Explicación por el Cardenal Norberto Rivera.
Por: Carta del Cardenal Norberto Rivera | Fuente:
Catholic.net
El Avemaría es seguramente una de las primeras
oraciones que aprendimos cuando éramos niños. Es una oración sencilla, un
diálogo muy sincero nacido del corazón, un saludo cariñoso a nuestra Madre del
Cielo.
Recoge las mismas palabras del saludo del ángel en la Anunciación (1) (Lucas 1, 28) y del saludo de
Isabel (2) (Lucas 1, 42), y
después añade nuestra petición de intercesión confiada a su corazón amantísimo.
En el siglo XVI se añadió la frase final: “ahora y en la hora de nuestra muerte”. Todo ello
forma una riquísima oración llena de significado.
El Avemaría es una oración vocal (3), es decir, que se hace repitiendo
palabras, recitando fórmulas, pero no por esto es menos intensa, menos
personal.
Podemos decir que el Avemaría y el Rosario son las dos grandes expresiones de
la devoción cristiana a la Santísima Virgen. Pero la devoción no se queda sólo
ahí.
En el Avemaría, descubrimos dos actitudes de la oración de la Iglesia centradas
en la persona de Cristo y apoyadas en la singular cooperación de María a la
acción del Espíritu Santo (Cf Catecismo de la Iglesia Católica 2675).
La primera actitud es la de unirse al agradecimiento de la Santísima Virgen por
los beneficios recibidos de Dios (“llena eres de
gracia”, “el Señor es contigo”, “bendita tú eres entre todas las mujeres y
bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”) y la segunda es el confiar a
María Santísima nuestra oración uniéndola a la suya (“ruega
por nosotros, pecadores”).
Para explicar esta oración es muy útil seguir los números 2676 y 2677 del
Catecismo de la Iglesia Católica.
1. En la primera parte de la oración se recoge el saludo
del ángel, del enviado del Señor. Es una alabanza en la que usamos las mismas
palabras del embajador de Dios. Es Dios mismo quien, por mediación de su ángel,
saluda a María. Nuestra oración se atreve a recoger el saludo a María con la
mirada que Dios ha puesto sobre su humilde esclava y a alegrarnos con el gozo
que Dios encuentra en ella.
"LLENA ERES DE GRACIA,
EL SEÑOR ES CONTIGO":
Las dos palabras del saludo del ángel se aclaran mutuamente. María es la llena
de gracia porque el Señor está con ella. La gracia de la que está colmada es la
presencia de Aquél que es la fuente de toda gracia.
María, en quien va a habitar el Señor, es en persona la hija de Sión, el Arca
de la Alianza, el lugar donde reside la Gloria del Señor: ella es "la morada de Dios entre los hombres" (Apocalipsis
21, 3). "Llena de gracia", se ha
dado toda al que viene a habitar en ella y al que ella entregará al mundo.
2. A continuación, en
el Avemaría se añade el saludo de Santa Isabel: "Bendita tú
eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús". Isabel dice estas palabras llena del Espíritu
Santo (Cf Lucas 1, 41), y así se convierte en la primera persona dentro de la
larga serie de las generaciones que llaman y llamarán bienaventurada a María
(Cf Lucas 1, 48): "Bienaventurada la que ha
creído..." (Lucas 1, 45); María es "bendita entre todas las
mujeres" porque ha creído en el cumplimiento de la palabra del Señor.
Abraham, por su fe, se convirtió en bendición para todas las "naciones de la tierra" (Génesis 12, 3).
Por su fe, María vino a ser la madre de los creyentes, gracias a la cual todas
las naciones de la tierra reciben a Aquél que es la bendición misma de Dios: "Jesús el fruto bendito de tu vientre".
El Papa Juan Pablo II nos explica muy bien el contenido de este saludo de
Isabel a su prima en el número 12 de la Carta Encíclica Redemptoris Mater (4)
3. Después, el
Avemaría continúa con nuestra petición: "Santa María, Madre de
Dios, ruega por nosotros..."
Con Isabel, nos maravillamos y decimos: “¿De
dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?" (Lucas 1 ,43).
María nos entrega a Jesús, su Hijo, que muere por nosotros y por nuestra
salvación en la cruz y, desde esa misma cruz, Jesucristo nos da a María como
Madre nuestra (Cf Juan 19, 26-28); María es madre de Dios y madre nuestra, y
por eso podemos confiarle todos nuestros cuidados y nuestras peticiones, porque
sabemos que Dios no le va a negar nada (Cf Juan 2, 3-5) y al mismo tiempo
confiamos en que tampoco nos lo va a negar a nosotros si es para nuestro bien.
María Santísima reza por nosotros como ella oró por sí misma: "Hágase en mí según tu palabra" (Lucas
1,38). Confiándonos a su oración, nos abandonamos con ella en la voluntad de
Dios: "Haced lo que Él os diga" (Cf
Juan 2, 5).
"RUEGA POR NOSOTROS,
PECADORES, AHORA Y EN LA HORA DE NUESTRA MUERTE". Pidiendo a María que ruegue por nosotros, nos
reconocemos pecadores y nos dirigimos a la "Madre
de la Misericordia", a la Toda Santa.
Nos ponemos en sus manos "ahora", en
el hoy de nuestras vidas. Y nuestra confianza se ensancha para entregarle desde
ahora, "la hora de nuestra muerte". Que
esté presente en esa hora, como estuvo en la muerte de su Hijo al pie de la
cruz y que en la hora de nuestro tránsito nos acoja como madre nuestra para
conducirnos a su Hijo Jesús, al Paraíso, a nuestra felicidad eterna en el pleno
y eterno amor de Dios.
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(1) Y entrando, le dijo: “Alégrate,
llena de gracia, el Señor está contigo”. Ella se conturbó por estas palabras, y
discurría qué significaría aquel saludo. El ángel le dijo: “No temas, María,
porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a
dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será
llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre;
reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin”. María
respondió al ángel: “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?”. El ángel
le respondió: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te
cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado
Hijo de Dios. Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su
vejez, y este es ya el sexto mes de aquella que llamaban estéril, porque
ninguna cosa es imposible para Dios”. Dijo María: “He aquí la esclava del
Señor; hágase en mí según tu palabra”. Y el ángel dejándola se fue.
(2) En aquellos días, se levantó María y
se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa
de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de
María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena de Espíritu
Santo; y exclamando con gran voz, dijo: “Bendita tú entre las mujeres y bendito
el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?
Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en
mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron
dichas de parte del Señor!”
(3) Muchas veces se piensa que la oración vocal no es tan personal como la
mental porque aquí sólo se repiten fórmulas que otros compusieron, pero no es
así. La oración vocal, cuando se dice con profunda consciencia, identificándose con
las palabras que se usan, penetrando en su significado, no sólo se hace
personal, sino que además, forma nuestra fe en profundidad guiando nuestros
sentimientos, orientando cuál debe ser nuestra relación con Dios.
La oración vocal es quizás la más humilde, la más fácil de enseñar y de
aprender y, al mismo tiempo, la que más nos educa en la fe, en nuestra correcta
relación con Dios.
(4) "Así pues, María, movida por la caridad, se dirige a la casa de su
pariente. Cuando entra Isabel, al responder a su saludo y sintiendo saltar de gozo
al niño en su seno, "llena de Espíritu Santo", a su vez saluda a
María en alta voz: "Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu
seno". Esta exclamación o aclamación de Isabel entraría posteriormente en el Ave
María, como una continuación del saludo del ángel, convirtiéndose así en una de
las plegarias más frecuentes de la Iglesia. Pero más significativas son todavía las palabras de Isabel en la pregunta que
sigue: "¿de dónde a mí que la madre
de mi Señor venga a mí?". Isabel da testimonio de María: reconoce y
proclama que ante ella está la Madre del Señor, la Madre del Mesías. De este
testimonio participa también el hijo que Isabel lleva en su seno: "saltó
de gozo el niño en su seno". El niño es el futuro Juan el Bautista, que en
el Jordán señalará en Jesús al Mesías. En el saludo de Isabel, cada palabra está llena de sentido y, sin embargo,
parece ser de importancia fundamental lo que dice al final: “¡ Feliz la que ha
creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor !".
Estas palabras se pueden poner junto al apelativo "llena de gracia"
del saludo del ángel. En ambos textos se revela un contenido mariológico esencial, o sea, la verdad
sobre María, que ha llegado a estar realmente presente en el misterio de Cristo
precisamente porque "ha creído". La plenitud de gracia, anunciada por
el ángel, significa el don de Dios mismo; la fe de María, proclamada por Isabel
en la visitación, indica cómo la Virgen de Nazaret ha respondido a este don.
(Texto de Redemptoris Mater #12)
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