Estoy leyendo un libro de uno de mis
autores favoritos, el arzobispo Fulton Sheen…, que pronto será beatificado,
pues tiene la causa abierta y por tanto, está ya declarado Siervo de Dios, paso
previa a la declaración de Beato; el libro que estoy leyendo se titula
“Vestigios humanos en la selva”, y en él narra un episodio de una joven rusa
llamada Eliza Pilekova, que huyó del comunismo y se avecindó en Fayenza y allí
ingresó en una orden religiosa. Cuando la persecución de los judíos en la
segunda guerra mundial, amparó a muchos perseguidos en el convento. Al
descubrirlo la Gestapo alemana, fue encerrada en el campo de concentración de
Ravensbruck. Durante dos años y medios vio como se construían, los bloques de
edificios que eran las cámaras de gas. Cierto día, un grupo de prisioneras
formaban frente a una de estas cámaras para entrar en ella y a una de las
prisioneras le dio un ataque de nervios. La madre María que así se llamaba la
religiosa rusa, le dijo: no se asuste; yo ocuparé su sitio. Sabía que iba a
morir. Esto ocurrió un viernes santo.
Este
hecho es similar, al más conocido de San Maximiliano Kolbe, franciscano polaco
que también en el campo de concentración de Auschwitz ofreció su vida, por un
padre de familia que así mismo iba a ser asesinado con otros nueve internados,
en represalia por un preso que se había fugado. Tengo entendido que existen
otros casos similares, en los que toman todo su valor las palabras del Señor: “Nadie
tiene amor mayor que este de dar uno la vida por sus amigos”. (Jn 15,13).
Otro caso de carácter similar lo tenemos en la muerte de la carmelita descalza
de etnia hebrea, Santa Teresa Benedicta de la Cruz, también conocida con el
nombre de Edith Stein, que era el suyo antes de su toma de hábitos y
consagrarse al servicio del Señor.
Y ante el
examen de estos hechos, uno se pregunta si ¿seríamos nosotros capaces también
de dar nuestras vidas por amor? Puede ser, que visto a distancia nuestra
contestación sea positiva pero una cosa es ver los toros desde la barrera y
otra muy distinta estar en medio del ruedo, donde cualquiera que haya hecho sus
pinitos o un torero profesional le puede asegurar a uno, que en el ruedo los
pitones son más grandes y afilados. Pero también cabe la posibilidad de que si
vivimos en gracia y amistad con el Señor, en esos terribles momentos,
recibiésemos un impulso y gracias divinas, porque estas suelen llegar muchas
veces inesperadamente. Y es que los caminos de Dios decididamente no son
nuestros caminos. Pero básicamente este tema o problema, radica en aunque ahora
pensemos que no, ello es debido a que estamos todos tremendamente apegados a
este mundo y no acabamos de creernos que lo que nos espera es mejor que lo que
tenemos, porque la fortaleza de nuestra fe, es una autentica birria.
Un
día, el Señor: "Llamando a la muchedumbre y a los discípulos, les dijo:
El que quiera venir en pos de mí, niéguese a si mismo, tome su cruz y sígame.
Pues quién quiera salvar su vida, la perderá, y quién pierda la vida por mí y
el Evangelio, ése la salvará. ¿Y que aprovecha al hombre ganar todo el mundo y
perder su alma? ¿Pues qué dará el hombre a cambio de su alma?”. (Mc
8,34-37). Son muchas las
reflexiones a las que no lleva la meditación de estos versículos. Nuestra
salvación está en el amor al Señor, en amarle a Él, pero ¿Qué es amar al Señor?
Él mismo nos da la respuesta cuando nos dice: “El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el
que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él”.
(Jn 14,21). Pero guardar sus mandamientos, podríamos decir que es el mínimo
común indispensable. Si una persona guarda sus mandamientos, vive en esa guarda
y si peca, acude a la confesión, es indudable que la Santísima Trinidad
inhabita en su alma y si perdura en esa conducta, no cabe duda de que se
salvará, tiene la garantía de las palabras del Señor. Pero hay muchas personas
que entienden que amar al Señor, es mucho más que guardar sus mandamientos, es
entregarse apasionadamente a la aventura de su amor. Porque no, en todas las
almas en gracia mora el Espíritu Santo de la misma forma y con el mismo agrado.
Precisamente
Santa Teresa Benedicta de la Cruz, con su profundo conocimiento filosófico y
teológico, pues antes de ser carmelita descalza fue catedrática de filosofía,
escribía: “Verdad es que Dios en todas las almas mora en secreto y
encubierto, que de no ser así, no podrían ellas subsistir. Pero “en unas mora
solo, en otras no mora solo; en unas mora agradado y en otras mora desagradado;
en unas mora como en su casa mandándolo y rigiéndolo todo, y en otras mora como
extraño en casa ajena, donde no le dejan mandar ni hacer nada. El alma donde
menos apetitos y gustos moran, es donde Él más solo y agradado y más como en
casa propia, mora rigiéndola y gobernándola y tanto más secreto mora cuanto más
solo”…. Ni el demonio ni el entendimiento del hombre pueden saber ni sospechar
lo que allí pasa, más para la misma alma no es cosa tan secreta, porque siempre
siente en sí este abrazo”.
Leí hace
unos días un pensamiento que decía: “El martirio no se improvisa, es siempre el punto final de una vida
espiritual intensa” y
ciertamente es en este pensamiento donde se encuentra la respuesta a la
pregunta del título de esta glosa. Solo estará uno dispuesto a dar su vida por
su prójimo, que es tanto como darla por Cristo, aquel que en el desarrollo de
su vida espiritual, esté tan despegado de este mundo que haya ya aceptado
entregarse al Señor incondicionalmente.
Mi más
cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del
Carmelo
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