«¡No olviden la alegría, la unidad y la profecía!», ha dicho el Papa. Discurso durante el encuentro con los consagrados, sacerdotes, obispos y católicos en parroquia del Sagrado Corazón en Baréin.
(ZENIT Noticias / Awali, 06.11.2022).- Con la presencia del ministro de justicia del reino de Baréin, el Papa
celebró un encuentro con los obispos, sacerdotes y consagrados presentes en el
país la mañana del domingo 6 de noviembre, último de su visita en el reino
árabe de Baréin. Ofrecemos a continuación el texto del discurso del Papa con
encabezado y negrita agregados por ZENIT.
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Estoy
contento de encontrarme entre ustedes, en esta comunidad cristiana que
manifiesta bien su rostro «católico», es decir, universal; una Iglesia formada
por personas provenientes de muchas partes del mundo, que se reúnen para
confesar la única fe en Cristo. Mons. Hinder, a quien agradezco su servicio y
sus palabras, habló ayer de «un pequeño rebaño
constituido por migrantes». Así que, saludando a cada uno de ustedes,
pienso también en sus pueblos de pertenencia, en sus familias, que llevan en el
corazón con un poco de nostalgia, en sus países de origen. En particular,
viendo aquí presentes a fieles del Líbano, aseguro mi oración y cercanía a ese
amado país, tan cansado y tan probado, y a todos los pueblos que sufren en
Oriente Medio. Es hermoso pertenecer a una Iglesia
formada de historias y rostros diversos que encuentran armonía en el único
rostro de Jesús. Y dicha variedad —que he visto en estos días— es el
espejo de este país, de la gente que habita en él, así como del paisaje que lo
caracteriza y que, aun dominado por el desierto, posee una rica y variada
presencia de plantas y de seres vivos.
Las
palabras de Jesús que hemos escuchado hablan del agua viva que brota de Cristo
y de los creyentes (cf. Jn 7,37-39). Me
hicieron pensar precisamente en esta tierra. Es verdad, hay mucho desierto,
pero también hay manantiales de agua dulce que corren silenciosamente en el
subsuelo, irrigándolo. Es una hermosa imagen de lo que son ustedes y sobre todo
de lo que la fe realiza en la vida; emerge a la superficie nuestra humanidad,
demacrada por muchas fragilidades, miedos, desafíos que debe afrontar, males
personales y sociales de distinto tipo; pero en el fondo del alma, bien
adentro, en lo íntimo del corazón, corre serena y silenciosa el agua dulce del
Espíritu, que riega nuestros desiertos, vuelve a dar vigor a lo que amenaza con
secarse, lava lo que nos degrada, sacia nuestra sed de felicidad. Y siempre
renueva la vida. Esta es el agua viva de la que habla Jesús, esta es la fuente
de vida nueva que nos promete: el don del Espíritu Santo, la presencia tierna,
amorosa y revitalizadora de Dios en nosotros.
Nos hace bien, pues, detenernos
en la escena que describe el Evangelio.
Jesús se
encontraba en el templo de Jerusalén, donde se estaba celebrando una de las
fiestas más importantes, durante la cual el pueblo bendecía al Señor por el don
de la tierra y de las cosechas, haciendo memoria de la Alianza. En ese día de
fiesta se realizaba un rito importante: el sumo sacerdote se dirigía a la
piscina de Siloé, sacaba agua y luego, mientras el pueblo cantaba y exultaba,
la derramaba fuera de los muros de la ciudad para indicar que de Jerusalén iba
a fluir una gran bendición para todos. En efecto, sobre Jerusalén el salmista
había dicho: «Todas mis fuentes están en ti» (Sal 87,7); y el profeta Ezequiel había hablado de
un manantial de agua que, brotando del templo, iba a irrigar y fecundar como un
río toda la tierra (cf. Ez 47,1-12).
En vista
de lo anterior, comprendemos bien qué quiere decirnos el Evangelio de Juan con
esta escena: estamos en el último día de la fiesta,
Jesús, «poniéndose de pie», exclamó: «El que
tenga sed, venga a mí» (Jn 7,37),
porque «de su seno brotarán manantiales de agua viva» (v.
38). ¡Qué invitación más hermosa! Y el
evangelista explica: «Él se refería al Espíritu que
debían recibir los que creyeran en él. Porque el Espíritu no había sido dado
todavía, ya que Jesús aún no había sido glorificado» (v. 39). Se hace referencia
a la hora en que Jesús muere en la cruz. En ese momento, ya no es del templo de
piedras, sino del costado abierto de Cristo que saldrá el agua de la vida
nueva, el agua vivificante del Espíritu Santo, destinada a regenerar a toda la
humanidad liberándola del pecado y de la muerte.
Hermanos
y hermanas, recordemos siempre esto: la Iglesia nace allí, nace
del costado abierto de Cristo, de un baño de regeneración en el Espíritu Santo
(cf. Tt 3,5). No
somos cristianos por nuestros méritos o sólo porque nos adherimos a un credo,
sino porque en el Bautismo nos fue donada el agua viva del Espíritu, que nos
hace hijos amados de Dios y hermanos entre nosotros, convirtiéndonos en
criaturas nuevas. Todo brota de la gracia, —todo es gracia—, todo viene del Espíritu
Santo.
Permítanme,
entonces, detenerme brevemente con ustedes sobre tres grandes dones que
el Espíritu Santo nos da y nos pide que acojamos y vivamos: la alegría, la unidad y la profecía. La alegría, la unidad y la profecía.
1º EL ESPÍRITU ES FUENTE DE ALEGRÍA
En
primer lugar, el Espíritu es fuente de alegría. El agua dulce que el Señor quiere
hacer correr en los desiertos de nuestra humanidad, amasada de tierra y de
fragilidad, es la certeza de no estar nunca solos en el camino de la vida. En
efecto, el Espíritu es Aquel que no nos deja solos, es el Consolador; nos
alienta con su presencia discreta y benéfica, nos acompaña con amor, nos
sostiene en las luchas y en las dificultades, anima nuestros sueños más
hermosos y nuestros deseos más grandes, abriéndonos al asombro y a la belleza
de la vida. Por eso, la alegría del Espíritu no es un estado
ocasional o una emoción del momento; tampoco es esa especie de «alegría
consumista e individualista tan presente en algunas experiencias culturales de
hoy» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate,
128). En cambio, la alegría en el Espíritu es aquella que
nace de la relación con Dios, de saber que, aun en las dificultades y en las
noches oscuras que a veces atravesamos, no estamos solos, perdidos o
derrotados, porque Él está con nosotros. Y con Él podemos afrontar y superar
todo, incluso los abismos del dolor y de la muerte.
A ustedes,
que han descubierto esta alegría y la viven en comunidad, quisiera decirles: consérvenla, más aún, multiplíquenla. ¿Y saben cuál es la
mejor manera para hacer esto? Dándola.
Sí, es así, la alegría cristiana es contagiosa, porque el Evangelio hace salir
de sí mismo para comunicar la belleza del amor de Dios. Por lo tanto, es esencial que en
las comunidades cristianas la alegría no decaiga y se comparta; que no nos
limitemos a repetir gestos por rutina, sin entusiasmo, sin creatividad. De lo
contrario, perderemos la fe y nos convertiremos en una comunidad aburrida, ¡y eso es malo!
Es
importante que, además de la liturgia, particularmente en la celebración de la
Misa, fuente y cumbre de la vida cristiana (cf. Sacrosanctum Concilium, 10), hagamos circular la alegría del
Evangelio también a través de una acción pastoral dinámica, especialmente para
los jóvenes, las familias y las vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa. La alegría cristiana no se puede
retener para uno mismo; sólo cuando la hacemos circular, se multiplica.
2º EL ESPÍRITU SANTO ES FUENTE DE
UNIDAD
En
segundo lugar, el Espíritu Santo es fuente de unidad.
Los que lo acogen reciben el amor del Padre y se convierten en sus hijos
(cf. Rm 8,15-16); y, si son hijos de Dios, son también
hermanos y hermanas. No puede haber lugar para las obras de la carne, es decir,
del egoísmo; como las divisiones, las peleas, las calumnias, las murmuraciones.
Por favor estén atentos al chismorreo, las habladurías destruyen una
comunidad. Las divisiones del mundo, y también las diferencias
étnicas, culturales y rituales, no pueden dañar o comprometer la unidad del
Espíritu.
Por el
contrario, su fuego destruye los deseos mundanos y enciende nuestras vidas con
ese amor acogedor y compasivo con el que Jesús nos ama, para que también
nosotros podamos amarnos así entre nosotros. Por eso, cuando el Espíritu
del Resucitado desciende sobre los discípulos, se convierte en fuente de unidad
y de fraternidad contra todo egoísmo; inaugura el único lenguaje del amor, para
que los diversos lenguajes humanos no permanezcan lejanos e incomprensibles;
rompe las barreras de la desconfianza y del odio, para crear espacios de
acogida y de diálogo; libera del miedo e infunde la valentía de salir al
encuentro de los demás con la fuerza desarmada y desarmante de la misericordia.
Esto es
lo que hace el Espíritu Santo, modela de este modo a la Iglesia desde sus
orígenes. Desde Pentecostés las procedencias, las sensibilidades y las
diferentes visiones se armonizan en la comunión, se forjan en una unidad que no
es uniformidad, es armonía, porque el Espíritu Santo es armonía. Si
hemos recibido el Espíritu, nuestra vocación eclesial es principalmente la de
cuidar la unidad y cultivar el conjunto, es decir —como dice san
Pablo— «conservar la unidad del Espíritu, mediante
el vínculo de la paz. Hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así como hay una
misma esperanza, a la que hemos sido llamados» (Ef 4,3-4).
En su
testimonio, Chris ha dicho que, cuando era muy joven, lo que le había fascinado
de la Iglesia católica era «la devoción común de todos los fieles»; todos
reunidos en una sola familia, todos para cantar las alabanzas del Señor, sin
importar el color de la piel, la procedencia geográfica o el idioma. Esta es la
fuerza de la comunidad cristiana, el primer testimonio que podemos dar al
mundo. ¡Tratemos de ser custodios y constructores de
unidad! Para ser creíbles en el diálogo con los demás, vivamos la fraternidad
entre nosotros. Hagámoslo en las comunidades, valorando los carismas de todos
sin mortificar a nadie; hagámoslo en las casas religiosas, como signos vivos de
concordia y de paz; hagámoslo en las familias, de modo que el vínculo de amor
del sacramento se traduzca en actitudes cotidianas de servicio y de perdón;
hagámoslo también en la sociedad multirreligiosa y multicultural en la que
vivimos.
Estemos siempre en favor del diálogo, —siempre—, seamos tejedores de
comunión con los hermanos de otros credos y confesiones. Sé que en este camino
ustedes ya dan un hermoso ejemplo, pero la fraternidad y la comunión son dones
que no debemos cansarnos de pedir al Espíritu, para rechazar las tentaciones
del enemigo, que siempre siembra cizaña.
3º EL ESPÍRITU ES FUENTE DE PROFECÍA
Por
último, el Espíritu es fuente
de profecía. La historia de la salvación, como sabemos, está repleta
de numerosos profetas que Dios llama, consagra y envía en medio del pueblo para
que hablen en su nombre. Los profetas reciben del Espíritu Santo la luz
interior que los hace intérpretes atentos de la realidad, capaces de captar dentro
de las tramas, a menudo oscuras, de la historia, la presencia de Dios, e
indicarla al pueblo.
Con frecuencia las palabras de
los profetas son penetrantes; llaman por su nombre a los proyectos de mal que
se anidan en el corazón de la gente, ponen en crisis las falsas seguridades
humanas y religiosas, e invitan a la conversión.
También
nosotros tenemos esta vocación profética; todos los bautizados han recibido el
Espíritu y todos son profetas. Y como tales no podemos fingir que no vemos las
obras del mal, quedarnos en una «vida tranquila» para no ensuciarnos las manos.
Un cristiano tarde o temprano debe ensuciarse las manos para vivir bien su vida
cristiana y dar buen testimonio. Por el
contrario, hemos recibido un Espíritu de profecía para manifestar el Evangelio
con nuestro testimonio de vida. Por eso san Pablo exhorta: «Aspiren a los dones espirituales, sobre todo al de
profecía» (1 Co 14,1).
La
profecía nos hace capaces de practicar las bienaventuranzas evangélicas en las
situaciones de cada día, es decir, de edificar con firme mansedumbre ese Reino
de Dios en el que el amor, la justicia y la paz se oponen a toda forma de
egoísmo, de violencia y de degradación. He apreciado que Sor Rose haya hablado
del ministerio con las mujeres que se encuentran detenidas en las cárceles. ¡Esto es hermoso! Una posibilidad que debemos
agradecer. La profecía que edifica y conforta a estas personas consiste en
compartir con ellas el tiempo, anunciarles la Palabra del Señor, rezar con ellas.
Es prestarles atención, porque allí donde hay hermanos necesitados, como los
presos, está Jesús, Jesús herido en cada persona que sufre (cf. Mt 25,40). ¿Sabes lo
que pienso cuando entro en una cárcel? «¿Por qué ellos y no yo?». Es la
misericordia de Dios. Pero hacerse cargo de los detenidos nos ayuda a todos,
como comunidad humana, porque según cómo se trate a los últimos es como se mide
la dignidad y la esperanza de una sociedad.
Queridos hermanos y hermanas, en
estos meses estamos rezando mucho por la paz. En este contexto, el acuerdo
firmado sobre la situación de Etiopía constituye una esperanza. Animo a todos a
sostener este compromiso por una paz duradera, para que, con la ayuda de Dios,
se sigan recorriendo los caminos del diálogo y el pueblo vuelva pronto a
encontrar una vida serena y digna. Y además no quiero dejar de rezar y pedirles
que recen por la martirizada Ucrania, para que esa guerra termine.
Y ahora, queridos hermanos y
hermanas, hemos llegado al final. Quisiera decirles «gracias»
por estos días vividos juntos. ¡No olviden
la alegría, la unidad y la profecía! —No las olviden—. Con el corazón
lleno de gratitud los bendigo a todos, especialmente a cuantos han trabajado
por este viaje. Y, viendo que estas son las últimas palabras públicas que
pronuncio, permítanme agradecer a Su Majestad el Rey y a las autoridades de
este país —también el Ministro de Justicia, aquí presente— por la exquisita
hospitalidad. Los animo a seguir con constancia y alegría su camino espiritual
y eclesial. Y ahora invoquemos la intercesión maternal de la Virgen María, que
me alegra venerar como Nuestra Señora de Arabia. Que Ella nos ayude a dejarnos
guiar siempre por el Espíritu Santo y nos mantenga alegres, unidos en el afecto
y en la oración. No se olviden de rezar por mí, cuento con ello.
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