CUANDO OREN, DIGAN:
PADRE NUESTRO…
Lo vieron irse tantas, tantas
veces solo al monte o al desierto, a orillas del lago y también en el Templo, o
caminar de gusto un poco más rápido o más lento que ellos de ciudad en ciudad…
Lo veían retornar de esos
momentos radiante, seguro, decidido, sonriente, transmitiendo –si es que eso
era realmente posible- una paz todavía más inmensa, infinita, un halito de
eternidad.
Y se animaron una vez a
pedirle, quizá después de haberlo conversado entre ellos y dudado, como
temiendo entrometerse en algo demasiado privado, algo solo reservado a Él.
Pero no se equivocaron:
parecía como si Jesús hubiera estado esperando aquél pedido desde hacía tiempo:
“Señor, enséñanos a orar”
Y así, con gozo, como el
profesor que disfruta enseñando a sus alumnos su lección favorita, o como ese
abuelo que se complace en contar al pequeño nieto la historia predilecta, Jesús
entregó a sus discípulos la llave maestra, la palabra esencial, la que marcaba
un antes y un después en la historia de la revelación del misterio de la
oración: “Cuando oren digan: PADRE…”
Y es que allí, en esa sola
palabra, están contenidos todos los secretos, todos los tesoros, todo el entero
misterio de Cristo y su misión redentora.
Para que podamos decir en
verdad “Abba", “Padre”, para hacernos
hijos en él, el Hijo, bajó del Cielo, tomó forma de esclavo, llegó hasta la
muerte y muerte de Cruz.
Y así como al inicio del
pentagrama se ubica la clave que da sentido a todas las demás notas y define la
armonía, así esta palabra va a marcar el tono general de todo el misterio de la
oración cristiana. Porque no nos dirigimos al orar al “motor inmóvil” de los
griegos, ni a los dioses crueles y egoístas de los pueblos paganos, ni al gran
arquitecto del deísmo. No. Hablamos a un Dios papá, un Dios tierno, un Dios que
incluso cuando corrige y castiga es sólo por amor.
Por eso la Iglesia antigua
daba tanta importancia a la primera vez que un catecúmeno aprendía la oración
del Señor, y a la primera vez que la decía. Por eso en cada Eucaristía, y en la
alabanza matutina y vespertina de la Iglesia entera, resuena con fuerza “desde donde sale el sol hasta el ocaso". Por
eso en cada sacramento y en cada sacramental volvemos a decirla.
Por eso al iniciar cada
misterio de la vida de Cristo en el Rosario la Iglesia te indica: “cuando ores, di: Padre nuestro…” Sea que vayas
solo a contemplar, sea que vayas a implorar gracias para ti o para otros, sea
que vayas a pedir perdón, no te olvides: el fin último de tu oración es un Dios
Padre.
Que no nos acostumbremos a
pronunciar esa palabra, de la cual nuestros labios y nuestros corazones nunca
serán suficientemente dignos. Que María nos conceda rezar el Padrenuestro -y
cada una de sus peticiones- con renovado asombro y estupor, como si fuera la
primera vez.
Que al pronunciar con sentido
estas sagradas palabras también tu y yo vayamos irradiando la paz y la alegría
que Jesús traía en su Rostro cada vez que regresaba de estar a solas con su
Padre.
P. Leandro
Bonnin
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