La mística carmelita se inicia en el punto en que acaban las reflexiones de Buda y sus indicaciones para la vida espiritual
Por: SS Juan Pablo II | Fuente: Cruzando el Umbral
de la Esperanza
PREGUNTA
Antes de pasar al monoteísmo, a las otras dos religiones (judaísmo e
islamismo), que adoran a un Dios único, quisiera pedirle que se detuviera aún
un poco en el budismo. Pues, como Usted bien sabe, es ésta una «doctrina salvífica» que parece fascinar cada vez
más a muchos occidentales, sea como «alternativa» al
cristianismo, sea como una especie de «complemento»,
al menos para ciertas técnicas ascéticas y místicas.
RESPUESTA
Sí, tiene usted razón, y le agradezco la pregunta. Entre las religiones que se
indican en Nostra aetate, es necesario
prestar una especial atención al budismo, que según un cierto punto de vista
es, como el cristianismo, una religión de salvación. Sin embargo, hay que
añadir de inmediato que la soteriología del budismo y la del cristianismo son,
por así decirlo, contrarias.
En Occidente es bien conocida la figura del Dalai-Lama, cabeza espiritual de
los tibetanos. También yo me he entrevistado con él algunas veces. Él presenta
el budismo a los hombres de Occidente cristiano y suscita interés tanto por la
espiritualidad budista como por sus métodos de oración. Tuve ocasión también de
entrevistarme con el «patriarca» budista de
Bangkok en Tailandia, y entre los monjes que lo rodeaban había algunas personas
provenientes, por ejemplo, de los Estados Unidos. Hoy podemos comprobar que se
está dando una cierta difusión del budismo en Occidente.
La soteriología del budismo constituye el punto central, más aún, el único de
este sistema. Sin embargo, tanto la tradición budista como los métodos que se
derivan de ella conocen casi exclusivamente una soteriología negativa.
La «iluminación» experimentada por Buda se
reduce a la convicción de que el mundo es malo, de que es fuente de mal y de
sufrimiento para el hombre. Para liberarse de este mal hay que liberarse del
mundo; hay que romper los lazos que nos unen con la realidad externa, por lo
tanto, los lazos existentes en nuestra misma constitución humana, en nuestra
psique y en nuestro cuerpo. Cuanto más nos liberamos de tales ligámenes, más
indiferentes nos hacemos a cuanto es el mundo, y más nos liberamos del
sufrimiento, es decir, del mal que proviene del mundo.
¿Nos acercamos a Dios de este modo? En la «iluminación» transmitida por Buda no se habla de eso. El budismo es en gran medida un sistema... ateo». No nos liberamos del mal a través del bien, que proviene de Dios; nos liberamos solamente mediante el desapego del mundo, que es malo. La plenitud de tal desapego no es la unión con Dios, sino el llamado nirvana, o sea, un estado de perfecta indiferencia respecto al mundo. Salvarse quiere decir, antes que nada, liberarse del mal haciéndose indiferente al mundo, que es fuente de mal. En eso culmina el proceso espiritual.
A veces se ha intentado establecer a este propósito una conexión con los místicos
cristianos, sea con los del norte de Europa (Eckart, Taulero, Suso,
Ruysbroeck), sea con los posteriores del área española (santa Teresa de Jesús,
san Juan de la Cruz). Pero cuando san Juan de la Cruz, en su
Subida del Monte Carmelo y en la Noche oscura, habla de la necesidad de
purificación, de desprendimiento del mundo de los sentidos, no concibe un
desprendimiento como fin en sí mismo: «[...] Para
venir a lo que no gustas, / has de ir por donde no gustas. / Para venir a lo
que no sabes, / has de ir por donde no sabes. / Para venir a lo que no posees,
/ has de ir por donde no posees. [...]» (Subida del Monte Carmelo,
I,13,11). Estos textos clásicos de san Juan de la Cruz se interpretan a veces
en el este asiático como una confirmación de los métodos ascéticos propios de
Oriente. Pero el doctor de la Iglesia no propone solamente el desprendimiento
del mundo. Propone el desprendimiento del mundo para unirse a lo que está fuera
del mundo, y no se trata del nirvana, sino de un Dios personal. La unión con Él
no se realiza solamente en la vía de la purificación, sino mediante el amor.
La mística carmelita se inicia en el punto en que acaban las reflexiones de
Buda y sus indicaciones para la vida espiritual. En la purificación activa y
pasiva del alma humana, en aquellas específicas noches de los sentidos y del espíritu,
san Juan de la Cruz ve en primer lugar la preparación necesaria para que el
alma humana pueda ser penetrada por la llama de amor viva. Y éste es también el
título de su principal obra: Llama de amor viva.
Así pues, a pesar de los aspectos convergentes, hay una esencial divergencia.
La mística cristiana de cualquier tiempo -desde la época de los Padres de la
Iglesia de Oriente y de Occidente, pasando por los grandes teólogos de la
escolástica, como santo Tomás de Aquino, y los místicos noreuropeos, hasta los
carmelitas- no nace de una «iluminación» puramente negativa, que hace al hombre
consciente de que el mal está en el apego al mundo por medio de los sentidos,
el intelecto y el espíritu, sino por la Revelación del Dios vivo. Este Dios se
abre a la unión con el hombre, y hace surgir en el hombre la capacidad de
unirse a Él, especialmente por medio de las virtudes teologales: la fe, la esperanza y sobre todo el amor.
La mística cristiana de todos los siglos hasta nuestro tiempo -y también la
mística de maravillosos hombres de acción como Vicente de Paul, Juan Bosco,
Maximiliano Kolbe- ha edificado y constantemente edifica el cristianismo en lo
que tiene de más esencial. Edifica también la Iglesia como comunidad de fe,
esperanza y caridad. Edifica la civilización, en particular, la «civilización occidental», marcada por una
positiva referencia al mundo y desarrollada gracias a los resultados de la
ciencia y de la técnica, dos ramas del saber enraizadas tanto en la tradición
filosófica de la antigua Grecia como en la Revelación judeocristiana. La verdad
sobre Dios Creador del mundo y sobre Cristo su Redentor es una poderosa fuerza
que inspira un comportamiento positivo hacia la creación, y un constante
impulso a comprometerse en su transformación y en su perfeccionamiento.
El Concilio Vaticano II ha confirmado ampliamente esta verdad: abandonarse a una actitud negativa hacia el mundo, con
la convicción de que para el hombre el mundo es sólo fuente de sufrimiento y de
que por eso nos debemos distanciar de él, no es negativa solamente porque sea
unilateral, sino también porque fundamentalmente es contraria al desarrollo del
hombre y al desarrollo del mundo, que el Creador ha dado y confiado al hombre como
tarea.
Leemos en la Gaudium et Spes: «El mundo que [el
Concilio] tiene presente es el de los hombres, o sea, el de la entera familia
humana en el conjunto de todas las realidades entre las que vive; el mundo, que
es teatro de la historia del género humano, y lleva las señales de sus
esfuerzos, de sus fracasos y victorias; el mundo que los cristianos creen que
ha sido creado y conservado en la existencia por el amor del Creador, mundo
ciertamente sometido bajo la esclavitud del pecado pero, por Cristo crucificado
y resucitado, con la derrota del Maligno, liberado y destinado, según el
propósito divino, a transformarse y a alcanzar su cumplimiento» (n. 2).
Estas palabras nos muestran que entre las religiones del Extremo Oriente, en
particular el budismo, y el cristianismo hay una diferencia esencial en el modo
de entender el mundo. El mundo es para el cristiano criatura de Dios, no hay
necesidad por tanto de realizar un desprendimiento tan absoluto para
encontrarse a sí mismo en lo profundo de su íntimo misterio. Para el
cristianismo no tiene sentido hablar del mundo como de un mal «radical», ya que
al comienzo de su camino se encuentra el Dios Creador que ama la propia
criatura, un Dios «que ha entregado a su Hijo
unigénito, para que quien crea en Él no muera, sino que tenga la vida eterna» (Juan
3,16).
No está por eso fuera de lugar alertar a aquellos cristianos que con entusiasmo
se abren a ciertas propuestas provenientes de las tradiciones religiosas del
Extremo Oriente en materia, por ejemplo, de técnicas y métodos de meditación y
de ascesis. En algunos ambientes se han convertido en una especie de moda que
se acepta de manera más bien acrítica. Es necesario conocer primero el propio
patrimonio espiritual y reflexionar sobre si es justo arrinconarlo tranquilamente.
Es obligado hacer aquí referencia al importante aunque breve documento de la
Congregación para la Doctrina de la Fe «sobre
algunos aspectos de la meditación cristiana» (15.X.1989). En él se
responde precisamente a la cuestión de «si y cómo» la oración cristiana «puede ser enriquecida con los métodos de meditación
nacidos en el contexto de religiones y culturas distintas» (n. 3).
Cuestión aparte es el renacimiento de las antiguas ideas gnósticas en la forma
de la llamada New Age. No debemos engañarnos
pensando que ese movimiento pueda llevar a una renovación de la religión. Es
solamente un nuevo modo de practicar la gnosis, es decir, esa postura del
espíritu que, en nombre de un profundo conocimiento de Dios, acaba por
tergiversar Su Palabra sustituyéndola por palabras que son solamente humanas.
La gnosis no ha desaparecido nunca del ámbito del cristianismo, sino que ha
convivido siempre con él, a veces bajo la forma de corrientes filosóficas, más
a menudo con modalidades religiosas o pararreligiosas, con una decidida aunque
a veces no declarada divergencia con lo que es esencialmente cristiano.
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