De no ser por los
Evangelios y por lo que Jesús hizo con ella, nadie la recordaría hoy.
Por: n/a | Fuente: Alfa y Omega // ArchiMadrid.org
Era «una mujer pecadora que
había en la ciudad» y se le perdonaron los pecados «porque había amado mucho».
El relato de san Lucas (7, 36-50) introduce a
esta mujer en la historia de los hombres y ya estará en ella hasta el fin; de
no ser por los Evangelios y por lo que Jesús hizo con ella, nadie la recordaría
hoy; su vida habría pasado como un anónimo de baja calidad olvidado por todos.
Leyendo la escena de lo que pasó en casa de Simón no se descubre su nombre; fue
una delicadeza de autor tan humano y fino que no quiso ponerla en evidencia.
Hizo bien, porque como la malicia de los hombres y mujeres con sus evidentes
debilidades no tienen nada de atractivo ni de originalidad, prefirió resaltar
la misericordia sin límite de Jesús. Luego, cuando ya no tuviera dentro «los siete demonios» que tuvo, sí sería oportuno
escribir el nombre de María Magdalena, como hace Lucas en el capítulo
siguiente.
Sin que pueda afirmarse de modo absoluto la
identidad entre María Magdalena, la pecadora sin nombre, con la hermana de
Lázaro y de Marta que se llamaba María a la que habría de suponer una época de
extravíos juveniles, parece que la coincidencia de rasgos comunes en los
relatos evangélicos –preferencia por los pies de Jesús y ser amiga de ungüentos
perfumados–, justifican la fusión que de ambas figuras hace la tradición
cristiana como queda expresada en la liturgia y en el martirologio.
Quizá fue un reproche de Jesús lo que la llevó
al cambio, pero no lo sabemos; o a lo mejor fue una mirada de Jesús encontrada
en alguno de aquellos momentos en los que la había situado su curiosidad por
desear ver al joven Rabí de Nazaret; o la afirmación agresiva que hizo Jesús
–para aclarar la mente de los que pensaban que eran buenos– de que «los
publicanos y las prostitutas os precederán en el reino de los Cielos». El caso
es que comenzó a sentirse incómoda consigo misma desde que le escuchó aquello
de «bienaventurados los limpios» que verían
a Dios. Hablaba mucho Jesús de la misericordia divina y, sin poderlo explicar,
María no podía distraerse del deseo vehemente de estar cercana; le parecía que
nadie hasta entonces entendía tanto de las profundidades de ese corazón bueno
de Dios y ella comenzó a notar en su interior un deseo acuciante de bondad y de
bien. El Nazareno disfrutaba hablando de la misericordia divina con los
pecadores, rompió las reglas de juego admitiendo entre sus amigos a
indeseables, y hasta dijo aquella verdad de que el médico está para los
enfermos, que lo sanos no lo necesitan. María se siente colocada frente a sí
misma; comenzó a darle asco su vida. La enseñanza variopinta del Maestro
hablaba del padre bueno que espera la vuelta del hijo que se fue, y del pastor
que busca cuidadoso a la oveja que se extravió. La de Magdala
ya no se soporta; no puede sufrir el pensamiento de su propio espectáculo a
pesar de su ansia vehemente de triunfos y halagos; se rebela contra su
situación actual al tiempo que escucha a Jesús que hablaba de Dios –el mismo de
siempre, pero sin palo–, como un padre lleno de comprensión. La mujer siente su
orgullo encabritado, pero la gracia va abriéndose camino; solo hacía falta
querer dar un paso, porque los pecados pesan ahora como una atadura
insoportable.
Ni se lo pensó. Entró como a escondidas con un
vaso de alabastro lleno de perfume, sin deseo de llamar la atención, y sin
conseguir pasar desapercibida. Quiso pedir perdón y no pudo; se arrastró; no le
salían palabras; solo es capaz de llorar, besar los pies y secar lo mojado con
sus cabellos manejados con arte. Aturdida por tan extraña situación, le pareció
oír que el joven Rabí la defendía de Simón con palabras pausadas y voz serena.
Después vino el gozo al escuchar «tu fe te ha
salvado, vete en paz».
Libre y renovada, flotando en bondad, se une al
grupo de mujeres que le asisten en el ministerio mesiánico, y ya no dejará
jamás a Jesús, ni siquiera cuando le escuche que deberá comer su carne y beber
su sangre, ni se unirá a la cobarde deserción de sus amigos en el momento del
Calvario. Vive una felicidad indecible.
Galilea, Judea, Decápolis y Fenicia. En Judea,
el ambiente se iba enrareciendo; ella no sintió miedo, ni entendió cómo podían
tenerlo los discípulos. Pero aquello pasó, aunque María no lo tuviera previsto
y hasta le pareciera la pesadilla de un sueño embustero, ¡habían apresado al Maestro! Si solo ha hecho el
bien, si es tan bueno, si no hizo mal, si ayuda a los pobres, si se desvive por
los enfermos, si dice verdades, si habla del Cielo… Su actuación fue la misma
por todas partes. ¿No curó al paralítico? ¿Qué hizo
con el ciego? ¿No sanó leprosos? ¡Dio vida a la niña, al chico de Naín, a
Lázaro! Alimentó a miles con pocos panes y peces, libró a endemoniados… tantas
y tantos vivían contentos gracias e él.
Ya han levantado la cruz. El Gólgota está oscuro
y con truenos. Se le escucha perdonando, que es lo suyo. Y hace promesa del
Reino al ladrón y asesino que se arrepiente; sí, ese es su estilo. María mira y
no entiende, mira y se avergüenza. La antigua profecía: «Mi siervo ha tomado sobre sí los pecados de todos» fue como un
relámpago en su mente que le hizo entrever algo del misterio. Era descubrir el
precio de sus pecados, la malicia de sus hechos. Y muchas lágrimas, algún
grito, todo es desconsuelo mientras hipa a moco tendido. La mano de la madre
del crucificado puesta en su hombro venía a darle paz; el rostro de aquella
mujer con lloro sosegado le hizo entender que no tenía derecho a expresar más
dolor del que sufría la propia madre del muerto.
Cuando lo desclavaron y lo bajaron, casi no
tuvieron tiempo para prepararlo y así lo tuvieron que enterrar. María Magdalena
tiene la cabeza confusa y lleva un propósito en el pecho: cuando pasase el descanso sabático, moriría al lado de
Jesús, quedándose junto al sepulcro.
Allá iba el domingo entre dos luces, con más
ungüentos aromáticos, acompañada de un grupo pequeño de mujeres. La puerta está
abierta, ¡han violado la tumba y no está su cuerpo!
Corre al cenáculo y corren también Juan y Pedro. Todos se alborotan y
regresan con el corazón en un puño, plasmada la incertidumbre en los rostros y
con más miedo dentro. María se queda sola con su desventura; ya no le queda ni
siquiera el cuerpo de Jesús muerto.
Le dice al hortelano que lo buscará y lo traerá.
Solo una palabra en tono especial la revuelve para poder ella responder de modo
increíble a lo humano: Rabboni, Maestro mío.
Hay un nuevo intento de agarrarse a sus pies y la alegría indescriptible de
testificar como un huracán que ha visto vivo al que estuvo muerto.
A partir de este momento, ya no se vuelve a hablar
en el Evangelio más de María Magdalena.
Después quedó la leyenda –clara en sus justos
términos– parloteando de sus posibles, imaginados o deseados pasos por el
mundo, apartada en el desierto o llegando en diáspora judía hasta las playas de
Marsella. Yo prefiero quedarme con la estampa que cierra su vida el Evangelio
hasta que la salude personalmente en el cielo. ¿Podrá
hacerse eso?
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