martes, 15 de noviembre de 2022

SOBRE EL PECADO ORIGINAL Y EL LIMBO DE LOS NIÑOS

Una de las primeras conclusiones que podemos extraer de los comentarios que aparecen en mi anterior artículo sobre el bautismo es que los modernistas no creen en el pecado original ni en la necesidad del bautismo para la salvación. Siguiendo la filosofía de la ilustración, creen que los niños nacen inocentes y santos y no hijos de la ira. Creen que «el hombre es bueno por naturaleza», tras la estela de Rousseau, y que no necesitan el bautismo para volver a nacer del agua y del Espíritu.

Veamos la doctrina católica sobre el pecado original. Copio a Royo Marín en su librito titulado La fe de la Iglesia, publicado por la BAC (páginas 131 y siguientes):

El primer hombre fue constituido sin pecado, en justicia y gracia de Dios.

«Dios omnipotente creó recto al hombre, sin pecado, con libre albedrío y lo puso en el paraíso y quiso que permaneciera en la santidad de la justicia. El hombre, usando mal de su libre albedrío, pecó y cayó, y se convirtió en “masa de perdición” de todo el género humano» (C. de Quiersy, 316).

El primer hombre tuvo libre albedrío (Trento, 815) y dones sobrenaturales (San Pío V, 1023.1024) y preternaturales, principalmente el don de la integridad (ibid., 1026) y el de la inmortalidad (C. XVI de Cartago, 101; Trento 788; Pío XI, 2212).

Dada la importancia de esta materia, recogemos a continuación el «Decreto sobre el pecado original» del Concilio de Trento, en el que se promulgó de manera definitiva e irreformable la doctrina de fe obligatoria para todos los católicos (cf. D 787-92) (subrayados míos):

Para que nuestra fe católica, sin la cual es imposible agradar a Dios (Hb 11, 6), limpiados los errores, permanezca íntegra e incorrupta en su sinceridad, y el pueblo cristiano no “sea llevado de acá para allá por todo viento de doctrina” (Ef 4, 14); como quiera que aquella antigua serpiente, enemiga perpetua del género humano, entre los muchísimos males con que en estos tiempos nuestros es perturbada la Iglesia de Dios, también sobre el pecado original y su remedio suscitó no sólo nuevas, sino hasta viejas disensiones; el sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, legítimamente reunido en el Espíritu Santo, bajo la presidencia de los mismos tres Legados de la Sede Apostólica, queriendo ya venir a llamar nuevamente a los errantes y confirmar a los vacilantes, siguiendo los testimonios de las Sagradas Escrituras, de los Santos Padres y de los más probados Concilios, y el juicio y sentir de la misma Iglesia, establece, confiesa y declara lo que sigue sobre el mismo pecado original.

1. Si alguno no confiesa que el primer hombre Adán, al transgredir el mandamiento de Dios en el paraíso, perdió inmediatamente la santidad y justicia en que había sido constituido, e incurrió por la ofensa de esta prevaricación en la ira y la indignación de Dios y, por tanto, en la muerte con que Dios antes le había amenazado, y con la muerte en el cautiverio bajo el poder de aquel “que tiene el imperio de la muerte” (Hb 2, 14), es decir, del diablo, y que toda la persona de Adán por aquella ofensa de prevaricación fue mudada en peor, según el cuerpo y el alma: sea anatema.

2. Si alguno afirma que la prevaricación de Adán le dañó a él solo y no a su descendenciaque la santidad y justicia recibida de Dios, que él perdió, la perdió para sí solo y no también para nosotros; o que, manchado él por el pecado de desobediencia, sólo transmitió a todo el género humano la muerte y las penas del cuerpo, pero no el pecado que es muerte del alma: sea anatema, pues contradice al Apóstol que dice: “Por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así a todos los hombres pasó la muerte, por cuanto todos habían pecado” (Rm 5, 12) 

3. Si alguno afirma que este pecado de Adán que es por su origen uno solo y, transmitido a todos por propagación, no por imitación, está como propio en cada uno, se quita por las fuerzas de la naturaleza humana o por otro remedio que por el mérito del solo mediador, Nuestro Señor Jesucristo, el cual, hecho para nosotros justicia, santificación y redención (1 Cor. 1, 30), nos reconcilió con el Padre en su sangre; o niega que el mismo mérito de Jesucristo se aplique tanto a los adultos como a los párvulos por el sacramento del bautismo, debidamente conferido en la forma de la Iglesia: sea anatema. Porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que hayamos de salvarnos (Act. 4, 121. De donde aquella voz: He aquí el cordero de Dios, he aquí el que quita los pecados del mundo (Jn 1, 29). Y la otra: Cuantos fuisteis bautizados en Cristo, os vestisteis de Cristo (Gal. 3, 27).

4. Si alguno niega que hayan de ser bautizados los niños recién salidos del seno de su madre, aun cuando procedan de padres bautizados, o dice que son bautizados para la remisión de los pecados, pero que de Adán no contraen nada del pecado original que haya necesidad de ser expiado en el lavatorio de la regeneración para conseguir la vida eterna, de donde se sigue que la forma del bautismo para la remisión de los pecados se entiende en ellos no como verdadera, sino como falsa: sea anatema. Porque lo que dice el Apóstol: Por un solo hombre entra el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así a todos los hombres pasó la muerte, por cuanto todos habían pecado (Rm 5, 12), no de otro modo ha de entenderse, sino como lo entendió siempre la Iglesia Católica, difundida por doquier. Pues por esta regla de fe procedente de la tradición de los Apóstoles, hasta los párvulos que ningún pecado pudieron aún cometer en sí mismos, son bautizados verdaderamente para la remisión de los pecados, para que en ellos por la regeneración Se limpie lo que por la generación contrajeron. Porque si uno no renaciere del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios (Jn 3, 5).

5. Si alguno dice que por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo que se confiere en el bautismo, no se remite el reato del pecado original; o también si afirma que no se destruye todo aquello que tiene verdadera y propia razón de pecado, sino que sólo se rae o no se imputa: sea anatema. Porque en los renacidos nada odia Dios, porque nada hay de condenación en aquellos que verdaderamente por el bautismo están sepultados con Cristo para la muerte (Rm 6, 4), los que no andan según la carne (Rm 8, 1), sino que, desnudándose del hombre viejo y vistiéndose del nuevo, que fue creado según Dios (Ef 4, 22 ss; Col. 3, 9 s), han sido hechos inocentes, inmaculados, puros, sin culpa e hijos amados de Dios, herederos de Dios y coherederos de Cristo (Rm 8, 17); de tal suerte que nada en absoluto hay que les pueda retardar la entrada en el cielo. Ahora bien, que la concupiscencia o fomes permanezca en los bautizados, este santo Concilio lo confiesa y siente; la cual, como haya sido dejada para el combate, no puede dañar a los que no la consienten y virilmente la resisten por la gracia de Jesucristo. Antes bien, el que legítimamente luchare, será coronado (2 Tm 2, 5). Esta concupiscencia que alguna vez el Apóstol llama pecado (Rm 6, 12 ss), declara el santo Concilio que la Iglesia Católica nunca entendió que se llame pecado porque sea verdadera y propiamente pecado en los renacidos, sino porque procede del pecado y al pecado inclina. Y si alguno sintiere lo contrario, sea anatema.

6. Declara, sin embargo, este mismo santo Concilio que no es intención suya comprender en este decreto, en que se trata del pecado original a la bienaventurada e inmaculada Virgen María. Madre de Dios, sino que han de observarse las constituciones del Papa Sixto IV, de feliz recordación, bajo las penas en aquellas constituciones contenidas, que el Concilio renueva.

Hasta aquí la doctrina expresamente definida por el concilio de Trento. En nuestros días el Credo del Pueblo de Dios, promulgado por Pablo VI, resume esta doctrina en la siguiente forma:

«Creemos que todos pecaron en Adán; lo que significa que la culpa original cometida por él hizo que la naturaleza, común a todos los hombres, cayera en un estado tal en el que padeciese las consecuencias de aquella culpa. Este estado ya no es aquel en el que la naturaleza humana se encontraba al principio en nuestros padres, ya que estaban constituidos en santidad y justicia, y en el que el hombre estaba exento del mal y de la muerte. Así, pues, esta naturaleza humana, caída de esta manera, destituida del don de la gracia de que antes estaba adornada, herida en sus mismas fuerzas naturales y sometida al imperio de la muerte, es dada a todos los hombres; por esta misma razón, todo hombre nace en pecado. Mantenemos, pues siguiendo el concilio de Trento, que el pecado original se transmite, juntamente con la naturaleza humana, por propagaciónno por imitación, y que se halla como propio de cada uno».

CONSECUENCIAS DEL PECADO ORIGINAL

Según la doctrina oficial de la Iglesia, las principales consecuencias del pecado original en todos los hombres del mundo, cristianos o paganos, son las siguientes:

Adán perdió para sí y para todos sus descendientes la inocencia y la santidad de su primer estado (Trento, 789), quedando sujeto a la muerte y al cautiverio del diablo (ibid., 788).

La naturaleza humana fue mudada en peor según el cuerpo y el alma (C. II de Orange, 174; Trento, 788).

La naturaleza humana quedó sujeta a la concupiscencia (o fomes peccati), que permanece incluso en los bautizados (Trento 792), si bien no puede dañar a los que no la consienten, sino que la resisten por la gracia de Jesucristo (Ibid.).

El entendimiento del hombre caído quedó debilitado y oscurecido (Gregorio XVI, 1627) y el libre albedrío atenuado en sus fuerzas y mal inclinado (C. V de Orange, 181; Trento, 793), pero de ninguna manera totalmente extinguido (Trento, 815).

El hombre caído puede, aun sin la gracia de Dios, realizar algunas obras naturalmente buenas (San Pío V, 1027s.1037s), aunque no puede merecer sin la gracia la vida eterna (Trento, 812). Por lo mismo, es falso que todas las obras de los infieles sean pecados y las virtudes de los filósofos, vicios (San Pío V, 1025).

El hombre caído no puede evitar durante toda su vida todos los pecados, incluso los veniales, a no ser por un privilegio especial de Dios, como el que recibió la Virgen María (Trento, 833).

El nacimiento espiritual del cristiano a la vida de la gracia se verifica por el sacramento del bautismo, que por eso recibe en teología el nombre de sacramento de la regeneración. También se le llama, con mucha propiedad, sacramento de la adopción, porque nos infunde la gracia santificante, que nos hace hijos adoptivos de Dios. El sacramento del bautismo infunde la gracia regenerativa, convierte al bautizado en templo vivo de la Santísima Trinidad; le hace miembro de vivo de Jesucristo; imprime el carácter cristiano; borra el pecado original y los actuales, si los hay; y remite toda pena debida por los pecados.

EL LIMBO DE LOS NIÑOS[1]

Las almas de los niños muertos sin bautismo no pueden ir al cielo ni al infierno. Dice Royo Marín que su lugar propio es el llamado limbo de los niños. Pero la existencia del limbo de los niños no puede probarse por la Sagrada Escritura ni por los Santos Padres. En ninguna definición dogmática o simple declaración doctrinal de algún concilio se habla expresamente del limbo como lugar distinto del infierno de los condenados. Solamente en la declaración de Pío VI contra los errores del sínodo pistoriense se alude entre paréntesis a aquel lugar inferior «que los fieles suelen designar con el nombre de limbo de los niños» (Denz. 1526). Es el único documento eclesiástico en el que aparece la palabra limbo.

El Concilio de Cartago aprobado por el papa Zósimo declaró contra el pelagianismo que no puede admitirse un lugar en el cielo o fuera de él donde los niños muertos sin bautismo vivirían felices.

Santo Tomás de Aquino enseña que los niños muertos sin bautismo gozarán en su alma y cuerpo de una felicidad real. Porque, aunque estén separados de Dios por la privación de los bienes sobrenaturales, permanecen unidos a Él por los bienes naturales que poseen, lo que basta para gozar de Dios por el conocimiento y el amor natural.

Por otra parte, enseña el Doctor Angélico que el cuerpo resucitado de los niños muertos sin bautismo será impasible, esto es, invulnerable al dolor; no por una dote o cualidad intrínseca, como ocurre con el cuerpo de los bienaventurados, sino porque no habrá ninguna causa extrínseca que pueda producírselo. Después de la resurrección no habrá ningún agente extrínseco que pueda infligir algún dolor sino por disposición de la divina justicia en castigo de los culpables y a los niños muertos con solo el pecado original no se les debe ningún castigo de orden físico. Luego no experimentarán jamás ningún dolor, lo que contribuirá también a su felicidad natural.

Esta opinión de Santo Tomás ha sido aceptada por la gran mayoría de los teólogos. Royo Marín aporta la opinión del teólogo Didiot, antiguo decano de la Facultad de Teología de Lille, que se expresaba así:

«Los niños muertos sin bautismo no tienen sino facultades, tendencias y aspiraciones naturales hacia Dios. Tienen en Él su vida, su luz, su alegría, su felicidad; pero de orden puramente natural y a través de los velos y las sombras de sus pensamientos, razonamientos y meditaciones humanas. Se adhieren a Él sin que puedan jamás ser separados de Él, peo hay una distancia y un medio entre ellos y Él…». Y hasta se arriesga a decir «que no le costaría nada creer que son posibles y hasta frecuentes las relaciones entre el cielo de los elegidos y el limbo de los niños; que los lazos de sangre conservan su fuerza en la eternidad y que la familia cristiana, reconstruida allá arriba, no será privada de la alegría de volver a encontrar y amar a los que fueron un día sus queridos pequeños».

Por su parte L. Garriguet, en Le bon Dieu, dedica un capítulo a la suerte de los niños del limbo y dice que Dios, no contento con eximirles de toda clase de sufrimientos, les hace gozar de una bienaventuranza natural que es suficiente para saciar el deseo de felicidad. Son más felices de lo que lo hubieran podido ser jamás acá en la tierra y bendicen a los que les han dado el ser… Reverencian el poder de Dios, que les llamó de la nada a la existencia y se inclinan ante su providencia, que ordena todas las cosas con sabiduría y suavidad y que acaso no haya permitido su muerte tan temprana sino para impedir que se perdieran eternamente.

Dios es Caridad y el niño que muere sin bautizar queda en las manos de la misericordia de Dios, que quiere que todos los hombres se salven.


[1] Teología de la Salvación, Antonio Royo Marín, BAC, Madrid, 1956. Capítulo V, págs.. 379 y ss.

Pedro L. Llera

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