No asumamos el papel de juez.
Por: Salvador I.
Reding V. | Fuente: Catholic.net
Se nos recuerda: no debemos juzgar a otros, sobre todo si juzgamos
sin conocer motivos, atenuantes y sin examinar si estamos siendo objetivos. La común precipitación para
condenar a otros sin reflexionar el caso, hace mucho daño, a ellos y al propio
juzgador espontáneo. Igualmente a los que repiten juicios que oyeron o leyeron
sin que les conste nada.
REFLEXIÓN
Pero, podemos decir: ¿qué debo pensar, hacer
o decir cuando sé que alguien hace algo que está mal? Si la “evidencia” me
indica que se ha cometido una falta, un delito, un pecado… ¿no puedo juzgar lo
que veo? La respuesta es: ¡No, no tenemos
derecho!
Es verdad que podemos conocer actos indebidos que parecen cometidos por
una persona, ¿cómo podemos entonces cerrar la mente
para no pensar en ello, es decir, para no juzgar? No podemos evitar la
reflexión sobre un acto, pero es posible ponernos límites, pues hay que
distinguir entre opinar y juzgar. Lo primero es parte de un proceso, que
debemos detener antes de juzgar.
No asumamos el papel de juez. El juez revisa un caso, las acusaciones,
las pruebas de cargo y de descargo y con su conocimiento y experiencia (que
debe tener), llega a una conclusión, y dicta sentencia. Esa sentencia es
absolutoria o condenatoria. Si es condenatoria, porque está convencido que se
violó la ley, ejerce el poder recibido para condenar y con ello aplicar una
pena. Pero, algo más, el juez no es el verdugo.
Lo que hace el juez, como resultado de su análisis de causas, es lo que
nosotros no podemos hacer: condenar y penalizar. Esta es la diferencia entre
opinar y juzgar. Muchas veces acusamos y de una misma vez condenamos a alguien
por un hecho indebido que parece haber cometido; pero, ¿tenemos todos los
elementos para opinar, y para juzgar?
Los casos en que se acusa y juzga a inocentes por faltas que no cometió,
son demasiado frecuentes. Lo más grave es que cuando juzgamos a alguien, no
solamente nos quedamos con el juicio y su condenación, sino que en cuanto
podemos lo gritamos a los cuatro vientos: que todos
lo sepan. Que al responsable lo señale el mundo, lo humille, lo condene,
le dé la espalda; y luego, en muchas ocasiones, resulta que es inocente o no es
tan culpable, y es muy tarde para rectificar.
El problema de juzgar, que no de hacerse de una opinión, es que una vez
que señalamos al culpable y resulta que no lo es, entonces la soberbia nos
impide rectificar. Después del grito de ¡culpable! Nos
quedamos callados.
Cuando juzgamos, y dictamos nuestra personal sentencia, olvidamos el
caso de la mujer adúltera del Evangelio: “quien
esté libre de pecado que tire la primera piedra”. El problema es que la
soberbia de constituirnos en jueces del actuar de los demás, nos impide
reconocer, ante los demás, nuestro error, inclusive nos negamos a considerar la
posibilidad de habernos equivocado.
Los juicios y penalizaciones han llevado a la gente a cometer delitos
para “castigar” al culpable. Las chusmas son
azuzadas para que agredan, apedreen y hasta quemen y maten a supuestos
culpables: “justicia” por propia mano. Tan
grave pecado e injusticia cometen quienes hacen el juicio y condenan como
quienes los asumen y participan como verdugos en la ejecución de la condena.
Una chusma fue azuzada para que gritara que se crucificara a un justo y se
liberara a un delincuente, y así Pilatos, lavándose las manos, envió a Jesús a
morir en el Calvario.
Insisto, entre opinar y juzgar hay, aunque no lo parezca, una gran
distancia. La vida está llena de juicios precipitados, de acusaciones que pasan
de boca en boca o son publicadas “para que todo
mundo se entere”. Son los chismes, la maledicencia, la difamación, la
calumnia. Lo más notorio es precisamente la precipitación, que no da tiempo a
conocer más sobre el caso. La acusación, el juicio y la condena, se hacen en un
solo acto.
Esto no se puede hacer; es más, un juez profesional no lo hace; toma su
tiempo, pero los juzgadores sociales se sienten Dios: no
tienen que pensar nada, allí está “la prueba”, y sin pensarlo acusan ante quien
quiera escucharles o leerles, su juicio. ¿Y la sentencia y el castigo? Como
verdugos, denigrar “al culpable” o
culpables, ¡que lo sepan todos! Y así se
corren las voces, y hasta se acusa y señala a alguien de oídas, porque se sabe “de buena fuente” que es culpable.
Primero que todo, un principio general de Derecho es la presunción de
inocencia, y segundo, que el presunto responsable tiene derecho a defenderse, a
dar su versión y presentar lo que se llama pruebas de descargo, a su favor.
Así, cuando nos parece evidente que alguien ha actuado mal, lo primero
que se debe hacer es no precipitar conclusiones; hay que saber más, y aún es
posible que la verdad de los hechos nunca la lleguemos a conocer. Así que en
vez de lanzar condenas, sentencias al aire, guardemos nuestras opiniones, y no
las convirtamos en acusaciones públicas o nos nombremos verdugos. Muchas buenas
honras y famas han sido mancilladas, y luego no hay vuelta atrás, los daños
hechos no se reparan. Y no sirve decir “es que yo
pensé… yo creí…”
No nos arroguemos en jueces, no lo somos. Y recordemos que como
juzgamos, también somos juzgados. El ofrecimiento de Jesús: no juzguéis y no seréis juzgado, tan maravilloso, debe
ser aceptado. Evitemos juzgar, aunque algo nos
parezca mal, no cometamos ese pecado.
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