La
verdad del purgatorio, aunque no esté mencionada explícitamente en la Biblia,
se entrevé en la misma.
En la
sagrada escritura hay muchos elementos que ayudan a fundamentar la convicción
de que nada impuro, manchado o imperfecto puede entrar en contacto con Dios,
que no se puede acceder a Dios sin pasar a través de algún tipo de purificación
cuando sea necesaria.
Veamos
sólo algunos de estos elementos. En la epístola a los hebreos, que habla de los
ejemplos de fe en la historia sagrada, se mencionan a unos mártires; más
concretamente el texto dice: “Unos fueron
torturados, rehusando la liberación por conseguir una resurrección mejor” Hebreos
11,35.
Y estos
mártires no pueden ser otros que los siete hermanos Macabeos que murieron
seguros de la resurrección en la vida futura: “Es
preferible morir a manos de hombres con la esperanza que Dios otorga de ser
resucitados de nuevo por Él…” (2 Mac. 7, 14).
De manera
pues que en el pueblo de Israel ya había conciencia de que la muerte no es el
fin, de que hay una resurrección y esta tiene que ser a una vida de gloria.
Resurrección que hay que favorecer; de consecuencia ya había consciencia de una
recompensa para los que mueren sin pecado o en gracia de Dios.
Y como en
muchos casos no se muere con el alma pulcra pues es necesaria una purificación,
es necesario purgar el pecado.
Y los que
quedan son conscientes de que con su oración pueden ser solidarios con los que
mueren para ayudarles en dicha purificación.
Es lo que
vemos claramente en el 2 Macabeos 12. Aquí se da por cierto que existe una
purificación después de la muerte. Judas Macabeo efectuó una colecta para tener
lo necesario a fin de que se ofreciera un sacrificio expiatorio por el pecado
de unos soldados caídos.
“Esta enseñanza se apoya también en la práctica de la oración por los
difuntos, de la que ya habla la Escritura: “Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer
este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados
del pecado” (2 M 12, 46).
Desde los
primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha
ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico, (cf DS
856) para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de
Dios.
La
Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de
penitencia en favor de los difuntos: llevémosles
socorros y hagamos su conmemoración.
Si los
hijos de Job fueron purificados por el sacrificio de su padre, (cf. Jb 1,5) ¿por qué habríamos de dudar de que nuestras ofrendas
por los muertos les lleven un cierto consuelo?
No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en ofrecer
nuestras plegarias por ellos (San Juan Crisóstomo, hom. in 1
Cor 41,5)” (Catecismo, 1032).
Es pues
doctrina segura la existencia de un estado transitorio de purificación
obligatorio para aquellos que, habiendo muerto en gracia de Dios, necesitan
mayor purificación para llegar a la santidad necesaria para entrar en la
realidad celestial.
En el
Antiguo Testamento hay muchos ejemplos en los que se ve que lo que está
destinado a Dios debe ser lo mejor, lo perfecto.
Uno de
estos ejemplos es la calidad de la ofrenda de Abel aceptada con agrado por
parte de Dios (Gn 4, 8); o por ejemplo, en el plano sacrificial, lo que entra
en contacto con Dios debe ser lo perfecto, es el caso de los animales
destinados para la inmolación (Lv 22, 22).
Pero más
que las cosas son las personas que quieren tener su eterno destino en Dios las
que deben ser perfectas, sin mancha.
En el
plano institucional es la integridad física de los ministros del culto (Lv 21,
17-23). A esta integridad física o personal de los ministros del culto debe
corresponder una entrega total a Dios por parte de todo el pueblo de acuerdo
con las grandes enseñanzas del Deuteronomio.
Se trata
de amar a Dios con todo el ser, con pureza de corazón y con el testimonio de
las obras (Dt 10, 12 ss).
Y esta
integridad debe ir más allá de la vida presente para entrar en la comunión
perfecta y definitiva con Dios, con el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el
Dios de Jacob (Ex 3, 6), con el Dios en quien todos viven.
Es lo que
asegura también Jesús hablando de la resurrección: “Y
que los muertos resucitan lo ha indicado también Moisés en lo de la zarza,
cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob.
No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven” (Lc
20, 37-38).
El Salmo
50, el salmo penitencial por antonomasia, nos habla en clave de purificación
interior: si el pecador confiesa y reconoce la propia culpa (v. 6), y pide
insistentemente ser purificado o ‘lavado’ (vv.
4. 9. 12 y 16), podrá proclamar la alabanza divina (v. 17).
Y una de
las características de la figura del Siervo de Yahvéh es su función de
interceder y expiar en favor de muchos; al término de sus sufrimientos, él «verá la luz» y «justificará
a muchos», cargando con sus culpas (Is 53, 11).
Pasando
ya al Nuevo Testamento, Jesucristo también nos insinúa varias veces de la
realidad del purgatorio cuando dice, por ejemplo: “Mientras
vas donde las autoridades con tu adversario, aprovecha la caminata para
reconciliarte con él, no sea que te arrastre ante el juez y el juez te entregue
al carcelero, y el carcelero te encierre en la cárcel. Yo te aseguro que no
saldrás de allí hasta que no hayas pagado el último centavo” (Lc 12,
58-59). Aquí la cárcel es el sinónimo del purgatorio de donde se saldrá una vez
se ha pagado toda deuda.
Jesús
hace referencia por tanto a una purificación temporal de la que se saldrá
cuando termine. Esta purificación no puede ser ni el infierno ni en el cielo,
pues entre otras cosas son realidades eternas de las que no se saldrá.
Es decir
si no arreglamos las cosas mientras vamos de camino a la eternidad y se llega a
ella debiendo algo, el alma se tendrá que purificar.
Y el
Apóstol San Pablo habla de un fuego purificador y del valor de la obra de cada
uno, que se revelará el día del juicio: “Si la obra
de uno construida sobre el cimiento (sobre Cristo) resiste, recibirá la
recompensa. Mas aquel cuya obra quede abrasada sufrirá el daño. Él, no
obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego” (1
Co 3, 14-15).
Por: P. Henry Vargas Holguín | Fuente: Moral y Luces
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