Quizá la pregunta más frecuente que plantean los lectores desde hace unos años sea esta: ¿qué podemos hacer para resolver esta crisis que sufre la Iglesia? No podemos seguir así, tenemos que hacer algo. Rezar y todo eso está muy bien, pero ¿qué podemos hacer nosotros?
Teniendo en cuenta que son
tiempos recios, como decía Santa Teresa, la pregunta es
muy comprensible y yo me he preguntado lo mismo muchas veces. Es cierto que la situación de la Iglesia, en
varios aspectos, es desoladora y angustiosa. Nada hay más normal que el hecho
de que un hijo de la Iglesia ame a su madre y quiera encontrar una forma de
ayudarla en ese trance. Veamos, pues, qué se puede responder a una pregunta tan
natural en nuestros tiempos.
Hasta donde puedo ver, la primera y principal respuesta es la que nadie
quiere oír: no se puede hacer nada. No
estoy hablando hiperbólicamente, para decir que se puede hacer poco o que es
muy difícil hacer algo. No. En el sentido más literal y más fundamental, no
podemos hacer nada para solucionar la crisis de la Iglesia. Nada.
No podemos hacer nada para
solucionar la crisis de la Iglesia porque la Iglesia no
está fundada en las fuerzas humanas, sino en el poder de Dios. En
última instancia, a la Iglesia no la conducen los hombres, ni siquiera los
obispos, ni siquiera el Papa, sino el Buen Pastor. A fin de cuentas, la Iglesia
es la Esposa de Cristo, es Él quien derramó su sangre preciosa por ella y es a
Él a quien le toca protegerla y guiarla.
Es hora de que lo aceptemos de
una vez, porque, de hecho, la mayoría de nuestros desánimos y angustias vienen
de no querer aceptar ese hecho fundamental. Curiosamente (o mejor dicho,
paradójicamente), esta respuesta no es
fuente de desesperación, sino de esperanza y de una
profunda alegría que, como nos prometió el mismo Cristo, nadie nos podrá
quitar. Lo digo por experiencia propia. Descansa
en el Señor y espera en él, no te exasperes por el hombre que
triunfa empleando la intriga.
La Iglesia no funciona a base de
nuestras buenas intenciones, ni de nuestra entrega, ni de firmas y ni siquiera
de nuestra fe. Si fuera así, la Iglesia sería tan débil y cambiante como
nuestras buenas intenciones, nuestra entrega o nuestra fe. Gracias al
cielo, es Jesucristo quien lleva a la Iglesia sobre sus
hombros, no nosotros. Todo lo que
digamos nosotros se lo llevará el viento, pero sus palabras no pasarán. Es el
Señor quien da la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece.
Él levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre. La esperanza
de la Iglesia está únicamente en Dios y no en nosotros. Él sabe muy bien lo que
hace. ¡Lo sabe!
Bueno, de acuerdo en que es Cristo
y solo Cristo el que dirige la Iglesia, pero también quiere que colaboremos con
Él, ¿no? Entonces, aparte de reconocer que
la Iglesia, la historia y el universo entero están en manos de Dios, ¿qué quiere Dios que hagamos? La
respuesta a esta pregunta tampoco suele gustarle a nadie, a pesar de que
descuidarla nos granjea innumerables problemas y quebraderos de cabeza: Dios quiere que hagamos lo mismo de siempre.
Sus mandamientos no han cambiado,
los consejos evangélicos siguen estando ahí, la Escritura no ha dejado de ser
válida ni tampoco lo ha hecho la Tradición, el ejemplo de Cristo sigue siendo
el mismo. Dios, en definitiva, nos pide lo mismo que siempre nos ha pedido: que
nos convirtamos, que seamos santos como Él es santo,
que imitemos a Cristo, que amemos a nuestros enemigos, que pongamos los
ojos en las cosas de arriba y no en las de la tierra, que amemos a nuestra
madre la Iglesia santa y católica, que tomemos nuestra cruz y le sigamos. Es
una vocación altísima, la más alta que podríamos haber recibido. Pero como
también es humilde y escondida a los ojos de los hombres, no nos gusta y nos
resistimos a decir, con el salmista, Señor,
mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que
superan mi capacidad. Preferimos soñar con hacer cosas a la
manera del mundo, en dar de patadas en el trasero a teólogos u obispos infieles
o fantasear con “si yo fuera Papa se iban a
enterar”, pero lo que Dios quiere de nosotros es mucho más que
eso: sed perfectos, como vuestro Padre
celestial es perfecto.
Vale, está bien, lo importante es
Dios y ser santos, pero Dios nos pide que hagamos cosas por los demás, ¿verdad? ¿No querrá que hagamos cosas por la Iglesia? Sin
duda, pero siempre según el orden que Él mismo nos ha dado: amarás al prójimo como a ti mismo. Cuanto más próximo, mayor y más concreta es nuestra
obligación. A quien tenemos que ayudar de manera primordial e
insustituible en estos tiempos de crisis es a los cercanos, a nuestros hijos,
nuestra familia, nuestros vecinos, nuestra parroquia, nuestros amigos, nuestro
párroco o nuestro obispo. Es más
fácil discutir en Internet sobre lo que deberían hacer los obispos que
catequizar con perseverancia a nuestros hijos, estudiar para saber dar razón de
nuestra esperanza, anunciar el evangelio a los vecinos o rezar el rosario en
familia cuando lo que apetece es otra cosa. Es más fácil y placentero criticar
al cardenal Herejini o a Mons. Nomentero que rezar y ofrecer sacrificios por
nuestro párroco o nuestro obispo. Pero lo que nos pide Dios es ante todo lo
segundo.
Y sí, antes de que insista de
nuevo el lector preguntón, también es bueno (y en ocasiones una obligación) hacer cosas específicas para combatir la crisis de
la Iglesia universal, cada uno según su vocación, su estado y su capacidad.
De hecho, InfoCatólica se dedica en buena parte a esta tarea e incluso este
blog hace lo que puede en ese sentido y es evidente que los obispos y en menor
medida los sacerdotes tienen una gran responsabilidad en ese ámbito. Sin
embargo, solo llegando a aquí en orden, es decir, a través de todo lo anterior,
podremos hacer lo que tengamos que hacer sin agobiarnos,
sin el celo amargo que pudre los frutos y
repele a los que nos ven, sin la desesperanza que nos quita la alegría. Solo
así mantendremos nuestra mirada donde debe estar, en Cristo Rey, y no en los
pecados y las miserias de los hombres. Solo así nuestro amor por la Iglesia
será caridad sobrenatural y no egoísmo e impaciencia ligeramente camuflados de
celo y ortodoxia. Solo así estaremos haciendo la voluntad
de Dios y no la nuestra. Dios nos lo conceda.
Bruno
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