“Yo soy el camino y la
verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6). Con estas
palabras, el Señor se define a sí mismo como el camino único que conduce al
Padre: “Aquel que es el camino, no puede llevarnos
por lugares extraviados, ni engañarnos con falsas apariencias el que es la
verdad, ni abandonarnos en el error de la muerte el que es la vida”, comenta
San Hilario.
El Señor se hizo camino por su
Encarnación: “el Verbo de Dios, que con el Padre es
verdad y vida, se hizo el camino tomando la humanidad”, dice San
Agustín. El sendero que conduce a la meta es la humanidad de nuestro Señor
Jesucristo. Si no queremos que el itinerario de nuestra vida termine en el
fracaso, en el sinsentido, debemos dirigir nuestra mirada a Jesucristo y
caminar siguiendo sus pasos.
San Juan Pablo II, en su
primera encíclica, indicaba la urgencia de esta mirada: “la única orientación del espíritu, la única dirección del
entendimiento, de la voluntad y del corazón es para nosotros ésta: hacia
Cristo, Redentor del hombre; hacia Cristo, Redentor del mundo. A Él nosotros
queremos mirar, porque sólo en Él, Hijo de Dios, hay salvación, renovando la
afirmación de Pedro «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida
eterna»”.
Incluso para aquellos que
todavía no han llegado a la fe, Cristo es, añadía el papa, un camino elocuente:
“Él, Hijo de Dios vivo, habla a los hombres también
como Hombre: es su misma vida la que habla, su humanidad, su fidelidad a la
verdad, su amor que abarca a todos. Habla además su muerte en Cruz, esto es, la
insondable profundidad de su sufrimiento y de su abandono”.
Jesús es el rostro de Dios: “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn
14,9). La adhesión a Él por la fe es, al mismo tiempo, adhesión al Padre y
comienzo, ya aquí en la tierra, de una vida plena que consiste en la
participación en la vida de Dios. Por esta razón, el Catecismo enseña que la fe
es ya el comienzo de la vida eterna: “La fe nos
hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro
caminar aquí abajo” (n. 163).
La Pascua del Señor, su paso
de la muerte a la vida, de este mundo al Padre, introduce para siempre su
humanidad en la plenitud de Dios. Su marcha a la casa del Padre fundamenta
nuestra esperanza no solo en nuestro futuro, sino también en el de tantos
hermanos nuestros que han muerto en estos tiempos de pandemia. Va para preparar
un lugar, una morada en el cielo, a cuantos han creído en Él y le han sido
fieles.
El que cree en Jesucristo hará
“las obras que yo hago, y aún mayores” (Jn
14,12). ¿De qué obras se trata? Consisten,
fundamentalmente, estas obras en seguir acercando a los hombres al amor eterno
de la Santísima Trinidad. La misión de la Iglesia, y de cada uno de los
cristianos, tiene como fin último “hacer participar
a los hombres en la comunión que existe entre el Padre y el Hijo en su Espíritu
de amor” (Catecismo 850).
“Vosotros sois
una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, un pueblo
adquirido por Dios para proclamar las hazañas del que nos llamó a salir de la tiniebla
y a entrar en su luz maravillosa”, dice el apóstol San Pedro (1 Pe 2,9). Cristo nos ha regalado ese “sacerdocio” real que nos abre el acceso a Dios;
pero se trata de un don que comporta un compromiso, una exigencia: anunciar a toda la humanidad las proezas de Dios mediante
el testimonio de nuestras vidas.
Unidos a Cristo, también
nosotros seremos para los demás signos que indican el camino seguro, la verdad
iluminante y la auténtica vida.
Guillermo Juan
Morado








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