Posiblemente nada
hace más felices a las madres – y hoy es su día – que ver reunidos a sus hijos
en torno a la mesa cada domingo y cada fiesta. El cristianismo tiene una
gramática, una lógica, muy sencilla: es profundamente divino y humano. Sus
misterios centrales, los acontecimientos que perfilan su identidad, son el
nacimiento, el dolor y la muerte, la vida de cada día y también, porque es muy
humano desear algo así, aunque nos desborde, la gloria, la esperanza de la
gloria.
Un escritor famoso tituló uno de
sus libros como “El valor divino de lo humano”. Es
un título inspirado. Sin lo divino, lo humano decae. Sin lo humano, lo divino
nos parece absolutamente imposible y, a la postre, completamente irrelevante.
El artículo “stantis aut cadentis Ecclesiae”, el
dogma que permite que la Iglesia siga en pie o que se derrumbe del todo, es la
Encarnación. Estoy de acuerdo, en eso y en mucho más, con san Juan Enrique
Newman.
Los católicos no nos hemos
acostumbrado a prescindir de la Santa Misa. Ni podríamos hacerlo. Un
sacramento, la Eucaristía, que no solo ha de ser celebrado – y no ha dejado de
serlo más que el Viernes y el Sábado santos - , sino que ha de ser creído y,
siempre, vivido. Así lo expresa, de un modo magistral – y técnicamente “magisterial” – el papa Benedicto XVI en la
exhortación “Sacramentum caritatis”. Vendría
bien releer, con mucho detalle, este texto.
Lo divino y lo humano. Sin
confusión y sin separación – Calcedonia nos lo recuerda -. Sin fideísmos ni
racionalismos excluyentes. Sin “sobrenaturalismos” que
poco tienen de sobrenatural y sin reducciones “naturalistas” que poco tienen de
naturales.
La lógica de las madres, la
gramática de la Iglesia, y hasta el sentido común, lo saben ver. Una madre
quiere reunirse con sus hijos reunidos pero sabe privarse, sabe aplazar ese
deseo noble, si alguno de sus hijos, por ese motivo tan grande – reunirse - ,
fuese a correr un grave riesgo. ¿Qué madre, que sea
tal, exige a su hijo que la visite cada domingo, aun a sabiendas de que ese
desplazamiento es extremadamente peligroso para el hijo y para los otros hijos?
Absolutamente ninguna.
“María guía a
los fieles a la Eucaristía”, lo dijo san Juan Pablo II y es verdad. San Pedro Julián Eymard
(1811-1868) propagó la devoción a Nuestra Señora del Santísimo Sacramento. San
Juan Pablo II, en la encíclica “Ecclesia de
Eucharistia”, llama a María “mujer
eucarística”.
Vivir “eucarísticamente”
comporta convertir toda nuestra existencia, confiando en la gracia, en
un sacrificio de alabanza y de acción de gracias, unido a la ofrenda de Cristo
en la Cruz, para la salvación del mundo.
Con María, contando con su
intercesión, esperamos la Santa Misa. Un don de Dios que jamás nos ha sido
hurtado ni negado. La Iglesia, como buena madre, espera seguir siendo
instrumento para que ese preciado don, de un modo aún más visible y cercano,
siga infundiendo vida a cada uno de nosotros.
Con María, bajo su amparo,
deseamos que todo vuelva a la normalidad. Y en ese “todo”
está lo más deseado por las madres: la
reunión de sus hijos. Y lo más deseado por la Iglesia, la reunión
efectiva, concreta, de todos sus fieles para hacer actual, con ellos
físicamente presentes (con aquellos que aún transitan por este mundo), el
sacramento de nuestra fe. Que no ha dejado de celebrarse nunca y que, nunca, ha
olvidado, esa celebración, a ninguno de ellos. Y no solo a ninguno de ellos
sino a nadie.
Guillermo Juan
Morado.
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