Por: P. Juan Jesús Priego | Fuente: Desde la Fe
“Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por
sus amigos”. Esto fue lo que dijo Jesús a sus discípulos. ¿Y a quién se refería al hablar así sino a Él mismo? Con
estas palabras profetizó su propia muerte, declarando, además, que moría por
sus amigos.
¿Existe una mayor
declaración de amor? No le dijo a Pedro como muy
pronto éste le diría a Él: “Tú bien sabes que te
amo”, pero le dice en cambio: “Nadie tiene amor
más grande que el que da la vida por sus amigos”, haciéndole ver que
nadie en este mundo lo ama con un amor mayor. Se trata de una declaración de
amor: misteriosa, tal vez; incomprensible entonces,
pero la más tierna y entrañable que un amigo haya hecho jamás.
No se trata de meras palabras; es
también una promesa. Es como si dijera el Señor: “Yo
voy a morir, pero la verdad es que nadie me mata: yo mismo entrego mi vida, por
ustedes, por ti, Pedro”.
Hay quienes piensan que amar a
alguien es decirle dulces palabras. Es bueno que las digan, pero es más bueno
que el amor no se quede en palabras. Es preciso entregar la vida. Y si amar es
dar la vida por aquello que se ama, ¿cómo habríamos
creído que Dios nos amaba si el Verbo no se hubiera hecho carne para morir por
nosotros? Porque en esto consiste el misterio de la encarnación: no en que un hombre se haya hecho Dios, sino en que Dios
se hizo hombre. ¿Y por qué se hizo hombre? El Credo, que dentro de poco
vamos a recitar todos a una voz, nos ofrece una respuesta bastante escueta: “Por nosotros y por nuestra salvación”, dice. Sí,
así ha sido, sin duda. Pero habría que agregar: “Para
que creyeras, cristiano, que Dios te ama”. ¡Ah, qué fácil hubiese sido que el
Altísimo, bendito sea, se conformara con decirnos que los hombres éramos
importantes para Él y que, por tanto, nos amaba! Pero una declaración
como ésta, por bella que sea, si no va acompañada de obras, no es y no será
nunca creíble.
“Nadie tiene amor
más grande que el que da la vida por sus amigos”, se dirían en la eternidad el Padre y el Hijo, y entonces éste, para
demostrar a los hombres que el amor del Padre era real y no un mero amor
romántico y mentiroso, decidió encarnarse, tomar un cuerpo humano destinado a
la muerte. ¡El inmortal se hizo mortal, amigos
míos, y el que moraba en la eternidad quiso sufrir en carne propia los rigores
del tiempo! Y todo esto, porque nadie tiene amor más grande que el que
da la vida por sus amigos. Y aquí, hermanos, es adonde quería venir a parar. ¿Eres mortal, verdad que sí? ¿O me equivoco y eres un
ángel caído del cielo merced a sus alas rotas? Tu semblante no me
engaña: eres mortal; tienes el rostro de quien dice adiós. Entonces tú también
estás llamado a dar la vida por aquellos a los que amas.
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