La semana pasada vi imágenes de una campaña publicitaria realizada hace un par de años por Play – Doh, la famosísima plastilina con la que todos hemos jugado de chicos. La marca, con motivo del Día del Niño en Colombia, insertó potes del producto en moldes de plástico transparentes, en paradas de bus. El molde de acrílico presentaba formas diversas, como robots, aviones, e incluso criaturas fantásticas.
El mensaje más inmediato que
nos transmite la marca es que, dando rienda suelta a la imaginación, de un
pequeño bote de plastilina pueden surgir infinitas creaciones. Al mismo tiempo,
creo que también nos quiere decir que cada niño trae dentro de sí miles de
posibilidades; cada uno es un ingeniero o un piloto en potencia, un artista o
un maestro, un médico o un chef… solo hay que «destapar»
su creatividad, apoyarlo e incentivarlo.
Creo que este concepto no es
exclusivo del marketing o de la pedagogía, ni de otras ramas similares. Creo
que tiene profundas raíces cristianas, que nos recuerdan – al menos, a mí
me recuerdan – a la parábola de los talentos. Al respecto, quiero compartirte
unas reflexiones.
NO HAY «PEQUEÑOS TALENTOS»
En la parábola de los
talentos, el último de los servidores recibió un solo talento. Cuando era
chica, imaginaba que recibir un talento era recibir una monedita. Incluso me
parecía desproporcionado el pedido del hombre que distribuyó estos bienes: ¿qué tanto podía «producir» una moneda?
No hace mucho, me enteré de
que un talento no era una simple moneda y su valor no era mínimo. Cada talento
pesaba alrededor de 40kg y su valor, en la actualidad, equivaldría a miles de
dólares si el talento era de plata, y cientos de miles si era de oro. No fue
poca cosa lo que recibió el último siervo.
Es más, la parábola nos dice
que este tuvo miedo de perder lo que le fue entregado – no sería para menos,
ahora que entendemos el gran valor que tenía aquello que tenía a su cuidado – y
fue a enterrarlo. Puedo imaginar que enterrar 40kg de oro no era tan simple
como poner bajo tierra una moneda: debió haberse
esforzado, sudado, e ingeniado para enterrarlo en un lugar y en un momento
donde nadie sospechara del escondite de este tesoro.
Comprendiendo esto, también es
entendible la frustración de su señor, al volver. Si hubiese sido yo, habría
dicho al siervo: «Si perdiste tiempo y esfuerzo
enterrando lo que te entregué, ¿no podías invertir el mismo tiempo y esfuerzo
en producirlo mejor?».
TENEMOS LO NECESARIO PARA PRODUCIR NUESTROS
TALENTOS
Creo que cuando leemos u oímos
esta parábola por primera vez, nos parece que el reclamo del señor al siervo es
«cruel», «injusto», «duro». Yo creo que, más
bien, es una pregunta cargada de frustración: «di
tanto a este siervo, y solo una indicación… ¿y qué hizo, entonces, en todo este
tiempo?».
Llevando esta situación a la
actualidad, me imagino a un jefe que sale de vacaciones y deja a sus empleados
una tarea a cada uno. Si al volver de su viaje, encuentra que uno no cumplió
con lo que le fue encomendado, el pensamiento lógico sería «le pagué un mes
para que esté scrolleando en
Instagram, porque no hizo la única cosa que le encargué». Conociendo por
primera vez esta historia, nos parecería justo que le descuenten parte del
salario o – dependiendo de la gravedad de no haber cumplido con su trabajo –
que fuera despedido.
En términos humanos y
laborales esto nos parece lo «lógico», lo «normal»,
¿por qué nos enojamos con Dios, cuando Él nos pide cuentas de lo que estamos
haciendo con los talentos que nos encomendó?
SI ÉL PIDE, ES PORQUE PODEMOS
A la hora de llamarnos a la
vida, Dios nos da uno o muchos «talentos». Aunque solo recibiéramos uno, como dije antes,
esto no es poca cosa. No sería correcto reclamar al cielo, cuestionando por qué
a mi vecino le dio dos, y a mi uno, por qué al de más allá le dio tres, y a mí
no.
En la parábola también leemos
que a cada uno le fue confiada la cantidad acorde a su capacidad. Quizás queramos
tener más, pero lo más probable es que, de recibir más, nos abrume la tarea,
supere nuestras fuerzas y no seamos capaces de responder a nuestro Señor. Eso
sí sería injusto de Su parte: pedirnos algo a lo que no podemos
responder.
Él no hace eso. Al pedir, sabe
de antemano que tenemos los recursos suficientes para responder. No depende de si podemos o
no, sino de querer o no decir «sí». ¡Ojalá que siempre queramos decir sí! Porque, si
lo hacemos, Él hará el resto.
Escrito por Silvana Ramos
No hay comentarios:
Publicar un comentario