miércoles, 4 de marzo de 2009

LA INYECCIÓN DE ESCUCHAR


Ya hace más de cincuenta años que aprendí una gran lección: mi esposa sabe escuchar y no porque no sepa que decir.

En un hospital estuvimos escuchando a una viejecita que nos contaba sus cositas de familia, juventud, etc. Cuando al cabo de casi una hora terminó o la interrumpimos para irnos, nos dijo:
-“¡Esta es la mejor inyección que me han podido poner en mi vida!”

Así aprendimos los dos, y pusimos en marcha una buena táctica para las relaciones con la gente; siempre que hablamos con alguna persona, nos decimos cuando captamos "la necesidad ¡inyección!". Y son increíbles los resultados que aporta esta táctica de diálogo. A nadie le interesa lo que tú pienses o digas. A las personas les gusta contar sus alifafes si son ancianos, o sus consecuciones y amoríos si son más o menos jóvenes.

¿Que podemos hacer? Pues escuchar chácharas tediosas, o también cosas importantes que no se conocen hasta que uno escucha. ¡Escuchar! Todos nos dicen cuando terminamos el encuentro:
-“¡Qué bien y cuanto me ha gustado estar o encontrarme con vosotros!”
¡Y es que es una «inyección» infalible!

Y es que esto de la inyección, es extraordinariamente eficaz para despertar sentimientos amistosos entre todos. Cuando se habla de diálogo, a menudo no es ni más ni menos que una exposición mutua de reclamaciones o intercambio de opiniones que no interesan a ninguno de los mutuos interlocutores; es como si le estuviera uno hablándole a una pared y viceversa.

Hay sin embargo un peligro y es el de que el interlocutor, al resultar algo cargante o prolijo, nos aburra y él lo note. Es por eso que hay que poner especial cuidado en limitar el tiempo al empezar, para alargarlo si vale la pena. Hay muchos que no dejan meter pelota en la conversación y son cargantes, por lo que conviene limitarles o esquivarlos.

Entre cristianos es casi imposible hablar con algunos, ya que enseguida aplican sin pensar citas bíblicas de tal forma, que parece que es uno un principiante y que no sabe que Jesús era judío. Y en esas ocasiones dan ganas de aplicar el dicho: no le cuentes tus cosas a tus amigos; que los divierta su padre. Ese trasegar citas bíblicas, vengan o no a cuento, es cargante y desagradable. Lo toman a uno por ignaro o tonto.

Hay también personas indiscretas, que solo quieren conocer tus males, por si tú eres más desdichado que ellos. Así es que quejarse, es el trabajo más inútil que se puede emprender; es bueno acudir a los amigos para paliar por lo menos la angustia o las preocupaciones, pero también hay que aplicar otro refrancillo: ¿para que quiero llorar, si no tengo quien me oiga? ¡Ah, si los cristianos supiéramos escuchar, en vez de tratar de embutir con baqueta a todos, lo que nosotros consideramos que deben hacer!

Escuchar es muy difícil, ya que requiere una atención a veces rutinaria, pero hace mucho bien al prójimo y no cuesta tanto. Y a veces es a nosotros a los que nos hacen falta unos oídos prestos; y si todos aprendemos, será algo que mejore en mucho las relaciones entre hermanos en la fe y toda gente que tenga algo que decir. El profeta decía que la palabra de Dios le había taladrado los oídos. Así los tenía él, y el resto del pueblo de blindados y cerrados a la palabra.
Rafael Marañón

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