El Papa Francisco celebró este domingo 20 de
octubre la Santa Misa por la Jornada Misionera Mundial con ocasión del Mes
Misionero Extraordinario en la que animó a los fieles católicos a “testimoniar,
bendecir, consolar, levantar y transmitir la belleza de Jesús”.
En la Eucaristía realizada en el interior de la Basílica de San Pedro
del Vaticano el Santo Padre señaló que “la Iglesia
anuncia bien sólo si vive como discípula. Y el discípulo sigue cada día al
Maestro y comparte con los demás la alegría del discipulado. No conquistando,
obligando, haciendo prosélitos, sino testimoniando, poniéndose en el mismo
nivel, discípulos con los discípulos, ofreciendo con amor ese amor que hemos
recibido”.
A CONTINUACIÓN, LA HOMILÍA PRONUNCIADA POR EL PAPA
FRANCISCO:
Quisiera escoger tres palabras de las lecturas: un
sustantivo, un verbo y un adjetivo. El sustantivo es el monte: de esto
habla Isaías, cuando profetiza acerca de un monte del Señor, más elevado que
las colinas, al que confluirán todas las naciones (cf. Is 2,2). El monte
vuelve en el Evangelio, ya que Jesús, después de su resurrección, indica a
los discípulos, como lugar de encuentro, un monte de Galilea, precisamente en
Galilea, que está habitada por muchos pueblos diferentes, la «Galilea de los gentiles» (cf. Mt 4,15). Entonces,
pareciera que el monte es el lugar donde a Dios le gusta dar cita a toda la
humanidad. Es el lugar del encuentro con nosotros, como muestra la Biblia,
desde el Sinaí pasando por el Carmelo, hasta llegar a Jesús, que proclamó
las Bienaventuranzas en la montaña, se transfiguró en el monte Tabor, dio su
vida en el Calvario y ascendió al cielo desde el monte de los Olivos. El
monte, lugar de grandes encuentros entre Dios y el hombre, es también el sitio
donde Jesús pasa horas y horas en oración (cf. Mc 6,46), uniendo la tierra y
el cielo; a nosotros, sus hermanos, con el Padre.
¿Qué significado tiene para nosotros el monte? Que estamos llamados a acercarnos a Dios y a los demás: a Dios, el
Altísimo, en el silencio, en la oración, tomando distancia de las
habladurías y los chismes que contaminan. Pero también a los demás, que
desde el monte se ven en otra perspectiva, la de Dios que llama a todas las
personas: desde lo alto, los demás se ven en su conjunto y se descubre que la
belleza sólo se da en el conjunto. El monte nos recuerda que los hermanos y
las hermanas no se seleccionan, sino que se abrazan, con la mirada y, sobre
todo, con la vida. El monte une a Dios y a los hermanos en un único abrazo, el
de la oración. El monte nos hacer ir a lo alto, lejos de tantas cosas materiales
que pasan; nos invita a redescubrir lo esencial, lo que permanece: Dios y los
hermanos. La misión comienza en el monte: allí se descubre lo que cuenta. En
el corazón de este mes misionero, preguntémonos: ¿Qué
es lo que cuenta para mí en la vida? ¿Cuáles son las cumbres que deseo
alcanzar?
Un verbo acompaña al sustantivo monte: subir. Isaías nos exhorta: «Venid, subamos al monte del Señor» (2,3). No
hemos nacido para estar en la tierra, para contentarnos con cosas llanas, hemos
nacido para alcanzar las alturas, para encontrar a Dios y a los hermanos. Pero
para esto se necesita subir: se necesita dejar una vida horizontal, luchar
contra la fuerza de gravedad del egoísmo, realizar un éxodo del propio yo.
Subir, por tanto, cuesta trabajo, pero es el único modo para ver todo mejor,
como cuando se va a la montaña y sólo en la cima se vislumbra el panorama
más hermoso y se comprende que no se podía conquistar sino avanzando por
aquel sendero siempre en subida.
Y como en la montaña no se puede subir bien si se está cargado de
cosas, así en la vida es necesario aligerarse de lo que no sirve. Es también
el secreto de la misión: para partir se necesita
dejar, para anunciar se necesita renunciar. El anuncio creíble no está
hecho de hermosas palabras, sino de una vida buena: una vida de servicio, que
sabe renunciar a muchas cosas materiales que empequeñecen el corazón, nos
hacen indiferentes y nos encierran en nosotros mismos; una vida que se
desprende de lo inútil que ahoga el corazón y encuentra tiempo para Dios y
para los demás. Podemos preguntarnos: ¿Cómo es mi
subida? ¿Sé renunciar a los equipajes pesados e inútiles de la mundanidad
para subir al monte del Señor?
Si el monte nos recuerda lo que cuenta —Dios y los hermanos—, y el verbo
subir cómo llegar, una tercera palabra resuena hoy con mayor fuerza. Es el
adjetivo todos, que prevalece en las lecturas: «todas
las naciones», decía Isaías (2,2); «todos
los pueblos», hemos repetido en el salmo; Dios quiere «que todos los hombres se salven», escribe Pablo
(1 Tm 2,4); «id y haced discípulos a todos los
pueblos», pide Jesús en el Evangelio (Mt 28,19). El Señor es obstinado al
repetir este todos. Sabe que nosotros somos testarudos al repetir “mío” y
“nuestro”: mis cosas, nuestra gente, nuestra
comunidad..., y Él no se cansa de repetir: “todos”. Todos, porque
ninguno está excluido de su corazón, de su salvación; todos, para que
nuestro corazón vaya más allá de las aduanas humanas, más allá de los
particularismos fundados en egoísmos que no agradan a Dios. Todos, porque cada
uno es un tesoro precioso y el sentido de la vida es dar a los demás este
tesoro. Esta es la misión: subir al monte a rezar por todos y bajar del monte
para hacerse don a todos.
Subir y bajar: el cristiano, por tanto, está siempre en movimiento, en
salida. De hecho, el imperativo de Jesús en el Evangelio es id. Todos los
días cruzamos a muchas personas, pero — podemos preguntarnos— ¿vamos al encuentro de esas personas? ¿Hacemos nuestra la
invitación de Jesús o nos quedamos en nuestros propios asuntos? Todos
esperan cosas de los demás, el cristiano va hacia los demás. El testigo de
Jesús jamás busca ser destinatario de un reconocimiento de los demás, sino
que es él quien debe dar amor al que no conoce al Señor. El testigo de Jesús
va al encuentro de todos, no sólo de los suyos, de su grupito. Jesús también
te dice: “Ve, ¡no pierdas la ocasión de
testimoniar!”. Hermano, hermana: El Señor
espera de ti ese testimonio que nadie puede dar en tu lugar. «Ojalá puedas
reconocer cuál es esa palabra, ese mensaje de Jesús que Dios quiere decir al
mundo con tu vida. [...] Así tu preciosa misión no se malogrará» (Exhort.
apost. Gaudete et exsultate, 24).
¿Qué instrucciones nos da el Señor para ir al
encuentro de todos? Una sola, muy sencilla: haced
discípulos. Pero, atención: discípulos suyos, no nuestros. La Iglesia
anuncia bien sólo si vive como discípula. Y el discípulo sigue cada día al
Maestro y comparte con los demás la alegría del discipulado. No conquistando,
obligando, haciendo prosélitos, sino testimoniando, poniéndose en el mismo
nivel, discípulos con los discípulos, ofreciendo con amor ese amor que hemos
recibido. Esta es la misión: dar aire puro, de
gran altitud, a quien vive inmerso en la contaminación del mundo; llevar a la
tierra esa paz que nos llena de alegría cada vez que encontramos a Jesús en
el monte, en la oración; mostrar con la vida e incluso con palabras que Dios
ama a todos y no se cansa nunca de ninguno.
Queridos hermanos y hermanas: Cada uno de nosotros tiene, cada uno de
nosotros “es una misión en esta tierra” (cf.
Exhort. apost. Evangelii gaudium, 273). Estamos aquí para testimoniar,
bendecir, consolar, levantar, transmitir la belleza de Jesús. Ánimo, ¡Él espera mucho de ti! El Señor tiene una
especie de ansiedad por aquellos que aún no saben que son hijos amados del
Padre, hermanos por los que ha dado la vida y el Espíritu Santo. ¿Quieres calmar la ansiedad de Jesús? Ve con
amor hacia todos, porque tu vida es una misión preciosa: no es un peso que
soportar, sino un don para ofrecer. Ánimo, sin miedo, ¡vayamos
al encuentro de todos!
Redacción ACI
Prensa
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