La
profesión religiosa es un noble acto: consagración a Dios, absoluta, total, en
el seno de una Orden o Congregación, viviendo como Cristo encarnado: en
pobreza, obediencia y castidad. ¡Acto noble, sacrificial!: se
despoja uno de sí mismo y comienza a vivir como Cristo. Hay un morir a sí
mismo, un sacar las consecuencias del sacramento del bautismo, para resucitar,
vivir como resucitados una vida plena.
La
profesión religiosa posee algo de Calvario, de Cruz, de amor a Jesús
crucificado, entregándose a vivir como Él. ¡Qué
hermosas son las meditaciones que escribió Edith Stein para su comunidad sobre
estos puntos! Para todos nos vendrá bien releer el decreto del Concilio
Vaticano II, “Perfectae caritatis”, así como la exhortación de Pablo VI “Evangelica testificatio” o la exhortación apostólica post-sinodal “Vita consecrata” de
Juan Pablo II. Es doctrina bellísima sobre la vida religiosa sin lenguaje
falso, el lenguaje ideologizado de moda (“estar con
la gente”, “signo profético de denuncia”, “vanguardia de la Iglesia porque la
Iglesia está desfasada”, etc…)
Esa concepción de la vida religiosa en la que se vive ofrendado a Dios,
ofrecido como Cristo al Padre, signo visible para la Iglesia, es la que debe
reflejarse en la profesión de un/a religioso/a, ya sea en la vida activa, ya
sea en la vida contemplativa. Y bien sé que al final cada Orden, Congregación,
Familia religiosa resulta que tiene su ritual propio aprobado por la
correspondiente Congregación para el Culto divino, pero muchas cosas que
se hacen, el estilo con el que se realizan, etc., no pueden venir de esas
rúbricas sino de la creatividad, de la innovación, de la ignorancia de copiar
lo que alguien vio en un sitio y simplemente le gustó.
Así
que, con humor y bastante dosis de ironía,
veamos el rito de profesión de los religiosos.
-En primer lugar,
y ante todo, el estilo de
la celebración litúrgica: el protagonista absoluto
es Dios ya que toda liturgia es para alabanza y glorificación de Dios y
santificación de los hombres (cf. SC 5. 10). El protagonista no es el hombre: no son los que van
a profesar como si fuera su fiesta de cumpleaños rodeados de sus amiguitos;
tampoco es el Provincial de la nueva y recién unificada Provincia (¡qué lástima de proceso en tantas Congregaciones ante la
pobreza de miembros!) que le gusta su nuevo cargo y su nueva Provincia;
tampoco es protagonista la superiora de la Comunidad, priora o Abadesa… ni
nadie. Todo debe transcurrir de otro modo: humildad
en el ser y en el actuar para que brille sólo Jesucristo muerto y resucitado;
para que haya espíritu de fe y de adoración, no fiesta y emotividad.
-Es verdad que el Misal en la IGMR permite moniciones breves, por escrito,
siempre que sean necesarias, pero rara vez son así, y además la IGMR determina
dónde y cuándo se puede hacer (cf. IGMR 105b). Sin embargo, normalmente son muy largas,
innecesarias y no aportan ni edifican nada, incluso repiten o adelantan
conceptos que ya prolijamente han
sonado (o sonarán) en la larguísima homilía del Reverendísimo Padre
Provincial. Introducen moniciones: a la entrada, a cada lectura, al inicio del
escrutinio, antes de leer la Fórmula de Profesión, en las entregas, en el
ofertorio para la procesión de dones, etc., y sumemos a esto, ya de por sí
pesado, las moniciones improvisadas, en realidad mini-homilías (en vez de ser
sumamente breves, “brevísimas palabras” dice
IGMR 31), del Rvdmo. Provincial, que se alarga en el acto penitencial,
introduce otra monición antes del himno “Gloria in
excelsis”, otra antes del Prefacio, la monición amplísima y
sentimentaloide del Padrenuestro, otra monición más antes de la bendición
final… ¡Cuánta palabrería, qué verborrea, qué
incontinencia! La profesión
religiosa no necesita un presentador o presentadora que vaya comentando todo
como si fuera la gala de los Óscars o de los Goyas y esas moniciones mejor
suprimirlas; el celebrante, ya sea el Rvdmo. Padre
Provincial, el Obispo diocesano o el pobre y sacrificado capellán, mejor que se
ajuste a las moniciones ya escritas en el Misal romano, que son bien claritas y
concisas y dicen mucho con pocas y medidas palabras. Tan sólo, y si se ve
imprescindible, cabría una brevísima monición para el conjunto de los ritos de
profesión (escrutinio, letanía de los santos, profesión, entregas): pero
generalmente es innecesario puesto que antes se ha repartido un folleto o
fotocopia a todos con el rito y los cantos.
-Sobran, así pues, elementos distorsionadores que convierten la profesión religiosa en algo
infantiloide en muchos casos:
coreografía en algunos cantos de la misma liturgia, palmadas en los cantos
mientras se balancean… de las religiosas o de los religiosos. ¡Qué tiempo
desperdiciado en ensayos!, mejor lo hubiesen dedicado a aprender más
tonos para salmodiar la Liturgia de las Horas. Y también, estropea el rito
romano, la costumbre extendida en muchas partes, de moniciones a cada ofrenda y
nueva coreografía para llevar los dones eucarísticos: momento
éste de gran entusiasmo donde todos, en vez de orar y ofrecerse…, agarran
sus móviles, modo vídeo, y graban la escena entre risas y algarabía.
De verdad, ¿todo esto es necesario? ¿Nadie lo mira
y analiza con frialdad?
-Punto
llamativo, sin duda, en algunas profesiones es el papel o función que se quiere conferir a los
familiares y amigos más íntimos de
los que van a profesar: en la procesión de entrada,
con incensario, cruz y ciriales, van los nuevos profesos acompañados de sus
padres como si éstos fueran ministros de la liturgia (sin embargo, deben ir “acompañados
del maestro”, Ceremoniale episcoporum, n. 753, o en el caso de religiosas, “la
maestra y la superiora”, CE n. 774); casos hay en que los signos de la
profesión –ya sea el hábito, o las Constituciones, o una cruz- son los
familiares los que suben a ofrecérselos al Superior o incluso que revisten a su
hijo o hija con el correspondiente hábito o velo… y esto se ha extendido
incluso al sacramento del Orden: los padres son los que revisten con estola y
dalmática al nuevo diácono o con casulla al neopresbítero. Por supuesto,
para que los familiares se sientan protagonistas, no faltará el celebrante que
bajará del presbiterio en el momento del rito de la paz a dar besos, abrazos y
apretones de manos (sin enterarse, ¡pobre
Provincial, pobre Obispo!, que este rito no es de felicitación y que no debe
abandonar nunca el presbiterio para ello).
¿No parece al final una función infantil de teatro escolar donde todos tienen
que hacer algo, un papel, una canción, un poemita, aunque sea disfrazarse de
árbol, con tal de subir al escenario y ser vistos en el espectáculo del
colegio? ¿No participan los familiares y amigos asistiendo, oyendo, cantando,
rezando y mucho, pidiendo, respondiendo a las oraciones y aclamaciones,
escuchando las lecturas bíblicas, intercediendo al cantar las preces o letanías
de los santos, y comulgando si están en gracia de Dios?
-Profesan, se les entrega las insignias correspondientes según el Ritual de
cada Congregación (velo, anillo, Constituciones, etc.) y entonces reciben el
abrazo de sus hermanos o hermanas ya profesos. Ese abrazo es
significativo: la Orden, la Congregación, te recibe y te acoge como nuevo
miembro vivo; es abrazo de comunión y de bienvenida. Pero, olvidando ese
sentido fraterno, se ha transformado en una felicitación entrañable, y ya
abrazan a los nuevos profesos todos los que están en el presbiterio y en
ocasiones hasta los propios familiares, como una gran felicitación emocionada y
cálida. ¡Cómo no!:
tanta emoción estalla en un sonoro aplauso. De la paz y la comunión fraternas
se pasa rápidamente a la efusión felicitadora
como si el profeso hubiese alcanzado su meta tras largos esfuerzos y
sube el pódium a recoger su copa y su medalla de oro, plata o bronce. ¡Los aplausos naturalizan tanto la liturgia que la
deforman, la dejan irreconocible! Y en el colmo del absurdo, ocasiones
hay en que los nuevos profesos desde el presbiterio corresponden al aplauso de todos saludando “al
público” mientras el Padre Provincial o la Madre Provincial sonríen felices, pensando que tiene futuro su Congregación y que él (o ella) van a
presidir muchas profesiones y legiones enteras de jóvenes van a llenar sus
noviciados, porque este aplauso para ellos es un signo de los tiempos, una
golondrina que anuncia esperanza de esta nueva Provincia que él o ella rigen… ¡¡porque esto es primavera de la Iglesia!! Y así
viven y pasan los días: en su ensoñación. ¡Aplaudimos,
somos felices, ahogamos el silencio y acallamos las grandes cuestiones!
¡Aplaudimos, nos miramos a nosotros mismos, nos complacemos en lo maravillosos
que somos todos: mirando, no ven; oyendo, no oyen… ni entienden (cf. Mt
13,13-15)!
-Tampoco se puede permitir –porque la liturgia misma no deja resquicio para
ello- inventar o añadir cosas por cuenta propia (cf. SC 22; “no le está
permitido agregar, quitar o cambiar algo por su propia iniciativa en la
celebración de la Misa”, IGMR 24). La aspersión con
el agua bendecida en vez del acto
penitencial es rito propio de la Misa dominical, especialmente en Pascua, pero
no de cualquier otro día (IGMR 51). El cirio pascual es signo propio de la cincuentena pascual que
además se enciende para los bautizos y exequias durante todo el año. Pero fuera de la Pascua no se enciende para otras celebraciones
por el mero deseo de solemnizarlas o hacer presente a Cristo simbólicamente. Sería
igual el despropósito de, por enfatizar la Humanidad Santísima de Cristo en una
liturgia de profesión, montar el Belén, con el pesebre y los pastores en
agosto…, o montar una corona de Adviento en unas profesiones temporales en mayo
subrayando la vigilancia escatológica de la vida consagrada. Cada elemento de
la liturgia tiene su lugar propio, su momento en el año litúrgico, y no se
puede abusar del cirio pascual. No es requisito imprescindible para entregar un
cirio encendido al profeso o a la profesa (aunque dicho cirio para la profesa
no aparece mencionado ni en el Ceremonial de los Obispos ni en el Ritual de la
profesión religiosa).
-La
fórmula de profesión, temporal o perpetua, solemne, es una
oblación, una inmolación, haciéndose Hostia junto Cristo, sacrificio agradable al Padre. Se ofrecen
–siguiendo lo que dice san Pablo- como hostia viva, santa, agradable a Dios
(cf. Rm 12,1). Es un sacrificio real, de la voluntad y el entendimiento, una
entrega y una renuncia (aunque Rahner y sus discípulos no quieran ese aspecto
de “renuncia” con su optimismo
antropológico). Por eso quema el Espíritu Santo al pronunciarla. Generalmente, se recita de
rodillas ante el
Provincial (o la Provincial), o el superior legítimo; algunos rituales de
algunas Órdenes prescriben que se hace de pie delante del altar, aunque ya es
raro hacerlo así en la tradición romana. Por ese sentido de sacrificio y de
oblación, de renuncia de todo y de sí mismo, el acta de profesión se firma
encima del altar donde luego se ofrece el sacrificio eucarístico (Ceremoniale,
n. 760). Es el único caso; el acta matrimonial, por ejemplo, o el acta de
dedicación de una iglesia nunca se firman sobre el altar –que es santo- sino en
otra mesa o lugar oportuno (cf. RM 78). Resulta extremadamente chocante, llamativo, cuando
la fórmula de profesión se lee de pie, con el superior al lado, mirando ambos
hacia los fieles como si fuera una declaración del Gobierno ante los espectadores,
y provocando –otra vez más- el aplauso al terminar de leerla. Junto
al altar, y en dirección al altar, la fórmula se debería leer (arrodillado)
mirando al Superior legítimo a quien se emite esa profesión. Hacerlo mirando
ambos “al público” es un síntoma de cómo se
entiende todo, hasta la misma vida consagrada. ¡Estamos perdiendo el norte, el
sentido de lo que es la liturgia!
-Suele ser común, entonces, tras la profesión y la procesión de dones
eucarísticos (que sean pan y vino, patenas y cálices, no cosas simbólicas y sin
sentido: “conviene
que algunos de los nuevos profesos presenten ante el altar el pan, el vino y el
agua para el sacrificio eucarístico”, Ceremoniale
n. 765), acelerar el ritmo de todo, pensando que ya se han alargado mucho: el prefacio
raramente es cantado, la plegaria eucarística recitada es la II por ser la más
breve, y así el rito
eucarístico es lo más rápido, omitiendo las intercesiones propias de la
plegaria por los nuevos profesos (cf. CE 765)… Este es un defecto común en
muchas liturgias, como si la parte eucarística, y la plegaria especialmente,
fuera algo de paso en lugar de ser el centro y culmen de todo. Para la consagración, todos se ponen de rodillas (IGMR 43): es la postura
común en la Misa romana; se
arrodillan los diáconos que nunca permanecen en pie durante la consagración
(IGMR 179), se arrodillan los acólitos, los sacerdotes que asisten sin
concelebrar… y se arrodillan en la consagración los nuevos profesos así como
todos los demás frailes (o monjas) y todo el pueblo cristiano. Los recién profesos en su
lugar, se arrodillan en la consagración: ni permanecen de pie ni mucho menos se
ponen junto al Provincial que preside durante la plegaria eucarística como si
fueran concelebrantes.
-En el rito de la paz, nuevo desbarajuste, efusión
emocional latente; de la sobriedad del rito se pasa a la afectividad a flor de
piel, incluyendo el beso de la paz a todos los que están en el presbiterio y,
en ocasiones, bajando a la nave para dar también besos “de
paz” a toda la familia que asiste, lógicamente, emocionada. Es un rito
de preparación a la comunión, por lo que requiere sobriedad: sólo a los más cercanos, a
izquierda y derecha, incluidos los nuevos profesos (cf. IGMR 83); el sacerdote –ya sea Obispo
diocesano eminentísimo o Provincial flamante y recién elegido- no abandona el
presbiterio (IGMR 154). Eso sí: dará el abrazo de
paz a cada uno de los nuevos profesos o profesas (Ceremoniale, n.
786).
-Y, ofrecido el Sacrificio, se distribuye
la sagrada comunión.
Es un Don que se entrega por parte de los ministros ordenados, y se recibe con
reverencia y adoración al Sacramento. Primero recibe la comunión el diácono de
manos del sacerdote, y luego distribuyen a los demás fieles el Alimento del
Altar. Los nuevos profesos ese día de modo especialísimo reciben la comunión
con las dos especies (de hecho hay que preparar “un
cáliz de capacidad suficiente para la comunión bajo las dos especies”, Ceremoniale
n. 752c), pero no
tomándola ellos mismos directamente del altar o autocomulgando, o pasándose
entre sí la patena y el cáliz, sino recibiéndola de las manos de los ministros
ordenados. Así también comulgarán los demás frailes no ordenados, ¡recibiendo
la comunión!, no tomándola cada uno directamente del altar. Lo mismo dígase de las religiosas, sean
contemplativas o de vida activa y apostólica: ¡la
comunión se recibe, nos es dada! “No está permitido a los fieles tomar por
sí mismos el pan consagrado ni el cáliz sagrado, ni mucho menos pasarlo de mano
en mano entre ellos” (IGMR 160; cf. Instrucción Redemptionis
sacramentum, n. 94).
-Tras la comunión, llega otro de los momentos sentimentales, afectivos,
emotivos, que se han introducido en la liturgia y se han extendido por todas
partes y para cualquier celebración. La IGMR permite que tras la comunión se
guarde silencio o se pueda cantar un salmo o himno de acción de gracias (“la asamblea
entera también puede cantar un salmo u otro canto de alabanza o un himno”, n. 88); esto se pervirtió convirtiéndose en un discurso de acción de
gracias, donde alguien sube y empieza a leer emocionadísimo. Ni siquiera lo hace en un lugar discreto, sino
desde el ambón que se usa para todo y no sólo para lo propio: la Palabra de Dios. Las cámaras empiezan a
enfocar, los móviles a hacer fotos, las lagrimitas a surcar los rostros de los
presentes. El discurso es absolutamente prescindible y previsible: es un testimonio vocacional agradecido, donde hay que
incluir desde que uno era una célula-embrión, a todos y cada uno de los
familiares cercanos, los amigos que acompañaron, los maestros de primaria y los
profesores de secundaria, el nombre del maestro de postulantes, de novicios,
los superiores que ha tenido y las comunidades por las que ha pasado…contando
el desarrollo de su vida vocacional. Esto, que de por sí podría ser
bueno, no casa con el ritmo de la liturgia ni su desarrollo: ¿por qué no hacerlo después, en el ágape, donde están todos de modo más
informal? En esa copa compartida,
en el locutorio del monasterio o en un patio o sala de la casa religiosa, etc.,
los nuevos profesos pueden bendecir la mesa y empezar compartiendo cada uno su
testimonio vocacional en ambiente distendido y no forzar la liturgia. De nuevo
hay que repetirlo: hay
que quitar protagonismos humanos, teatralidad a la liturgia, sentido de fiesta
secular y aplausos. Por cierto: también esta mala costumbre –que ninguna rúbrica permite-
se ha introducido en el sacramento del Orden en algunas diócesis y en alguna
Congregación religiosa, con la aquiescencia del Obispo ordenante.
-Por
supuesto, antes de la
bendición, habrá un discurso más -¿cuántos
llevamos a lo largo de la profesión?- de quien preside, dando gracias a
los nuevos profesos por profesar, a la familia por entregar al hijo/a, a los
formadores por realizar el proceso formativo, a los asistentes por asistir, al
coro por cantar, a los que pusieron flores, a los que limpiaron la iglesia, a
los que repartieron fotocopias, a los que… etc. etc… ¡algo
cansino e interminable! Son esas cosas que se introducen en la liturgia
con más fuerza y rigidez que cualquier rúbrica del Misal; y parece obligatorio
que quien preside –el Rvdo. Padre Provincial de la nueva Provincia unificada, o
el mismísimo Arzobispo metropolitano con ínfulas y con palio- dirija un largo y
agotador discurso de agradecimientos varios. Para lo que dicen y lo que cansan
a los oyentes, mejor callar y que impartan directamente la bendición solemne.
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-“Pero,
¿todas las profesiones son así?” –No, evidentemente: aquí se han recogido cosas que se ven aquí, allá y más
para allá, en un sitio y en otro, realizando un elenco.
-“Vd. exagera,
es imposible tanto disparate”. –Si no me cree, busque vídeos en Youtube de profesiones temporales o
solemnes, vea uno tras otro unos cuantos vídeos, y acabará dándome la razón.
-“En mi
Congregación no es así, ¡menuda es la Provincial para esas cosas!” –Dé gracias a Dios por esa
Provincial con formación y con sentido común.
Ya quisiera ya que
todo fueran exageraciones mías, pero no lo son; ojalá esto abra los ojos de
religiosas y religiosas, de futuros profesos también, y cuiden bien la liturgia
sin manipularla ni adaptarla ni reinventarla ni desnaturalizarla.
Javier Sánchez
Martínez








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