comer de las migajas que caen de la mesa de los más ricos.
Por: Mons. José Rafael Palma Capetillo | Fuente:
Semanario Alégrate
EL HAMBRE DE PAN Y EL HAMBRE
DE DIOS
“Danos hoy nuestro
pan de cada día” – Jesús nos enseñó a dirigir así
nuestra oración al Padre celestial (cf Mt 6,9-13; Lc 11,1-4). La comida básica
de los pueblos antiguos, como la comunidad judía, era el pan como alimento
principal. Por eso el acto común de recibir la propia comida se indicaba con la
expresión “comer pan” (Gn 37,25). Así se
expresa la sentencia a nuestros primeros padres, después del pecado: “Comerás el pan con el sudor de tu frente” (Gn
3,19) para subrayar la fatiga que acompaña el trabajo cotidiano. La importancia
del alimento primordial queda reflejada al dirigirse a Dios ya que “él da el pan a todo viviente” (Sal 136,25), ya
que quien carece de pan, le falta todo (cf Am 4,6; Gn 28,29).
El hambre –por la necesidad del
pan– es característica en la experiencia del pueblo de Dios en su recorrido por
el desierto: “Recuerda todo el camino que el Señor
tu Dios te ha hecho recorrer durante cuarenta años por el desierto, para
afligirte, probarte y conocer lo que hay en tu corazón: Si observas sus
preceptos o no. Él te afligió, haciéndote pasar hambre y después te alimentó
con el maná” (Dt 8,23). Esta difícil e inolvidable prueba que pasaron
los israelitas hace comprender la expresión profética que señala el sentido más
profundo del ‘hambre de Dios’: “Vienen días en que
enviaré hambre al país: No hambre de pan, ni sed de agua, sino de escuchar la
palabra de Dios” (Am 8,11).
Junto con la experiencia
inolvidable del paso por el mar Rojo, el maná en el desierto para satisfacer el
hambre del pueblo elegido tiene un valor incomparable. En efecto, el maná es
calificado como ‘trigo de los cielos’, ‘pan de los
fuertes’ (Sal 78,24), ‘manjar de los
ángeles’ (Sab 16,20) y, a su vez, es visto como símbolo de la ‘palabra de Dios’ (cf Dt 8,3; Is 55,2-11), de las ‘enseñanzas de la sabiduría’ (Prov 9,5) y de la
misma ‘sabiduría’ (cf Eclo 15,3; 24,18-20).
Por otra parte, la sabiduría es
una característica de los pobres ‘de hecho’ y
‘de espíritu’, a los que Jesús proclama como
‘bienaventurados’, incluso calificados como
dichosos por tal hambre, ya que anhelan la justicia (Mt 5,6). Resuena
además la respuesta de Jesús a la primera tentación en el desierto: “No sólo de pan vive el ser humano, sino de toda palabra
que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4; Lc 4,4; Dt 8,3).
Al respecto, el apóstol Santiago
deja en claro la actitud de verdadera convivencia fraternal, en actitud
coherente: “¿De qué sirve a uno, hermanos míos,
decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Si
un hermano o hermana andan desnudos y faltos de alimentos y uno de ustedes le
dice: ‘Vayan en paz, abríguense y coman muy bien’, pero
no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de
qué sirve? Así también la fe si no tiene obras está muerta por dentro”
(St 2,14-17). Compartir el pan con el que no tiene es una obra de misericordia
corporal, pero es algo elemental en la coherencia de la fe y la participación
en la eucaristía.
Todos sentimos hambre todos los
días y tratamos de satisfacerla al menos tres veces. La recomendación común de
los nutriólogos es: “Desayuna como rey, come como
un plebeyo y cena como un mendigo”, para indicarnos que tengamos en
cuenta que el mayor consumo de energías se da durante el día, sobre todo en el
transcurso de la mañana, y desde luego al prepararnos a dormir debemos bajar la
dosis de alimento. Sin embargo, la realidad de los que pasan hambre es muy
fuerte y penosa, ya que la sienten varias veces al día y con frecuencia no la
satisfacen totalmente.
Cristo enuncia nuevamente esta
primera obra corporal de misericordia con el firme propósito de que ninguno
tenga que desear comer de las migajas que caen de la mesa de los más ricos,
como le sucedió al pobre Lázaro (cf Lc 16,19-31). Así aprendemos a compartir
todo lo que somos y tenemos con nuestros hermanos que pasan hambre.
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