El Shabbat había quedado atrás.
Por: Sergio Rosiles, LC | Fuente: Catholic.net
María finalmente fue presa del sueño. La noche anterior le había sido imposible
dormir. Su corazón oprimido por el dolor y su mente confundida por pensamientos
venidos de todas direcciones le habían impedido alcanzar el mínimo de serenidad
necesario para conciliar el sueño.
Pero a la noche siguiente el
agotamiento la venció. Cayó rendida en el cómodo diván que el bondadoso
Nicodemo le había ofrecido al acogerla en su casa después de la apresurada
sepultura del cuerpo de Jesús.
Dormía plácidamente, recostada
sobre su costado izquierdo. Sería la tercera vigilia de la noche cuando Jesús
se hizo presente en aquella espaciosa habitación sin hacer el menor ruido. El
Señor se acercó al diván y se arrodilló ante María en profunda contemplación.
Así pasó varios minutos. No solo las madres observan extasiadas a sus bebés;
también los hijos agradecidos disfrutan velando el sueño apacible de sus
padres. Era Dios admirando a la más excelsa y pura de sus creaturas; era el
Hijo contemplando a la más tierna y generosa de las Madres.
El rostro de María aparecía
lívido, como descolorido por tantas lágrimas que habían corrido por él y, sin
embargo, no perdía su belleza virginal.
Jesús se acercó y depositó un
beso en su sien derecha al mismo tiempo que acarició reverentemente la cabeza
de su madre con su mano gloriosa. Y le susurró: “Madre,
aquí estoy”.
¿PODÍA HABERLO HECHO DE
OTRA MANERA?
Este fue el momento de la
Resurrección de María. Una claridad enrojeció la cortina de sus párpados aún
cerrados, hasta que comenzó a abrirlos y vio el rostro radiante y sonriente de
su hijo. Era una claridad que no hería. No se sobresaltó; acaso pensara que
todo era un sueño, pero muy pronto se percató de que no lo era y se incorporó
de golpe, quedando sentada en el diván con los ojos bien abiertos. Jesús seguía
de rodillas, con la más hermosa de las sonrisas dibujada en su rostro sereno y
luminoso.
“Madre, Yo Soy” (Ex 3, 14; Jn 8, 28), le dijo Jesús, tomándola de las manos. El rostro
de María resucitó y recobró su color rosáceo como por arte de magia.
Instintivamente María liberó sus manos de las de Jesús para llevarlas al rostro
de su hijo y lo acarició. Hasta ese momento la emoción le había robado las
palabras. Sólo pudo decir: “mi niño”. Las
lágrimas desbordaron los diques de sus párpados y comenzaron a deslizarse por
su rostro; eran lágrimas de un sabor muy distinto a todas las que había
derramado el día anterior.
Finalmente María rompió el
éxtasis: “¿Pero, cómo…?” Jesús se limitó a
responderle: “Madre, para esto he venido, para
hacer nuevas todas las cosas. He triunfado para siempre sobre la muerte y sobre
el pecado. Todo empieza de nuevo...”.
Ella no necesitaba explicaciones
lógicas o teológicas. Le era suficiente ver a su hijo vivo nuevamente. Fiel a
su misión de intercesora, comenzó a hablarle de la tristeza de Pedro, del
abatimiento de María Magdalena, del fin de Judas… de cómo se encontraban todos
los demás. “No te preocupes –le dijo Jesús, iré a
buscarlos a cada uno de ellos, ahí donde se encuentren. Y Judas… ten fe, está
bien...”.
Rayaba el
alba y Jesús le dijo que debía irse a buscar a sus amigos, pero se volverían a
ver más tarde. Los dos se fundieron en un abrazo que duró varios segundos;
María recostó su cabeza sobre el hombro de su hijo y Él la acarició nuevamente
con nobleza y ternura. Jesús se fue separando poco a poco, tomó el rostro de
María con sus manos y la besó en la frente. María tomó las manos de su hijo y
por primera vez vio las huellas de su pasión; reverentemente las besó como hace
toda madre con las manos de su hijo sacerdote. Jesús se puso de pie, se apartó
un poco, y con una sonrisa pícara, sin moverse, fue desapareciendo lentamente
de su vista, ante la sorpresa de María. Ella entonces cayó de rodillas y
comenzó a orar como solía: “Magnificat
Anima mea Dominum…”.
La sonrisa había vuelto a su
rostro, una sonrisa que jamás se volvería a ir. Era la sonrisa de la Alegría
Pascual.
Sí,
el Shabbat había visto su ocaso, y esta vez para siempre.
Había cedido su lugar al Dies Domini*…
Sergio
Rosiles, LC
@sergiorosileslc
*Dies
Domini: El Día del Señor (el Domingo, que al igual proviene de la palabra
latina Dominus).
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