La nobleza de la donación de órganos reside en la decisión de ofrecer, sin ninguna recompensa, una parte del propio cuerpo para la salud y el bienestar de otra persona.
Por: P. Miguel A. Fuentes, IVE. | Fuente:
TeologoResponde.org
PREGUNTA:
¿Cuál es el problema que se plantea con los trasplantes y especialmente
sobre los criterios de muerte para el caso de algunos trasplantes?
RESPUESTA:
El tema
de los trasplantes es un tema muy largo y arduo. Me limito a señalar algunos
principios indicativos del Magisterio:
LA
ACTITUD DEL DONANTE
Es elogiable la disposición de donar sus órganos (siempre que se cumplan los parámetros que hace lícita esta acción): “Más allá de casos clamorosos, está el heroísmo cotidiano, hecho de pequeños o grandes gestos de solidaridad que alimentan una auténtica cultura de la vida. Entre ellos merece especial reconocimiento la donación de órganos, realizada según criterios éticamente aceptables, para ofrecer una posibilidad de curación e incluso de vida, a enfermos tal vez sin esperanzas”[1]. También: “Es preciso poner de relieve, como ya he afirmado en otra ocasión, que toda intervención de trasplante de un órgano tiene su origen generalmente en una decisión de gran valor ético: ‘la decisión de ofrecer, sin ninguna recompensa, una parte del propio cuerpo para la salud y el bienestar de otra persona’ [2]. Precisamente en esto reside la nobleza del gesto, que es un auténtico acto de amor. No se trata de donar simplemente algo que nos pertenece, sino de donar algo de nosotros mismos, puesto que ‘en virtud de su unión sustancial con un alma espiritual, el cuerpo humano no puede ser reducido a un complejo de tejidos, órganos y funciones, (…) ya que es parte constitutiva de una persona, que a través de él se expresa y se manifiesta’ [3]”[4].
EL
CONSENTIMIENTO
Sobre este punto señalo los siguientes
criterios:
1º “El trasplante de órganos no es moralmente
aceptable si el donante o sus representantes no han dado su consentimiento
consciente” [5]. “El consentimiento de los parientes tiene su validez ética
cuando falta la decisión del donante” [6].
2º
“Naturalmente, deberán dar un consentimiento análogo quienes reciben los
órganos donados” [7].
LOS PELIGROS Y RIESGOS
“El trasplante de órganos es conforme a la ley moral y puede ser meritorio si los peligros y riesgos físicos o psíquicos sobrevenidos al donante son proporcionados al bien que se busca en el destinatario” [8].
¿Qué órganos se pueden donar y
trasplantar?
“No todos los órganos son éticamente donables. Para el
transplante se excluyen el encéfalo y las gónadas, que dan la respectiva
identidad personal y procreativa de la persona. Se trata de órganos en los
cuales específicamente toma cuerpo la unicidad inconfundible de la persona, que
la medicina está obligada a proteger” [9].
Mutilación o muerte del donante
“Es moralmente inadmisible provocar
directamente para el ser humano bien la mutilación que le deja inválido o bien
su muerte, aunque sea para retardar el fallecimiento de otras personas” [10].
Trasplante de órganos vitales singulares
Se entiende por órganos vitales singulares, aquellos órganos sin los
cuales el ser humano no puede vivir (vital) y que además los posee no en número
doble sino simple (singular); por ejemplo el corazón. Ha dicho el Papa Juan
Pablo II: “Los órganos vitales singulares sólo
pueden ser extraídos después de la muerte, es decir, del cuerpo de una persona
ciertamente muerta. Esta exigencia es evidente a todas luces, ya que actuar de
otra manera significaría causar intencionalmente la muerte del donante al
extraerle sus órganos” [11].
Transplantes y eutanasia encubierta
Cuando
no se respetan los criterios objetivos de muerte, bajo la excusa de los
trasplantes se esconde en realidad una verdadera eutanasia: “No nos es lícito callar ante otras formas más engañosas,
pero no menos graves o reales, de eutanasia. Estas podrían producirse cuando,
por ejemplo, para aumentar la disponibilidad de órganos para trasplante, se
procede a la extracción de los órganos sin respetar los criterios objetivos y
adecuados que certifican la muerte del donante” [12].
¿ES
VÁLIDO EL CRITERIO DE MUERTE ENCEFÁLICA?
De todos los problemas que presenta el tema de los trasplantes, el
más serio es, ciertamente, la constatación de la muerte del donante. El
principio moral que debe regir es el siguiente: en
el caso del trasplante de órgano único vital hecho ex cadáver. se requiere la
certeza de la muerte del mismo.
Debemos decir que si el trasplante se realiza verdaderamente de un
cadáver a un hombre vivo, teniendo en cuenta y respetando todas las normas
éticas pertinentes, no parecen haber objeciones morales, y se trataría de un
acto “perfectamente lícito” [13]. Ahora
bien, tales “normas éticas” son determinadas
por los principios que siguen a continuación.
1º Mientras haya
vida, aunque sólo sea vida vegetativa, ésta es inviolable. Como afirma Mons.
Sgreccia: “No se puede introducir la distinción entre ‘vida biológica’ y ‘vida
personal’ (vida de conciencia y relación): en el hombre, hay una vitalidad
única y mientras que hay vida hay que retener que se trata de vida de la
persona…” [14]. Por su parte el Papa Juan Pablo II ha dicho: “El respeto a la
vida humana… no es para el hombre uno de los derechos, sino el derecho
fundamental… Derecho a la vida significa derecho a venir a la luz y, luego, a perseverar
en la existencia hasta su natural extinción: mientras vivo tengo derecho a
vivir’”[15].
2º Como consecuencia
de lo anterior, no se puede proceder en la duda o basándose en la sola
probabilidad sino siempre y solamente en la certeza de su muerte. Aquí se
aplica en toda su extensión el principio que enuncia Juan Pablo II para el
trato de los embriones humanos: “… desde el punto de vista de la obligación
moral, bastaría la sola probabilidad de encontrarse ante una persona humana
para justificar la más rotunda prohibición de cualquier intervención destinada
a eliminar un embrión humano” [16].
Teniendo esto en cuenta, ¿puede aceptarse el criterio de
la muerte encefálica? Sobre este tema tan delicado, ha dicho el Papa Juan Pablo
II: “Al respecto, conviene recordar que existe una
sola ‘muerte de la persona’, que consiste en la total desintegración de ese
conjunto unitario e integrado que es la persona misma, como consecuencia de la
separación del principio vital, o alma, de la realidad corporal de la persona.
La muerte de la persona, entendida en este sentido primario, es un
acontecimiento que ninguna técnica científica o método empírico puede
identificar directamente. Pero la experiencia humana enseña también que la
muerte de una persona produce inevitablemente signos biológicos ciertos, que la
medicina ha aprendido a reconocer cada vez con mayor precisión. En este
sentido, los ‘criterios’ para certificar la muerte, que la medicina utiliza
hoy, no se han de entender como la determinación técnico-científica del momento
exacto de la muerte de una persona, sino como un modo seguro, brindado por la
ciencia, para identificar los signos biológicos de que la persona ya ha muerto
realmente. Es bien sabido que, desde hace tiempo, diversas motivaciones
científicas para la certificación de la muerte han desplazado el acento de los
tradicionales signos cardio-respiratorios al así llamado criterio ‘neurológico’, es decir, a la comprobación, según
parámetros claramente determinados y compartidos por la comunidad científica
internacional, de la cesación total e irreversible de toda actividad cerebral
(en el cerebro, el cerebelo y el tronco encefálico). Esto se considera el signo
de que se ha perdido la capacidad de integración del organismo individual como
tal. Frente a los actuales parámetros de certificación de la muerte –sea los
signos ‘encefálicos’ sea los más
tradicionales signos cardio-respiratorios–, la Iglesia no hace opciones
científicas. Se limita a cumplir su deber evangélico de confrontar los datos
que brinda la ciencia médica con la concepción cristiana de la unidad de la
persona, poniendo de relieve las semejanzas y los posibles conflictos, que
podrían poner en peligro el respeto a la dignidad humana. Desde esta
perspectiva, se puede afirmar que el reciente criterio de certificación de la
muerte antes mencionado, es decir, la cesación total e irreversible de toda
actividad cerebral, si se aplica escrupulosamente, no parece en conflicto con
los elementos esenciales de una correcta concepción antropológica. En
consecuencia, el agente sanitario que tenga la responsabilidad profesional de
esa certificación puede basarse en ese criterio para llegar, en cada caso, a
aquel grado de seguridad en el juicio ético que la doctrina moral califica con
el término de ‘certeza moral’. Esta certeza
moral es necesaria y suficiente para poder actuar de manera éticamente
correcta. Así pues, sólo cuando exista esa certeza será moralmente legítimo
iniciar los procedimientos técnicos necesarios para la extracción de los órganos
para el trasplante, con el previo consentimiento informado del donante o de sus
representantes legítimos” [17].
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Notas
[1] Juan Pablo II, Evangelium vitae, n. 86.
[2] Juan Pablo II, Discurso a los participantes en un congreso sobre
trasplantes de órganos, 20 de junio de 1991, n. 3: L’Osservatore Romano, 2 de
agosto de 1991, p. 9.
[3] Congregación para la doctrina de la fe, Donum vitae, 3.
[4] Juan Pablo II, Discurso al Congreso Internacional, 29 de agosto de
2000.
[5] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2296.
[6] Juan Pablo II, Discurso al Congreso Internacional, 29 de agosto de
2000.
[7] Ibid.
[8] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2296.
[9] Pontificio Consejo para la Pastoral de los agentes de la salud,
Carta a los agentes de la salud, n. 88.
[10] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2296.
[11] Juan Pablo II, Discurso al Congreso Internacional, 29 de agosto de
2000.
[12] Juan Pablo II, Evangelium vitae, n. 15.
[13] Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el Congreso
organizado por la Pontificia Academia de las Ciencias, del 14 de diciembre de
1989, L’Osservatore Romano, 7 de enero de 1990, p.9, n. 6.
[14] Sgreccia, Manuale di Bioetica, op.cit., tomo I, p. 449.
[15] Juan Pablo II, Clausura de la IX Conferencia Internacional de
agentes sanitarios; L’Osservatore Romano, 9 de diciembre de 1994, p. 7, n. 2.
[16] Juan Pablo II, Evangelium vitae, n. 60.
[17] Juan Pablo II, Discurso al Congreso Internacional, 29 de agosto de
2000.
Este artículo fue publicado originalmente por nuestros aliados y amigos EL TEÓLOGO RESPONDE
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